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Entonces le respondía afirmativamente, mientras por dentro me sonreía y formaba como una coraza a mi alrededor, contra la cual las palabras chocaban y patinaban o, mejor, un filtro que tamizaba las palabras y las hacía llegar a mí en forma aséptica, desprovistas de significación.

Así estuvimos largos minutos, y quizás él, si había comprendido mi actitud y si realmente buscaba modificarla, decidiera cambiar el sistema de ataque, eligiendo ahora uno mucho más peligroso para mí, no sé, en realidad, si eran estas sus intenciones; de todos modos, tuvo su resultado.

Con movimiento que pareció casual se volvió ligeramente hacia Angeline y la contempló, por encima de su propio hombro.

– Buena chica, Angeline -dijo, y con la mano derecha levantó el camisón unos centímetros, llevándolo por encima de la cintura, y posó en ella su mano grande y vellosa. Luego la acarició con lentitud. Angeline, aparentemente sin despertarse, hizo algunos movimientos que ayudaban a las caricias. Sentí una oleada de celos y de odio que surgió en forma violenta de mi interior, y fugazmente aparecieron todos los colores, vibrando en las cosas, y algo se agitó en mi espalda: las alas, y tuve que hacer un enorme esfuerzo para evitar que se desplegaran y me hicieran subir de golpe y pegar contra el techo. Respiré hondo. El cura volvió hacia mí una cara que me pareció sorprendida, como si lo hubiese tocado la oleada de odio que surgía de mí y que yo sentía extenderse por la pieza. Pero no hizo ningún comentario y se levantó despaciosamente de la cama, en dirección a la puerta. Las cosas habían vuelto a perder el color y me sentí más seguro de mí mismo; de vez en cuando asomaba algún rojo, o algún verde, pero lograba contenerlo.

– Otro día, otra jornada -dijo el cura, y se fue, cerrando la puerta. Angeline se desperezaba en la cama.

– ¿Y Juan?-pregunta.

– Se lo llevaron -digo-. Parece que es grave. Leucemia.

No pareció preocupada, ni apenada.

– ¿Qué hora es? -pregunta, sentándose en la cama y echando la cabeza hacia atrás.

– No sé -digo-. Las ocho, las nueve. No sé.

– ¿Hoy no hay misa?

– Parece que no -respondo-. Debe ser un poco tarde, ya. Quizá la hayan suspendido, por este asunto de Abal. El cura estaba aquí, recién se va…

Angeline se levanta y cruza la pieza en dirección al baño.

– Me voy a duchar -dice. Anda lentamente, con la cabeza inclinada, como si aún tuviera mucho sueño.

– ¿Te quedarás conmigo, luego? -pregunto, tratando de no mostrar ansiedad. Se detiene en la puerta del baño y me mira largamente.

– Sí -dice al fin-. Vamos a empezar de vuelta, de otra manera. Me quedaré. Pondré cortinas en la ventana, y cuadritos en las paredes. Necesito un hogar.

Cierra la puerta.

No puedo imaginar si habla en serio; sospecho que sí, aunque las palabras sonaban a burla en mis oídos. De cualquier modo, ella había pasado a ser algo secundario. Era gris; y si yo podía controlarme durante un tiempo más, si lograba llegar hasta la noche sin comprometerme emocionalmente con nada, podría irme de allí, podría volar sin dolor, abandonar sin pena ese lugar ingrato, esa ciudad ingrata.

Del baño llegó ruido de agua que corre y luego la voz de Angeline, que entona una canción. Habla de prados y campiñas, creo, aunque no puedo entender la mayor parte de las palabras. Me tiendo en la cama, con idea de descansar los músculos, pero las sábanas conservaban el calor del cuerpo de Angeline y de inmediato me llega su perfume de violetas, un tanto arranciado y mezclado con el olor de la transpiración; me resulta excitante, y hago un esfuerzo y vuelvo a levantarme. Ocupo la silla-.

Se abrió la puerta y entró Juan Abal. Me pongo otra vez de pie, de un salto. Él ha cerrado nuevamente la puerta y apoya la espalda contra ella. Está demacrado, y acusa en los ojos, más que en otras oportunidades, esa pequeña desviación y ese brillo agudo productos de la locura.

Me mira con aire desconfiado.

– ¿Dónde está Juan? -pregunta, y sin darme tiempo a abrir la boca se responde él mismo-: Se lo llevaron. Usted permitió que se lo llevaran.

– ¿Quién es Juan? -pregunto, porque ya no entiendo nada; pensaba que Juan era Juan Abal.

– Juan Abal -responde-. Mi hermano Juan Abal. Yo soy Pedro -me tiende la mano, recordando que quizá no habíamos sido presentados-. Pedro Abal, hermano de Juan. Él me habló mucho de usted. Me decía que usted no lo quería, que siempre trataba de entregarlo. Sin embargo, Juan le tenía afecto… Esperaba mucho de usted. ¿A dónde lo llevaron?

– Está muy grave -respondí-. No sé a dónde; vino el médico, dijo que tenía una leucemia muy avanzada…

Pedro rió sin ganas (si es que era Pedro; yo seguía viendo a Juan Abal).

– ¡Leucemia! Y usted les creyó… ¿Usted piensa que una leucemia puede diagnosticarse así como así? Mi hermano Juan -explica- tiene frecuentes ataques de una fiebre tropical. Algo crónico, de todos modos no es grave.

Esto me suena lógico. Me doy cuenta de que he aceptado el diagnóstico con absoluta falta de sentido crítico, preocupado más bien por mi problema con los colores. Sin embargo, ¿qué podía haber hecho?

Abal suspiró.

– Han logrado, por fin, llevárselo -dice-. Definitivamente. Esto es un golpe muy rudo para nosotros. Muy rudo.

