Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Pero, mientras tanto, había un entusiasmo creciente, y la manifestación se estacionó un tiempo frente al Louvre. Las ametralladoras habían desaparecido de la entrada, quizás al divisar la manifestación. Los distintos grupos de músicos y de bailarines, así como los de las consignas, se movían e intercambiaban lugares. Aquello logró un punto óptimo de movimiento, casi vertiginoso, y aturdido por la música, el movimiento y mi propio cansancio, aunque todavía no había hecho conciencia de él, no pude darme cuenta si eran reales algunas caras conocidas que vi, o que me pareció ver, desfilando fugazmente ante mí, y que en seguida se perdían en la muchedumbre: el viejo Abal, Marcel, Angeline.

También vi otros rostros vagamente familiares, aunque sin poder precisar quiénes eran esas personas, si las había conocido o no. El viejo Abal no me sorprendió demasiado, fuese Juan o su hermano Pedro; al ver a Marcel el corazón me dio un vuelco, porque me resultó una presencia incompatible con esa manifestación, y porque me hizo recordar cómo había raptado a Angeline y el destino que a ella le esperaba; y mi sorpresa fue mayúscula cuando vi a la propia Angeline, tomada del brazo de unos hombres, formando parte de una larga farándula que recorría ondulante la concentración, y traté de seguirla para convencerme de que era ella realmente, pero fue imposible; de inmediato la perdí de vista, y me quedé con la duda, atrapado por un grupo circular que me rodeó, bailando.

Así pasó mucho tiempo; tal vez varias horas, porque el sol había descendido en forma apreciable, y no faltaba mucho, ya, para el anochecer; luego la manifestación se puso otra vez en marcha, siguiendo la avenida junto al Sena.

Cuando noté que íbamos quedando relativamente muy pocos, mi sensación de seguridad se fue desvaneciendo, y me fue penetrando la angustia, infiltrándose de nuevo en mi ánimo que, durante esas horas, había sido muy bueno. Pensé que podría haber seguido mucho tiempo en movimiento, tal vez todo el resto del día y de la noche, si la otra gente hubiese permanecido. Pero apenas me entró el desánimo me sentí muy cansado, y me desvié hacia el río. La manifestación, reducida ahora a unos cientos de personas, especialmente los fanáticos que coreaban las consignas y los músicos, infatigables, se perdió de vista. Yo quedé recostado al murallón del río, observando cómo el sol desaparecía también, con lentitud, detrás de los edificios más altos.

Allí traté de controlar la angustia. Sentía el cuerpo muy cansado y no me era fácil seguir una línea coherente de pensamiento; dejé, más bien, que éstos afluyeran naturalmente, y yo los observaba y, de vez en cuando, me permitía comentármelos a mí mismo. Así, fui descubriendo los orígenes de mi angustia actual, en los hechos anteriores a la manifestación: la captura de Angeline y la pérdida del libro que me habían confiado.

Aunque fuese realmente Angeline la mujer que había visto en la farándula, ello no me eximía de la culpa de no haber podido evitar que se la llevaran; y por más que estaba pendiente mi decisión de partir esa misma noche, me sentí frustrado por no tenerla más junto a mí; surgió el pensamiento de la debilidad de mi resolución de partir, y hallé un encadenamiento de frustraciones y debilidades que me fue hundiendo cada vez más. Luego, el asunto del libro que el supuesto Pedro Abal me había confiado, y que yo había perdido nada menos que a manos de la policía, colmaba toda medida, me transformaba en un ser completamente inútil.

Una botella de publicidad de agua mineral, de un par de metros de altura, que había estado mirando sin ver, integrada al paisaje de la rambla del Sena junto con un kiosko de revistas y unos árboles retorcidos, se puso repentinamente en movimiento; aparecieron dos piernas por debajo, alzándole unos centímetros, y el conjunto avanzó bamboleándose en mi dirección. Recordé las palabras de Abal: "Adentro de cada una de esas botellas, siempre hay un hombre". Paró a medio metro de mí y la botella descendió otra vez hasta ocultar las piernas que, supuse, ahora se habían doblado. A pesar de la oscuridad, que minuto a minuto se hacía más densa, ya que el sol había desaparecido definitivamente y sólo quedaba su claridad reflejada por el cielo, logré ver unos ojos a través de la ranura allí donde nacía el cuello de la botella. Estos ojos me resultaron familiares.

– Entrégueme el libro -me susurró una voz. En principio pensé que se trataba del propio Abal, pero en realidad no eran esos los ojos que recordaba. Me inquietó no reconocer al individuo, ni siquiera por la voz.

– No lo tengo -respondí.

– ¿Qué ha hecho con él?

– Me lo quitaron. En un bar.

El hombre soltó una maldición, que constaba de una gran cantidad de palabras y que se me antojó excesivamente literaria.

– ¿Quién es usted? -pregunté. No obtuve respuesta.

– ¿Cuál bar? -preguntó.

– No sé el nombre. No sé, no podría decirle ni siquiera la ubicación. De todos modos me lo quitaron unos policías, se lo guardaron en el bolsillo. Eran tres hombres, de sombreros grises…

– ¡Policías! -se burló la voz.

– ¿Quién es usted? -insistí, forzando la vista para tratar de ver algo más de las facciones en el interior de la botella; tampoco recibí respuesta esta vez. Por el contrario, la botella giró sobre sí misma, reaparecieron las piernas, y comenzó a alejarse, bamboleándose, por la rambla.

