El viejo se queja otra vez del frío, y le respondo, sin ganas, que de todos modos no cerraré la ventana, y menos aún con ese brasero encendido. Con la manga del saco me limpio algunos trozos de noche que se han pegado a mi frente, delgadas películas negras que al frotarlas se arrugan y se despegan. Siento de pronto un lejano pero muy nítido batir de alas; un aleteo pesado y ruidoso, como una enorme bandada de enormes albatros que se aproximara cansadamente.
Me desentendí del viejo Abal, que ahora subía el tono de su queja, y me pregunté qué significaba para mí la palabra "albatros"; por qué había pensado en esa palabra, y no simplemente en "pájaros grandes", o algo parecido; nunca había dicho, que pudiera recordar, la palabra albatros.
Es un batir perfectamente rítmico; y el aire que desplazan las alas resuena como una infinidad de fuelles accionados mecánicamente, o como la respiración amplificada de una multitud. Asomo la cabeza hacia la calle, para escrutar la noche; a lo lejos, en la noche, veo aproximarse una lenta masa blanca y aleteante. Miro hacia abajo: los carabineros también miran, hacia arriba, y suben lentamente el brazo armado.
– ¿A donde va? ¿Qué hace? ¿Por qué no cierra la ventana? ¡Ah, puta, puta! -sentí que gritaba el viejo Abal a mis espaldas, mientras yo abría la puerta, la cerraba, y subía rápidamente las escaleras hasta el séptimo piso.
Me dio la sensación de que los escalones se hubieran multiplicado, o tal vez los pisos intermedios; los hechos objetivos eran mi velocidad, que me dejaba sin aliento, y el tiempo exagerado que tardaba en llegar a la azotea; finalmente comencé a contar los escalones, pero al pronunciar el número 104 me encontré con que ya había llegado.
Asomé el cuerpo por la puerta trampa, y me hallé nuevamente rodeado por la noche tangible, en la azotea. La masa blanca continuaba acercándose pero todavía no me era posible distinguir los detalles. Sin embargo, el corazón me palpitaba de una manera rara: él tenía una certeza que mí cerebro iba recibiendo con gran lentitud y desconfianza.
Me asomo por encima del parapeto, después de rodear con cuidado las claraboyas y los fosos, y me parece que los carabineros me están apuntando a mí.
Ahora, al mirar la masa aleteante, puedo distinguir las alas que suben y bajan, aproximándose desde mi derecha a una altura no muy superior a la de la azotea. Forcé la vista pero aún los cuerpos no eran nítidos; el sonido, en cambio, se hacía cada vez más preciso y atronador.
A mis espaldas se oyó una voz.
– Hola -dijo, cálidamente. Me doy vuelta y veo a Angeline.
Viste un ropaje amplio y transparente, y está muy próxima. Sonríe con unos labios demasiado pintados de rojo -un rojo imposible, que me hizo acordar al de los malvones a la puesta de sol, o a la sangre-, y la pintura no coincide exactamente con la forma de los labios, sino que los sobrepasa creando la impresión de una boca más grande.
– Angeline -dije, y ella acentúa la sonrisa, en forma provocativa, y me mira intensamente con unos ojos verdes que no recordaba en ella como para hipnotizarme.
– Angeline -repetí. Ella abre los brazos y los estira hacia mí, ondulando lentamente el cuerpo.
Los pechos son más grandes y los pezones rojos, o pintados de rojo, con el mismo color de los labios.
Me invade un deseo terrible.
Doy un paso hacia ella, y de pronto recuerdo a los seres voladores. Me volví, y allí estaban, acercándose. Eran hombres. Piel blanca, desnudos, hombres y mujeres con los brazos cruzados sobre el pecho, tal vez un centenar o más de ellos, que se aproximan en un vuelo horizontal, por sobre la azotea y la calle, los ojos escrutando la noche hacia adelante en el vuelo imperturbable.
Y oí el sonido de sus alas cuando andaban, como sonido de muchas aguas, como la voz del Omnipotente, como ruido de muchedumbre, como la voz de un ejército.
Angeline pegó su cuerpo a mi espalda y sentí que los brazos me rodeaban y me acariciaban. Sentía con toda precisión la punta de los pechos y el calor del vientre.
– Angeline -dije. Ya los seres alados estaban pasando a unos diez metros por encima de nosotros, como si no nos vieran; el ruido era atronador, y las partículas de la noche tangible se agitaban alocadamente, en un torbellino, al ser desplazadas por las alas. Mi cuerpo estaba rígido, y los miraba con ojos fijos, sintiendo la angustia fría circular por mis venas, helarme la respiración. Angeline pasó sus piernas por delante de las mías y las enroscó, trabando mis pies con los suyos.
– ¡Angeline! -grité, y trato de avanzar hacia el parapeto, luchando contra el peso de su cuerpo y contra mi propia rigidez y mi deseo. Son dos pasos los que me separan del parapeto, pero no logro darlos. Los hombres alados siguen pasando, imperturbables, sobre nosotros.
– ¡Angeline! -volví a gritar, y ella aprieta más el abrazo, y aumenta el calor del cuerpo y me lo transmite, y me besa el cuello y las orejas y la mandíbula mientras una mano se desliza sobre mi vientre y alcanza mi sexo; me llega el perfume que emana de su pelo, un perfume intenso de violetas. Forcé mis brazos hacia arriba, en dirección a los seres alados, y los brazos de Angeline volvieron a apretarlos nuevamente, dulcemente, contra mi cuerpo.
Sonó un disparo de mosquete y en seguida otro, como el eco del primero. Uno de los seres cayó a plomo, con las alas bruscamente plegadas, y escuché el ruido sordo del cuerpo contra el pavimento. El resto de la bandada continuó viaje sin parecer advertirlo.