– ¿Nosotros? -pregunto. Me mira atentamente.

– Es cierto que usted no sabe. No sabe nada. No quiere saber nada. Pero escuche -subió el tono y se me aproximó con aire que me parece amenazante-. Ahora va a tener que participar. Ahora va a entender. Usted es el responsable de que se hayan llevado a mi hermano. Ahora no les va a costar mucho llevarme a mí también, y a los otros. De usted no sospecharán. Tome -mete una mano entre las ropas y saca con cierta dificultad un librito-. Es el único ejemplar que queda. Está escrito por mi hermano. Allí está todo. Léalo. Salga de aquí y difúndalo. Esa es su misión.

Tomo el librito. Es un folleto muy pequeño, impreso probablemente a mimeógrafo, que se llama, nada menos, "TODA LA VERDAD "; y más abajo decía; "Por Juan Abal, catedrático de Filosofía de la Universidad de París". Luego venía el símbolo dibujado, algo con ruedas dentadas y serpientes entrelazadas.

– No se deje atrapar-, si se enteran de que usted tiene un ejemplar lo perseguirán implacablemente. Pero léalo. Léalo en profundidad. Se sentirá obligado a difundirlo. Hay que terminar con ellos. Con todos ellos. Léalo.

Abrió la puerta sorpresivamente, sacó la cabeza al corredor y miró en ambas direcciones. Luego, sin agregar más nada, salió y cerró la puerta con suavidad.

Estuve unos instantes contemplando el libro, sin animarme a abrirlo. Por un lado sentía gran curiosidad, y por otro tenía miedo de verme comprometido; de todos modos, pensé, ya por el hecho de tener el libro en mis manos, de haberlo aceptado, me veía de alguna manera comprometido; y lamenté haberlo hecho.

Del baño llega todavía el ruido de la ducha y la voz de Angeline, que de pronto se hace más aguda y entrecortada, sin duda porque se estará duchando con agua fría, y luego cesan los sonidos. Me siento en la silla y abro el libro, pensando que de cualquier manera esta noche habré de partir. No sé lo que haré con el libro, aunque lo más seguro es que no habré de llevarlo conmigo. Decido no sentirme culpable por haberlo aceptado, y desentenderme por completo de Juan (o Pedro) Abal (o de ambos, si existían los dos).

En la primera página había un prólogo del propio Juan Abal, que resumía en algunas líneas aquella historia que me había contado sobre sí mismo. Intentaba darle un tono trascendente, y prometía que en las páginas siguientes habría de ser revelada "toda la Verdad, para que nadie pueda llamarse nuevamente a engaño". En la página cinco comenzaba el texto, que repetía el título "TODA LA VERDAD " y más abajo, con letra un poco más pequeña: "Manual de Orientación Cósmica". Me sentí vivamente interesado, y comencé a temer que Angeline saliera del baño y me sorprendiera con el libro; aunque ella y Abal parecían muy compinches, no podía estar seguro de nada con respecto a toda esa gente, y temía verme envuelto, ya, en la persecución que, según el supuesto Pedro Abal, habría de sufrir a causa del libro. Leí algunas líneas del texto, que comenzaban, nuevamente, prometiendo descorrer los velos de todos los misterios, y haciendo un esfuerzo lo cerré y lo guardé en el bolsillo posterior del pantalón. Luego comencé a pasearme nerviosamente por la pieza, esperando a Angeline.

Me doy cuenta de que las cosas han retomado sus colores habituales, y lo interpreto como un mal síntoma, como un debilitamiento, pero en adelante me fue imposible readquirir la visión en blanco y negro. Pensé que el interés por el libro, la ansiedad por leerlo, o el temor de las consecuencias del compromiso adquirido, o todo ello junto, me habían devuelto la visión habitual.

Y pensé que todos los cambios que se operaban en mí eran el desenlace de emociones muy intensas; y al no poder mantener esas emociones, o el estado de ánimo que ellas provocaban, me resultaba también imposible que esos cambios fuesen permanentes.

– No puedo continuar por ningún camino en línea recta -pienso-. Siempre me desvío sin llegar a ninguna parte. Nunca he de llegar a ninguna parte.

Angeline salió del baño. Aparece fresca y atractiva, con un atractivo más sano ahora que ha perdido la pintura exagerada de labios y pechos. Al mismo tiempo tiene una expresión agradable, en la cual no advierto como hasta ahora, un rechazo hacia mí. Pienso que debo afirmarme en la idea de partir esta noche, lo que me ayudará a aceptar cualquier forma de relación con la mujer, sea favorable o no, satisfactoria o no. Trataré de adivinar qué cosa quiere y hacerle el juego, para no sentirme frustrado nuevamente. Debo aferrarme a la idea de partir esta noche, a cualquier precio.

– Voy a buscar mi ropa -dice. Era cierto que aún llevaba el camisón transparente y amplio-. Luego saldremos a comprar las cortinas y los cuadros.

Intento sugerirle que podemos, antes, acostarnos un rato.

– No -dice-. Me haría sentirme mal. Primero, debemos darle a la pieza carácter hogareño. Cuando estén las cortinas y los cuadritos será distinto. Créeme, quiero cambiar de vida, quiero quedarme contigo para siempre. ¿Vamos?

Hago una seña hacia la ventana.

– Los carabineros -digo-. No puedo salir.

– ¡Oh, los carabineros! -ríe-. Hay otras salidas. Ven, pasaremos primero por el hotel para buscar mi ropa.

No puedo menos que seguirla, extrañado de la poca importancia que le da a los carabineros. Y si hay otras salidas, imagino que también estarán controladas; aunque, recuerdo, frente a la puertita que da a la calle, pasando bajo la escalera y atravesando el lugar de la misa, no había carabineros.

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