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La puerta se abrió de golpe y entraron varias personas; reconocí a la presunta prostituta que había pasado ante mí, junto al mostrador, unas horas antes; había otra mujer, y ambas se mantuvieron al margen, en un rincón de la pieza, cerca de la ventana, mientras los dos hombres se acercaban al viejo.

– ¿Qué haces aquí? ¡Vamos! -gritó uno de ellos, tratando de asirlo de un brazo; el viejo se esquivó y vino a refugiarse a mi lado, pasando luego por detrás de mí.

– ¡No los deje! -gritó-. ¡No los deje que me toquen! ¡Me quieren torturar!

– ¿Qué sucede, de una vez por todas? -pregunté, indignado por aquella invasión de mi pieza.

El que había tratado de agarrar al viejo se paró ante mí, erguido; tiene la cabeza totalmente rapada, redonda y con orejas salientes, y cara de perfecto oligofrénico. El otro hombre, callado, es exactamente igual a éste, no tanto como mellizo, sino como coterráneo (o, pienso, ese parecido que se adquiere con la convivencia, o el aspecto físico similar de las personas que realizan un mismo trabajo).

– Señor -dijo, con respeto-, este hombre es nuestro. Se nos acaba de escapar. No tiene ningún derecho a estar en su pieza; devuélvalo.

– No tengo ningún interés en quedarme con nadie -dije, con calma-. Pero tampoco me interesa que se cometan injusticias. ¿Por qué no lo dejan en paz?

– Es un monstruo -dijo el que había permanecido callado hasta el momento. Ambos tenían guardapolvos grises. El otro le dio un codazo, indicándole que debía guardar silencio.

– Es nuestro -se limitó a decir. Yo me encogí de hombros.

– No quiere irse -dije.

– Usted debe echarlo.

– Los echaré a ustedes. Él golpeó la puerta antes de entrar. Ustedes no. A él lo echaré luego, si me molesta; pero yo le dejé entrar, y a ustedes no. Váyanse.

Los hombres de guardapolvo se miraron, y sin decir palabra dieron media vuelta y salieron.

– Tú puedes quedarte -le dije a la supuesta prostituta, quien, junto con la otra mujer, que también se le parecía, intentaba salir.

– ¡No! -respondió, volviendo la cabeza hacia mí, pero con una sonrisa-. Quizá luego, o mañana -agregó, y ambas se fueron.

Cerré la puerta y pasé la traba.

– ¿Ve lo que le decía? -murmuró el viejo, sentándose en una silla-. No me dejan en paz. Quieren hacerme santo, o mártir, a la fuerza. Yo no quería ser monje. Yo no quería ser monje -comenzó a sollozar, y algunas lágrimas le rodaban por las mejillas.

– Está bien -dije-. Serénese. Quédese un rato allí.

Vuelvo a tenderme en la cama. Sigo sintiendo cansancio, y la escena anterior me dejó tenso y agitado. Tengo una enorme necesidad de reposo y no siento ninguna simpatía por el viejo, y estoy arrepentido de haberlo hecho pasar; ahora me costará librarme de él. Ya había comenzado a actuar en mí la compasión, estimulada por la prepotencia de aquellos hombres, y aunque no comprendo lo sucedido es evidente que no podía entregarles a ese viejo; pero tampoco puedo quedarme con él, en la pieza; no me dejaría en paz.

– Le voy a contar mi historia -dijo, como para ratificar este pensamiento, y cerré los ojos y busqué alguna forma de evadirme; pero en seguida me di cuenta de que la historia me interesaba, y le presté atención; y también, descubrí, la compañía de ese hombre (quizá, cualquier clase de compañía) tenía un efecto tranquilizante sobre mi sistema nervioso-. Mi nombre es Juan Abal -agregó-. Sí señor. Juan Abal. Sesenta y cuatro años. ¿Sabe una cosa? Mi problema es éste. Aquí. La cabeza. Pienso, pienso mucho. Y eso no es bueno. Pensando, uno puede llegar a saber muchas cosas, sin necesidad de salir de una pieza. Y aún así, si uno se conformara con saber… Pero uno quiere transmitir, hablar con los demás… Edité un folleto. Mejor dicho, dos folletos. Nadie llegó a leerlos; fueron comprados por la Organización y destruidos. Sin saberlo, en el primero la atacaba indirectamente o, mejor dicho, hacía sospechar su existencia. Fue en el segundo (escrito con mayor espíritu científico, después de largas investigaciones) donde hablé de ellos directamente; y ahí comenzó la persecución.

«Es todo muy sencillo. Piense en el poder, por ejemplo. O en el dinero. O en la libertad. Todas cosas abstractas. ¿Pero quién tiene poder? Un gobernante, me dirá usted. Un político, un rey, un dictador. Pues no, no es así.

«Un gobernante es un instrumento del poder, como podemos serlo usted o yo; casi podríamos decir, una víctima. Lo mismo sucede con el dinero. ¿Y entonces? ¿De dónde surge el poder? Le hablo del poder porque es el caso más claro, más visible, también podría hablarle de la libertad, o de la salud, o del amor (¡ah, pensando en el amor podemos extraer conclusiones deliciosas, verdaderamente inverosímiles! ¿Alguna vez se le ocurrió pensar que cuando se acoplan un hombre y una mujer, en realidad es la Naturaleza que se está masturbando?) Pero yo centré mi pensamiento en el poder, quizá porque era muy visible, y a mí no me interesaba en absoluto tener acceso a él. El dinero, tal vez; el amor, la libertad… pero el poder no, nunca, en absoluto.

