Apenas me miró entrar y cerrar la puerta. Estaba seria, y permaneció con la vista fija en el viejo mientras yo me acercaba y rodeaba el colchón, y miraba a ambos, de pie contra la pared. El viejo tenía los ojos cerrados y una expresión distinta, sin sufrimiento. Era Angeline, indudablemente, quien había apagado la luz general y encendido la portátil que había junto a mi cama, sobre la mesita de luz,
Observé los pechos, los pezones rojos, o pintados de rojo, la curva del vientre y el vello y las piernas, especialmente las rodillas redondas y hermosas; se me ocurre que nunca me había fijado de esa manera en las rodillas de las mujeres, no pensaba que pudieran gustarme. Me siento culpable y voy hasta la cama y me tiendo, con la mente confundida. Miro las manchas del techo. Juego a reordenarlas, recomponerlas, y me distraigo un instante. En seguida vuelvo a ser consciente de mis pensamientos, que me entregan sorpresivamente una nueva teoría.
Aunque mi memoria no arroja ninguna luz que la confirme o que la niegue, me ocupo en desarrollar esta teoría que algo, en mi interior, me impulsa a tomar como cierta: la razón de mi viaje de trescientos siglos en ferrocarril había sido encontrarme en París esta noche, en el momento en que los seres voladores surcaran el cielo, para unirme a ellos; y no lo había hecho, inmovilizado por el deseo que me producía Angeline y por el miedo, un miedo oscuro que no podía precisar; y que quizá los seres voladores eran accesibles para mí solamente en ese punto del espacio y del tiempo, o que, tal vez, su viaje tuviera un ciclo, una órbita, y ahora sólo pudiera reencontrarlos mediante otro viaje de trescientos siglos, que ya no me sentía capaz de emprender.
Me imagino a mí mismo antes de emprender el viaje, realizando complicados cálculos para determinar la órbita de los seres y el punto del espacio-tiempo en que pudiera acceder a ellos (que eran los míos); consultando datos extraídos de quién sabe qué extraños infolios, y determinándome a tomar el ferrocarril en esa misma estación, quizá como resultado de años y años de trabajo, de búsqueda, de cálculos.
Pero de todos modos este es un ejercicio inútil. Aunque la memoria hubiese venido en mi socorro para apoyar la teoría, ella no introducía ninguna variante fundamental en mi situación. Quizás esta noche emprenda vuelo hacia alguna parte, pero ya no tendrá el mismo sentido. Quizá sea más lógico emprender un nuevo, viaje en ferrocarril, si bien no cuento más que con esa oscura teoría orbital del vuelo de los seres que son como yo, y si los cálculos habían existido y si habían sido correctos, nada hace presumir que dentro de otros trescientos siglos los seres volverán a pasar por el mismo sitio; si la órbita existe no tiene por qué ser necesariamente rutinaria, y la próxima vuelta podría estar prevista con un desplazamiento cuya magnitud ahora yo no puedo predecir. Y pienso que carezco de un mínimo de documentación, y que me será muy difícil obtener el pasaporte para viajar, en caso de que decida hacerlo por ferrocarril; de todos modos, tendría que vagar durante mucho tiempo por oficinas polvorientas, realizando interminables trámites y largas esperas en antesalas oscuras y con adornos de mal gusto, y aunque logre finalmente instalarme en el ferrocarril ya no habré de resistir un viaje similar por segunda vez.
La depresión fue creciendo, y cada dato que añadía contribuía a demostrar que todos mis caminos estaban definitivamente cerrados. Pensé que nada de esto tenía sentido. Todo no era más que una fantasía, un delirio. Era probable que ni siquiera los seres voladores hubiesen existido en la realidad, y que hasta yo mismo careciera de alas. No tuve ánimos ni para llevarme las manos a la espalda y comprobarlo; ya no me interesaba nada. Todos los caminos estaban cerrados. Todos los caminos están cerrados si uno no tiene una idea clara de dónde quiere llegar. Si uno ya no tiene fuerzas para caminar. "Sólo me queda -pensé- aceptarme a mí mismo y esperar pacientemente la muerte. Nada puede ser modificado. Jamás podré salir de aquí adentro."
Sentí una suave presión en la cama y miré y vi que Angeline se había acostado junto a mí.
– Ocúpate un poco de Abal -dijo-. Tengo sueño, voy a dormir un rato. Hay que cambiarle el paño de la frente cada tantos minutos.
Se da media vuelta, y ante mis ojos aparece su espalda blanca. Bajo la vista hasta las nalgas, y las piernas. Le apoyo una mano en la cintura, y la mantengo unos instantes, esperando una reacción contraria. Luego la voy bajando y acaricio las nalgas lentamente. Angeline no ofrece resistencia. Me incorporé a medias y le arrimo mi cara a la suya, con intención de besarla.
– Estate quieto -dice, sin abrir los ojos-. Atiende a Abal y déjame dormir.
– Apenas, un instante -le digo, ansioso, y le apreté un pecho con la mano y trato de acomodarme sobre su cuerpo. Ella se fastidia y me habla con aspereza, repitiendo lo mismo. Al fin me convenzo de que es inútil insistir, y voy junto a Abal.
El viejo dormía, con respiración pausada. Me pareció que presentaba un aspecto normal, aunque el paño en la frente le daba cierto aire grave, importante. Ya la claridad del amanecer penetraba a través de los vidrios sucios de la ventana. Le cambié el paño de la frente, apagué la luz de la portátil y fui hasta la ventana, a mirar el amanecer también a los carabineros que, por supuesto, seguían allá abajo.
