– Pero…
– Puedes venir, habrá trabajo para ti también -dijo, y el coche, con todos adentro, se puso en marcha con pequeñas sacudidas. Angeline seguía gritando, ahora con menos fuerza. Me agarré la cabeza.
El número especial de Paris-Hollywood. Angeline va a morir frente a una cámara fotográfica, como todas ellas. Mientras tanto, estará encadenada a una pared, hasta el martes, y será sometida a una serie de vejámenes que ella misma ha aceptado con su firma. Todo legal, como dijera Marcel. Todo en orden.
El bulevar está desierto. Camino como un borracho, sin saber adonde ir ni lo que hacer. El sol está muy fuerte.
Tuerzo por una calle perpendicular; el bulevar contaba casi exclusivamente con casas particulares, grandes mansiones, y muy pocos comercios; no había ningún bar, ni tampoco nada de sombra. Busco un bar en esta calle y encuentro uno, a un par de cuadras.
Me siento pesadamente a una mesa llena de polvo. El bar está casi desierto, apenas un par de parroquianos en el otro extremo. La radio pasa un monótono informativo sobre la guerra; entiendo que los alemanes ya están llegando a París, que es sólo cuestión de horas, y lo demás son largas reiteraciones de lo mismo, antecedentes de la guerra, recuerdos de guerras anteriores, cosas sin interés.
Pido una bebida fresca. No tengo sed, pero quiero pasarme el vaso frío por la frente y, de todos modos, tomo un poco del líquido -algo efervescente con gusto a menta-. Ahora sí, no me queda otra cosa que esperar la noche. Ella me parece muy distante, como que no fuera a llegar nunca. Trato de evadir todo pensamiento, dejando correr la vista por el local sin fijarla en ningún detalle, y noto que algo me estorba en el bolsillo posterior, y recuerdo el libro de Abal. Me parece que nadie me presta atención, y lo saco del bolsillo y lo pongo sobre la mesa de modo que no se vea el título y comienzo a hojearlo y retomo la lectura allí donde la he interrumpido.
En un principio me interesa vivamente, por las revelaciones fabulosas que prometía; sin embargo, al avanzar en la lectura, y a pesar de ciertas frases y palabras que daban a entender que allí había algo especial, o ciertas cosas que despertaban en mi memoria raros ecos, descubrí que se iba transformando en algo sin sentido; Abal prolongaba su autobiografía, llena de detalles muy intrascendentes y pequeñas anécdotas, o intercalaba frases filosóficas elementales, e incluso muy dudosas, y hasta algunos chistes de mal gusto, pretendidas ironías contra supuestos detractores de su obra.
Aquello parecía ser el trabajo de un hombre que quisiera tener una verdad importante para decir, pero no tiene ninguna, y trata de disimular su fracaso entre fárragos anecdóticos y palabrería hueca, intentando evitar que el lector caiga en la cuenta de la vaciedad de sus palabras; así, la ironía, dirigida no se sabía bien contra quiénes, trataba de hacer cómplice al lector, no se sabía bien tampoco con qué finalidad.
Los únicos datos concretos yo ya los conocía: los detentores (y "fuentes", según Abal) del poder eran tres; había una organización tenebrosa en su torno, y esta organización debía ser destruida, aunque ello era una tarea gigantesca, casi imposible. A cada página prometía denunciar la organización con nombres y apellidos, pero esto era algo que nunca llegaba, y uno iba avanzando en el anecdotario de Abal dentro de una botella, de Abal bajo los puentes, de Abal y los vagabundos (y recordé que toda esta etapa de Abal, según él mismo me había dicho, se debía a su necesidad de ocultarse de la organización a causa, justamente, de este folleto que había escrito denunciándola; y entonces, entreverados los datos cronológicos, ya me fue imposible entender nada de la historia).
Estaba llegando a las páginas finales cuando me noté observado, y levanté la vista y vi a tres hombres parados alrededor de mi mesa, mirándome en silencio. Tenían una vaga semejanza con los que habían raptado a Angeline, pero no eran los mismos; vestían de manera similar, estilo gangsteril.
Uno de ellos estiró la mano y se apoderó del libro; mostró la tapa en forma significativa a los demás, que asintieron en silencio, con un movimiento de cabeza. Luego se sentaron a mi mesa sin pedir permiso.
– La denuncia era exacta -dijo uno, sentado a mi izquierda. Tenía una cicatriz en el rostro un tanto oscuro, y un pequeño bigote negro. No se habían quitado los sombreros.
– ¿Dónde obtuvo este libro? -preguntó el que estaba frente a mí, probablemente el jefe del grupo. Era más gordo que los otros, y lo que más llamaba la atención en él era una corbata, con dibujos de mariposas multicolores, chillonas.
– Lo encontré -dije, alzándome de hombros.
– ¿Dónde? -insistió el de la izquierda.
– Por ahí -dije, repitiendo el alzamiento de hombros-. En la calle.
– ¿Por qué miente? -dijo el presunto jefe, mirándome a los ojos.
– ¿Por qué no? -respondí, desafiante, cansado-. ¿Qué derecho tienen a hacerme preguntas?
El jefe extrajo un carnet del bolsillo, que extendió ante mi vista. Parecía ser de la policía o algo así, aunque en realidad no lo miré bien. Me encogí de hombros por tercera vez.
– ¿Qué derecho tienen a hacerme preguntas? -repetí-. ¿Qué tiene de malo este libro?
– Es un libro prohibido, y usted lo sabe -dijo el de la izquierda.
– No -respondí-. No lo sé. Y, de todos modos, acabo de leerlo casi todo, y no pude encontrar nada reprobable; ni siquiera pude encontrar nada interesante.