«Así fui llegando lentamente a sospechar la existencia de ellos… los dueños verdaderos de las cosas, los dueños o la fuente, no lo sé… es muy poco, en suma, lo que sé; y nada más voy a decirle; podría decirle, por ejemplo, que son tres… Pero me callo, basta, no más; esta es una averiguación que sólo es útil (si puede ser útil algo que a uno le arruina la vida para siempre), pero quiero decir sólo es comprensible por quien sienta un profundo interés y realice personalmente la investigación; de otro modo (y qué caro me costó aprenderlo, y qué inútil todo), de otro modo no es creíble, usted pensaría que yo estoy loco o, a lo sumo, se desentendería en seguida del asunto por considerar que no tiene nada que ver con usted. Pero se equivoca; no sabe en qué medida… Perdón, no quería complicarlo en todo esto, simplemente quería contarle mi historia. Tuve que desaparecer.

«Fui astuto para esconderme, debo decirlo. No precisé salir de París, y estuve siempre a la vista de todo el mundo. ¿Sabe cómo lo hice? Jamás podría averiguarlo. Un escondite astuto, genial, realmente genial…

«Dejé mi vida cotidiana, con cierto pesar -pero, es verdad, también no sin cierto placer fue que comencé mi nueva vida-. ¿No capta? ¿No? Bueno, se lo voy a decir: ¿usted ha visto las enormes botellas de propaganda, de Seven-Up, y esas cosas, junto al Sena? Pues bien: ahí dentro estuve yo, años y años, andando junto al Sena, haciendo nuevos amigos, mirando por una rendija estrecha, a la altura de los ojos, mirando, escuchando, investigando… Los niños me querían mucho, debo decirlo. Y me sentía seguro allí dentro, sin que nadie pudiese verme… ¿Quién piensa, a pesar de las piernas que asoman, que adentro de la botella de cartón prensado hay un hombre, con nombre y apellido, con historia, y con un secreto terrible? Se ve la botella, un ingenioso medio de propaganda, y nada más. Sin embargo siempre hay un hombre adentro, no lo olvide.

«Pero me encontraron. Al final me encontraron. Claro: la culpa fue mía. No puedo mantener cerrada esta maldita boca… usted sabe cómo somos los catalanes… en fin; hablando con uno, y con otro… ellos tienen espías por todas partes… me atraparon, una tarde de sol, lo recuerdo, hace tres años, junto al Sena.

«Me trajeron aquí. Ellos no matan, si pueden evitarlo. Usan la persuasión. Me trataron muy bien al principio; claro, nunca se dieron a conocer. Liga de Ayuda a los Desamparados, ese tipo de cosas. Me proporcionaron una cama, y sábanas limpias, y claro, también las charlas de persuasión… mujeres, bebidas, usted sabe, estas cosas. Poco a poco empecé a dudar de mí mismo, aquella gente tan buena, que me hacía tanto bien, claro, ellos debían tener razón. Poco a poco me fui viendo a mí mismo como un monstruo. ¿Cómo pude dejar a mis hijos? ¿Cómo pude dejar la cátedra? ¿Cómo pude pasearme todos estos años adentro de una botella? Yo era un monstruo, un desequilibrado… y después, aceptando mal que bien estas cosas, haciendo trabajar mi mente en la revaloración de todas las cosas -usted no sabe, usted no puede saber lo que es esto, tres años replanteándose todo, reajustando todo, una tuerca aquí, un tornillo allá, al fin el mundo que uno se ha construido tambalea, uno duda de todo… especialmente con gente tan buena, que a uno le da tantas cosas sin pedir nada a cambio-. Persuasión. Tienen elementos psicológicos de los más avanzados. Conocen los mecanismos de la mente al dedillo. Uno va perdiendo fe, voluntad, inteligencia, todo…

«Y luego que uno acepta que es un monstruo psíquico, viene la otra parte: la monstruosidad física. '¡Fíjese cómo lo ha deformado el alcohol!' '¡Fíjese, las consecuencias de una vida disipada! Esos ojos de lobo… esas mejillas hinchadas…' Se llevaron los espejos. Al principio, es cierto, me miraba y veía lo que ellos querían, una cara levemente deformada, unos ojos extraños… Pero luego la cosa fue en aumento, y ya un espejo no podía engañarme más… Quiero decir, yo no podía engañarme más a mí mismo usando el espejo para ello. Se llevaron los espejos, y empezaron con aquello del hombre lobo. Que yo era peligroso, que en ciertas noches, sin que me diera cuenta, me crecían pelos en la cara y en las manos y en los brazos y en todo el cuerpo, y garras, y caminaba en cuatro patas, y trataba de salir para destrozar a la gente a dentelladas…

«¡Dios mío! ¡Las cosas que me han hecho creer! Aunque nunca les creí del todo; poco a poco me fui reencontrando a mí mismo, fui sospechando de ellos, por ciertas cosas minúsculas, gestos, susurros… Ahora, que usted está aquí, todo será distinto… Usted me ve tal como soy, tal como siempre fui…

«¡Angeline!

Habían sonado unos golpecitos discretos en la puerta. Abro con cautela, temiendo que vuelvan los hombres de la cabeza rapada, pero se trata de aquella mujer que me prometió el cura. La reconocí en seguida, a pesar de que el catálogo donde la había elegido no era "actualizado". En realidad se parece mucho a la foto. Apenas unos años más.

Ella también reconoció al viejo y se abrazaron alegremente en el centro de la habitación; hablaban en francés con tanta rapidez que me costaba mucho entender alguna que otra palabra, pero me pareció, aunque no estoy seguro, que se referían a un pasado común, que sacaban a luz viejas anécdotas.

– Ella era de los nuestros -me explicó luego Abal-. Debajo de los puentes. Aquellos guisos, en latas de aceite… Cuando el viejo Simón tocaba la armónica, ¿te acuerdas, Angeline?, y nosotros cantábamos…

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