Continuaba mi estado depresivo. "Son demasiadas cosas, demasiadas cosas" -me dije, mirando a los carabineros. ¿Cómo puede vivir un hombre con dos carabineros que lo vigilan constantemente? ¿Cómo puede un hombre vivir con una mujer que no le permite aproximarse? ¿Cómo puede vivir en perpetua incomodidad, en un mundo que tiene muy pocos atractivos, y donde las cosas parecen por completo irrealizables?
Me llegó, esta vez formada por mi propia fantasía, la voz, de alguien que podía ser el maquinista de sombrero de cowboy, o el hombre de blanco del parque; yo mismo me estaba dando una respuesta, la respuesta que sin duda me hubiese dado cualquiera de esos hombres si estuviese allí: "Las cosas son irrealizables solamente para usted. Entre usted y las cosas hay una barrera infranqueable, en su propia mente. Si cambia esa desesperación actual…"
Me doy vuelta y apoyo la espalda en la ventana. Miro la pieza, tratando de aflojar la rigidez de mis músculos perpetuamente agarrotados. Las mandíbulas, los hombros, la nuca. Respiro hondo, lentamente, tratando de lograr la calmada desesperanza. Observo que sucede algo extraño con los colores de las cosas. La puerta, por ejemplo. El color de la puerta se mueve, se reduce y de pronto vuelve a crecer. Las paredes. Angeline se ha vuelto, dormida, hacia la ventana; y el rojo de sus labios es tembloroso, vacilante, como si quisiera desaparecer. Lo mismo que el color del camisón y el color de la carne. A menudo aparecían grandes sectores grises, y luego el color retomaba la superficie que ocupaba inicialmente. Lo mismo sucedía con todas las cosas, como si…
"… como si fuera una película en blanco y negro -pensé-, que alguien hubiese pintado a mano, toscamente, cuadrito por cuadrito."
Se abrió la puerta de golpe y entró el cura, seguido de un hombre un poco más alto que él, y más robusto, que traía un maletín. El cura permaneció de pie, de espaldas a mí, y el presunto doctor se agachó sobre el colchón donde yacía Abal; ninguno de ellos me había prestado atención. Yo continué mi trabajo de observación de los colores. Traté de mantener una objetividad en la visión. Y; comprendí.
"Las cosas no tienen colores -me dije lentamente, lleno de asombro-. Las cosas no tienen colores. Es mi afectividad que las colorea. Soy yo quien pinta las cosas con la imaginación." Ahora, todo es gris, blanco y negro. Angeline, sobre la cama, parece una fotografía de una revista obscena.
El cura es quien permanece más fiel a sí mismo, sin duda porque lo ayuda el negro de la sotana, que no varía, y el gris del pelo y de la cara. Es un mundo gris, donde la gente gris está sin duda bien ubicada.
– El mundo es para ustedes -le digo al cura, pero no puedo enterarme si me oyó. Hablé, de todos modos, en voz muy baja. Había comenzado a sentirme bien, repentinamente; nada excepcional y, además, sospechaba que no podría controlar durante mucho tiempo este estado de ánimo, lo cual era lamentable. Quizás era esta la calmada desesperanza de que habían hablado aquellos hombres, y me daba una nueva objetividad que me permitía ver las cosas tal como eran; al verme libre de la afectividad todo se volvía gris y, aun Angeline, poco apetecible. Así me era más fácil desproveerme de los deseos, y las cosas dejaban de ser inaccesibles simplemente porque ya no interesaban.
El presunto médico se incorporó y salió de la habitación después de cruzar unas breves frases con el cura. Este se volvió hacia mí, y dio un par de pasos en mi dirección.
– Parece que no hay nada que hacer -dijo, con calma-. Dice el médico que es una leucemia muy avanzada.
Me dio tristeza, a pesar de todo lo que me incomodaba ese viejo, pero al mismo tiempo sentí alivio, porque me estaba sintiendo culpable por haber dejado la ventana abierta. Ahora se mostraba mi inocencia.
La cara del sacerdote no indicaba ninguna pena; en realidad no tenía ninguna expresión particular.
– Otro que se nos va -dijo, con un suspiro, y no pude saber si hablaba en serio o si acudía al lugar común como una broma de mal gusto. Se abrió la puerta y entraron dos hombres de blanco que traían una camilla. Los hombres eran idénticos a aquellos dos oligofrénicos que intentaron llevarse a Abal de mi pieza la primera vez que había entrado, y a los monjes de la capucha gris que me habían llevado a misa. Depositaron al viejo en la camilla y se lo llevaron sin decir palabra. El cura fue hasta la puerta y la cerró. Luego fue hasta la cama y se sentó en el borde, frente a la ventana, de espaldas a Angeline.
– El día recién comienza -murmuró. Yo seguía viendo en gris, pero algo en el tono un tanto triste con que el cura dijo la frase hizo que por un momento notara el color amarillo, dorado de los primeros rayos directos del sol que entraban en la pieza. Sentí que no debía dejarme contagiar por la afectividad de aquel hombre; debía conservar en lo posible mi nueva actitud objetiva que me permitía un descanso de espíritu. Me sentía mejor y quería seguir sintiéndome así, aunque la base filosófica fuese falsa, aunque también ahora siguiera engañándome. Si no felicidad, ver las cosas en blanco y negro me traía paz.
Como si el cura se hubiera dado cuenta y quisiera tentarme, siguió hablando en tono afectivo. Se entabló entre nosotros una especie de duelo. Mi forma de lucha consistía en no participar de lo que él decía, y menos aún de lo que yo mismo pudiera contestarle. Habló de las cualidades de Abal, y yo sabía que, o bien no eran ciertas, o bien no era esa la opinión del cura; y que no debía dejarme engañar y entrar en una discusión, tomando partido.