Los hombres cruzaron miradas entre sí.
– ¿Así que lo leyó?
– Sí -contesté-. Casi todo. Y repito que no tiene nada de interés.
– Tendremos que llevarlo con nosotros -dijo el tercero, el de la derecha, que era muy parecido al de la izquierda-. ¿Tiene documentos?
– No -respondí, moviendo enérgicamente la cabeza hacia los costados-. Me robaron la valija con todo.
Volvieron a mirarse.
Afuera, sonaba algo como un largo trueno lejano.
– Tendrá que acompañarnos -volvió a decir el de la derecha, pero el jefe no decía nada y me miraba fijamente.
– No veo por qué motivo -me defendí-. Aunque, después de todo, no veo el motivo de nada. Desde que llegué a París, no he podido encontrar nada coherente. Hagan lo que quieran. Estoy cansado.
– ¿Extranjero? -preguntó el jefe.
– No sé -respondí-. Al principio creía que lo era, que venía a París por primera vez, luego comprobé, o al menos me pareció encontrar suficientes elementos de juicio como para creer que ya había estado aquí antes. Fue un viaje muy largo -expliqué-. Muy largo.
Los tres asintieron con la cabeza. El trueno lejano se iba aproximando, algo que venía por la calle, y se oían ahora otros sonidos, más agudos.
– De todos modos -dijo el jefe-, tendrá que venir con nosotros. Pura rutina -aclaró, para tranquilizarme, pero el de la izquierda soltó una carcajada.
Se pusieron de pie, y esperaron que yo hiciera lo mismo. El jefe se guardó el libro en el bolsillo del saco estrecho. Me demoré unos instantes. El sonido era ahora más claro, se oía perfectamente una música, algo africano o más bien brasilero; parecía que se acercaba una enorme "escola de samba". El bombo daba un golpe grave, profundo y prolongado, seguido de inmediato por uno más breve y luego otra vez el sonido largo; y una multitud de pequeños instrumentos de percusión, un tanto más agudos, que producían aquel sonido de trueno: un golpete desgranado, a destiempo. Y también había campanitas y otros sonidos cascabeleros.
Terminé la bebida, aunque no tenía ganas, y me puse lentamente en pie con menos ganas aún. No pagué, presumiendo que era el dueño del bar quien me había denunciado. Nos acercamos a la puerta, y desde allí pude ver una multitud que se aproximaba, a pocos metros de distancia.
– ¿Qué es? -pregunté.
– Una manifestación contra los alemanes -respondió el jefe-. Ya se toparán con la policía montada, o con los propios alemanes cuando lleguen. De cualquier manera -añadió, dirigiéndose más bien a los otros dos- convendría dejarlos pasar-, no es difícil que nos agredan si alguno nos reconoce.
Yo di un paso hacia el cordón de la vereda, mientras los supuestos policías retrocedían hacia el interior del bar.
– Qué hace -dijo uno-. Venga acá.
Era una muchedumbre ruidosa y colorida. Fui a su encuentre, sintiéndome más seguro de mí mismo a cada paso que daba. Oí a los policías que gritaban otra vez desde el bar, pero me desentendí de ellos y penetré en la manifestación. Observé que desde distintos lugares llegaba gente (sin duda atraída como yo por la música) que de inmediato se integraba, y la columna crecía a ojos vistas.
Busqué un lugar hacia el centro, donde fuera difícil para alguien de afuera localizarme, y luego fui cambiando de sitio, porque aquello era muy variado; y por primera vez sentí la emoción de un espectáculo, de formar parte de un espectáculo y disfrutarlo al mismo tiempo como espectador.
Había distintos grupos de músicos que, a pesar de todo, mantenían una cierta coherencia musical a lo largo de toda la columna; estaban distribuidos a trechos más o menos regulares, y observé que había muchos instrumentos distintos, incluso sartenes de cocina, y hasta cacerolas. Grupos de jóvenes se movían por la columna en una y otra dirección coreando slogans antinazis, y otros grupos, la gran mayoría, cantaban y bailaban al son de la música.
De inmediato me encontré formando parte de uno de los grupos, sin poder evitar mover mis pies rítmicamente. Predominaban los jóvenes, aunque podía verse gente de todas las edades; y la sonrisa de algunas muchachas me alentó a desinhibirme, lentamente, por completo, y dejé que mis pies se movieran solos, guiados por la música, mientras la mente descansaba y los sentidos recibían nítidamente todas las impresiones, aguzadas por la excitación que me producía la música y la gente en movimiento.
Reinaba la alegría, pero una alegría seria y disciplinada. Cada uno parecía saber exactamente lo que debía hacer, cómo mover los pies y qué lugar ocupar en la columna, aunque no había nadie que tratara de organizar las cosas, salvo, quizá, la música misma. La columna dobló a la derecha, luego a la izquierda, y en seguida nos encontramos junto al Sena.
Yo cambié de lugar, y me aproximé a un grupo de músicos. Cerré los ojos y me dediqué a recibir en el cuerpo las vibraciones de un enorme bombo, que me pegaban especialmente cerca de la boca del estómago y el vientre. Me provocaba un extraño placer, doloroso.
Luego volví a abrir los ojos y miré a mi alrededor: la masa humana había crecido aún más, y era para mí imposible calcular, ni remotamente, el número de sus integrantes. Pensé que los alemanes no entrarían en París con la misma facilidad con que la televisión los mostraba avanzando por las campiñas. Luego, sin embargo, mucho más tarde, advertí que el interés de la gente era más musical que político; los grupos que coreaban consignas fueron quedando prácticamente solos, y el resto se fue dispersando a medida que el cansancio los invadía.