– ¡Angeline! -grité, y me revolví contra ella con toda mi fuerza, liberándome de su abrazo. Corrí hasta la puerta trampa y bajé las escaleras a toda velocidad. Entré a mi pieza y me asomé a la ventana: el cuerpo blanco yacía en la calle, rodeado de un grupo de personas que se habían acercado, y los dos carabineros seguían en la vereda de enfrente.
En ese instante comenzaron a caer los primeros copos de nieve.
Me sentía inmovilizado, incapaz de la menor reacción, aferrando con manos rígidas la barandilla metálica del balcón. Me cruzó por la mente un millar de pensamientos, y entre ellos un odio violento hacia los carabineros y ganas tremendas de matarlos; y ganas de subir de inmediato a la azotea, y levantar vuelo hacia cualquier lugar distante. Pero sigo aferrado al balcón, observando casi desensibilizado cómo la nieve obliga a dispersarse a los curiosos y lentamente cubre al hombre caído y a los carabineros, que siguen erguidos en sus puestos, como maniquíes, blanqueándose lentamente.
Primero fue la nieve lo que terminó con la tangibilidad de la noche, como si los copos fuesen arrastrando las gruesas moléculas y depositándolas en la calle y las veredas bajo una capa creciente; mucho más tarde, la primera claridad que anunciaba el amanecer. Hasta mí llegó, y pensé que quizá hacía tiempo que estaba llegando, un sonido monótono y confuso; era Juan Abal. Lo había olvidado por completo. Yacía siempre en su colchón sobre el piso, y siempre tenía los ojos abiertos y la frente cubierta de transpiración, y noté que sus labios se movían. Estaba delirando.
Muy pocas cosas alcancé a comprender de su monólogo confuso e interminable; me aproximé a su lado, de rodillas sobre el piso, y le oí reprocharme haber dejado la ventana abierta y algunas frases acerca de Angeline, del cura y de los carabineros. De su frente se elevaba una débil cortina de vapor; la fiebre le evaporaba la transpiración. Me asusté.
Fui corriendo escaleras abajo hasta el despacho del cura. No había nadie a la vista, el sillón tras el escritorio estaba vacío. Apreté el timbre nerviosamente, varias veces, y el sonido estridente tuvo ecos impresionantes en el caserón silencioso.
De la piecita contigua salió aquel hombre de bigotes, delgado, que ya había visto fugazmente alguna vez, y me miró inquisitivo, con los ojos hinchados por el sueño. Vestía el guardapolvo marrón y la gorra.
– Hay un hombre enfermo -dije-. En mi pieza, la 24.
– ¿Usted quién es? -preguntó en forma mecánica.
– Ocupo la pieza 24 -respondí-. ¿Dónde está el cura?
– ¿El patrón? Duerme, por supuesto -tomó uno de los libros polvorientos y estuvo buscando en su interior, siguiendo las líneas con el dedo-. ¿En qué fecha fue admitido usted? -preguntó.
– Oh, yo qué sé -dije ásperamente-. Escuche, hay un hombre enfermo, parece muy grave, tiene fiebre y delira.
El hombre cerró el libro.
– Habrá que esperar unas horas -dijo, rascándose la cabeza por debajo de la gorra-. Yo no puedo hacer nada. ¿Usted no tiene aspirinas?
En mi interior se insinuó una especie de cólera que de inmediato se transformó en cansancio, o en algo más grave. Sentía que cada una de las células de mi cuerpo vibraba con suavidad, como cuando a uno se le duerme un brazo o una pierna, y que la mente se me nublaba por completo para lo que estaba sucediendo a mi alrededor; la percepción de las cosas me llegaba exactamente igual, pero en algún lugar del aparato receptor y clasificador se había producido una falla, un cortocircuito, y todo me pareció de pronto irreal, y muy distante, y escasas ideas circulaban con lentitud por mi cerebro.
– Un médico -dije, estúpidamente-. ¿No hay un médico?
– Usted vuelva a su pieza -dijo el hombre-. Ya tomé nota.
Mi conciencia de ese hombre es ahora muy distinta de la percepción que me hace llegar la vista, y no sólo del hombre, sino de mí mismo y de todas las cosas; como si las sintiera, ahora, desde una perspectiva más amplia, y con mayor objetividad. Todo es más pequeño, ridículamente pequeño, el hombre y yo somos pequeños animalitos, y nuestros movimientos no obedecen a las motivaciones que creemos, sino que forman parte de un plan general. Miré hacia la calle y vi a los carabineros. Había cesado de nevar y la nieve se derretía sobre sus cuerpos y en la calle. El cadáver del ser alado ya no estaba allí. Los carabineros me parecieron también muy pequeños y distantes.
– Voy a buscar un médico -dije, y en forma automática dirigí mis pasos hacia la puerta, la traspuse, e intenté caminar hacia la derecha; oí un estruendo y algo pasó rozándome casi la nariz; sobre la pared a mi derecha, junto a una ventana cerrada, se abrió un tremendo boquete. Un segundo estruendo y algo se derrumbó a mis espaldas.
– ¡Los carabineros! -pensé, aterrado, y mientras volvían a cargar sus mosquetes entré corriendo al Asilo a toda velocidad.
Me siento de nuevo muy ágil y lúcido, mientras subo los escalones de cuatro en cuatro. He recuperado mi sentido habitual de las cosas. En mi pieza está Angeline, en cuclillas junto al colchón de Abal, atendiéndolo. Ha llegado la palangana con agua, y allí remoja de vez en cuando un pañuelo que le coloca en la frente. Ella está vestida de igual modo que en la azotea; puedo ver perfectamente su cuerpo desnudo bajo esa especie de camisón transparente, y aunque comprendo que el momento no es adecuado, no puedo evitar desearla.