– Por acá -siento que me dice una voz de mujer, y que ella me toma de un brazo; era Sonia-. ¿Qué estás haciendo tú aquí? -dice, no exactamente en tono de pregunta sino con gran alarma. Me lleva corriendo, en dirección a los tanques. Noto que tiene, desplegada en la mano derecha, una bandera (o quizás es solamente un trapo) totalmente roja; y que la agita ante los tanques. Detrás de los tanques viene la policía montada, repartiendo sablazos a la gente que sigue sin poder huir del encierro; pero a nosotros no nos tocan, y cuando estoy ya sin aliento, y Sonia probablemente también, noto que corremos con menor rapidez, hasta conseguir un paso normal; estamos afuera del lío.
– Uff -Sonia se recuesta contra una pared, próxima a un farol. Ya no está disfrazada de prostituta, sino que tiene aspecto de guerrillera, con una boina echada sobre un costado de la cabeza, el pelo cayendo suelto sobre los hombros, y un uniforme color verde oliva. Del cinturón cuelgan unos revólveres, y le cruza entre los pechos una cinta con balas de ametralladora.- Apenas puedas -agregó, todavía sin haber recuperado por completo el aliento-, regresa al Asilo. Conservas la valija, ¿verdad?
– ¡No! -grito, recordando súbitamente cómo me la han robado, y todo el malestar que había sentido al comprobarlo y que, ahora, vuelve con toda su intensidad-. Alguien -agrego, con rabia- me la cambió por otra, llena de ladrillos.
Sonia me mira con expresión alegre.
– Idiota -dice, dulcemente-. A esa valija me refería. Fui yo quien la cambió por la tuya. Los ladrillos -agregó- son de oro, pintados color ladrillo. Es el tesoro de la Resistencia. Queda en tus manos, ya que esta noche habremos de morir.
La miré con incredulidad.
– ¿Y qué hago yo con el oro? ¿Y quiénes han de morir? ¿Y por qué?
– No entenderías nada -responde- y no hay tiempo de que te explique todo desde el principio; pero sólo te diré que deberás conservar el oro hasta que alguien te lo pida. Favor por favor, ¿verdad? -y me mira a los ojos con una expresión muy intensa; luego pasa los brazos alrededor de mi cuello y, con los ojos llenos de lágrimas, pega sus labios a los míos, en un beso largo y desesperado. Yo la aprieto contra mi cuerpo y también siento que las lágrimas me llenan los ojos-. No me olvides -dice, luego-, Nunca podrás imaginar cuánto te amo.
Volvemos a besarnos. Me doy cuenta de que es cierto que me ama, y las cosas comienzan a cobrar sentido y quieren comenzar a acomodarse. Pero me apretó la mano, y sin transición dio media vuelta y echó a correr, hacia el lugar sitiado por los tanques y la policía.
– ¡Sonia! -quiero gritar, mirando en la dirección en que se alejó, ya sin poder verla en la oscuridad profunda, pero no puedo gritar. La garganta se me anudó, y quedo parado allí, inmóvil, vacío.
Después, anduve por un París invisible, durante horas, dando vueltas y vueltas, hasta sentir los pies como en llaga viva y un envaramiento en las piernas que no me permitió seguir. Abrí los ojos a la realidad exterior. No me sorprendió encontrarme a. media cuadra de la entrada del Asilo; en forma inconsciente lo había buscado y encontrado. Me aproximé con gran lentitud. Los carabineros continuaban, rígidos, enfrente. Subí penosamente hasta el primer piso, pero entonces, obedeciendo a un impulso, me quité los zapatos que ya no me permitían caminar y, llevándolos en la mano, seguí subiendo la escalera. Hacia la azotea.
Trepé los escalones de hierro y asomé el cuerpo nuevamente por la puerta trampa. Ahora, espesos nubarrones tapan la luna y las estrellas; el resplandor de la luz de neón continúa brillando sobre el centro de la ciudad. Con mucho cuidado sorteo los pozos y alambres y llego junto a uno de los parapetos. Me quito la camisa, y llevo las manos a la espalda para palpar las alas. Allí están, cuidadosamente plegadas.
Miro hacia abajo, hacia la calle, y siento vértigo. Luego miro hacia la noche, y el vértigo se acentúa. Intento desplegar las alas. Fue como si intentara mover las orejas; apenas logré un levísimo movimiento, producido sin duda por el desplazamiento de otros músculos de la espalda. Intento otra vez, inútilmente.
No sé desplegarlas. La vez anterior lo habían hecho solas, en forma automática, al ser precipitado en el vacío, ahora, cuando trato de hacerlo en forma voluntaria, no puedo.
Vuelvo a mirar hacia abajo. Los carabineros son apenas visibles, algo blancuzco y pequeño. Debo saltar. Debo volver a provocar esa situación que obligue a mis alas a abrirse. El vértigo me cubre la frente de sudor, y me tiemblan las manos y las piernas. No puedo saltar. Tengo miedo. Desde la distancia, sigue llegando el sonido de los disparos.
– Debo hacerlo -dije en voz alta, y afirmé las manos en el borde del parapeto y me ayudé a subir allí, de rodillas. Intenté ponerme de pie pero los músculos no me obedecían; el miedo me paralizaba-. ¡Vamos!-me grité-. ¡Salta! ¡Salta! ¡Salta!
Y me reí. Me atacó un pánico feroz y salté, pero no hacia la calle, sino hacia el piso de la azotea. Cincuenta centímetros. Me lastimé las rodillas, y me quedé allí, acurrucado en el suelo, riéndome de mí mismo, llorando.
FIN