En todo el tiempo no había visto circular un solo vehículo. Eché a andar por una perpendicular, alejándome del Sena e internándome en la ciudad. Tenía ganas de perderme, aunque en el momento no se me ocurrió pensar que de todos modos ya estaba perdido; al no haber taxímetros en las inmediaciones, ni otros medios de transporte, no tenía realmente modo de regresar al Asilo; y, después de todo, el Asilo no era más que un punto de referencia. Pero, en ese momento, yo intentaba, inconscientemente, volver a él; y al cabo de unas cuantas cuadras, durante las cuales se agudizó mi cansancio, hice conciencia de mi necesidad de volver allí y me pregunté por qué diablos lo necesitaba.

No estaba Angeline -aunque viví un instante la fantasía de que sí podría estar-, que si era ella la mujer que había visto en la manifestación, bien podría haberse liberado de sus captores y regresado luego al Asilo-; tampoco podía contar ya con mi valija. Ni el cura ni ninguno de los otros personajes me resultaban especialmente agradables o útiles; sin embargo, era realmente un punto de referencia.

"Pero no necesito puntos de referencia -me dije, tratando de fortalecerme-. Necesito volar. Irme de aquí. Volar."

Sabía, sin embargo, que no podía hacerlo aún; sutiles lazos invisibles me mantenían atado a la ciudad, y quizá me llevara todavía cierto tiempo, aunque más no fuese algunos minutos, romperlos; el problema consistía en que no conocía la naturaleza de esos lazos. Era muy posible que fuera alguna esperanza engañosa que brillaba por alguna parte, pero no pude, o no quise realmente localizarla, saber con qué me estaba engañando ahora.

Por el momento seguí caminando, a la espera de la oportunidad propicia, de la señal de partida, que no sabía cuál podría ser pero que sin duda necesitaba. Para que yo pudiera partir tenía que suceder todavía algo más.

Anduve por calles mal iluminadas, y luego por uno de los grandes bulevares, no supe cuál, donde también advertí la falta total de tránsito y la escasez de transeúntes.

El bulevar estaba dividido por un cantero, con pasto y grandes macetas con tunas de tanto en tanto. Caminé un trecho por el pasto y luego me tendí sobre él, de espaldas, y contemplé el cielo estrellado.

Las estrellas me llamaban hacia arriba. Me dejé estar, y llegué a sentirme como flotando, como si mi cuerpo se elevara unos centímetros, despegado del suelo, y fuera siendo lentamente atraído hacia arriba; luego lo pensé como una caída, como si el pasto fuera el techo de una habitación que tenía por piso ese enorme agujero punteado del cielo, y sentí vértigo; no era un vértigo desagradable, era casi amable, un cosquilleo en la boca del estómago, una emoción benigna.

Rato después apareció una gran claridad tras un alto edificio, y luego fue asomando media luna blanca, lechosa. Había aparecido temprano esa noche, y lamenté que no fuera luna llena. La imagen de mi silueta volando, de mis alas recortadas contra el círculo blanco, me habría estimulado quizá para partir de inmediato. Seguí tendido en el pasto.

Luego me levanté y reanudé la marcha sin rumbo, sintiéndome muy solo y poseído por una tristeza muy grande. Dos fuerzas en equilibrio me tiraban con igual intensidad, una hacia arriba, otra hacia abajo, y llegué a temer que mi cuerpo se quebrara, se dividiera en un estallido, mi sangre liberada salpicando el pasto del cantero, mi memoria disuelta, mi espíritu elevándose sin trabas hacia las estrellas.

– ¿Qué es lo que me ata a este lugar? -me pregunté en voz baja, que me sonó muy extraña en los oídos. Después pensé que no había nada que me atara a ese lugar, salvo el miedo a otros lugares, la falta de confianza en mí mismo. Las últimas experiencias -quizá todas las experiencias desde que llegué a París, o incluso el propio viaje- me habían debilitado en extremo. No confiaba en mí mismo ni en los demás. ¿Qué podía esperar?

Apareció alguna gente, corriendo. Primero uno, luego dos, luego una pequeña bandada de cinco o seis personas que atravesaban el bulevar. Más tarde aparecieron otros y no lejos de allí se producía un rumor creciente.

Luego muchos más, corriendo en todas direcciones. Me detuve en mi sitio, no sabiendo qué actitud tomar, y en pocos minutos era una multitud la que corría, sembrando la confusión y el pánico. Quizá debí quedarme donde estaba, ya que no había ningún indicio de hacia adonde era más conveniente correr, pero me ganó el miedo y huí hacia una calle más oscura.

Logré encontrarme nuevamente solo, por unos instantes; pero no tardé en escuchar ráfagas de metralla y una gritería que se aproximaba, y en instantes la gente que corría me alcanzaba y pasaba a mi lado. Me pregunté si ya habían llegado los alemanes.

Miré hacia atrás y vi a la distancia cómo se acercaban unos auto-bombas, lentamente, y creí ver tanques de guerra detrás. Eché a correr nuevamente, junto a un número cada vez mayor de personas que gritaban cosas incomprensibles.

Vi que allá adelante también venían tanques, y doblé por una calle lateral; el sonido de las balas se aproximaba y la confusión era aquí mayor. De pronto me encontré en un lugar redondo y cerrado, que no podía distinguir bien por la oscuridad, aparentemente un enorme callejón sin salida, donde la gente se entrechocaba y algunos caían y eran pisoteados; me volví hacia una pared, buscando refugio en algún portal, pero todos estaban ocupados ya por otra gente que se apiñaba allí.

22
{"b":"87777","o":1}