– No te enojes -murmuró, con una sonrisa un tanto maligna, y aún los ojos le brillaban divertidos.
– ¿Y ahora? -pregunto-. ¿Qué puedo hacer?
– ¿Qué puedes hacer con respecto a qué?
– Angeline. Si pudiera salir, quizá la encontrará…, o en último caso, a alguna otra; por más que Angeline tiene algo, no sé, preferiría que fuera ella; pero, de todos modos, no puedo seguir encerrado aquí dentro -voy elevando el volumen de mi voz, y su carga de angustia-, necesito una mujer, Angeline, o alguna otra… ¿Recuerda? -de pronto me vino a la memoria una imagen de la tarde anterior-, ¿recuerda a aquélla que pasó por aquí, ayer, mientras usted nos atendía…? La he vuelto a ver, y me parece que quizá…
Movió la cabeza negativamente.
– Es inútil. Te ha sido dada Angeline por mujer, y si te la has dejado robar, no hay nada que hacer con otras mujeres. Hemos pagado un precio exagerado por ella, sabes…
– La semana que viene entraré a trabajar -digo-. Puedo aumentar mi deuda con ustedes…
– Oh, sí, la semana que viene -el cura volvió a reír, pero ahora sin ganas-. Todos dicen lo mismo, la semana que viene…
– Pero yo…
– Sí, tú eres un caso especial, ¿verdad? Todos dicen eso mismo también.
– Pero -estallé-, ¿no hay nada que hacer? Me voy a volver loco. Necesito una mujer, ¿comprende? Angeline, o cualquier otra… Una mujer… Vengo de un viaje largo, un viaje…
– Basta -dijo el cura con calma, levantando una mano-. Veamos. Es claro que no tienes derecho a ninguna exigencia, ¿verdad? Bien; partiendo de esa base, y teniendo en cuenta que eres, por así decirlo, un extranjero, y desconoces una cantidad de cosas de París y sus mundos y submundos… En fin; sin prometerte nada en concreto, puedo decirte que intentaré conseguir nuevamente a Angeline. Que esto quede entre nosotros. ¿Comprendido? Me excederé en mis funciones. No tomes esto como costumbre. Si llegara a conseguírtela otra vez (y repito que no puedo asegurártelo), y ella llegara a escapársete otra vez… ¿Comprendes?
Asentí. Me dio la impresión de que el cura iba realmente a ayudarme.
– Ahora vuelve a tu cuarto, y espera. Veamos lo que puedo hacer.
Agradecí con un movimiento de cabeza y lentamente subí las escaleras hacia el primer piso. Entré al cuarto y me dejé caer en la cama, en un estado de ánimo muy confuso, en el que se mezclaban el desaliento y la esperanza, y un sentimiento de derrota, de humillación ante el cura; en realidad había dicho muchas cosas que no me había propuesto decir, y me había ido enardeciendo solo, creándome falsamente la necesidad de una mujer, necesidad que en todo este tiempo no había sentido; la frustración ante la pérdida de Angeline me había llevado a esa humillante necesidad, que no podía desterrar por más que me lo propusiera; quizá ya no era posible desandar el camino, una vez que se había puesto en marcha ese mecanismo psíquico-sexual que sólo podía satisfacerse mediante una mujer.
Un trozo de viento marrón me acaricia la mejilla. Había retornado el sueño; de un modo distinto, sin buscarlo, se había filtrado sutilmente y había cobrado cuerpo, de forma tal que no llega a sorprenderme -lo que me habría llevado a ponerme en guardia-; como si el viento perteneciera al mobiliario de la pieza. Y la pieza sigue estando aquí, yo tengo los ojos abiertos y veo los muebles y las paredes, y veo el viento, y siento -y ahora también llego a verlos- los granos de arena.
Y me doy perfecta cuenta de estar tirado en la cama, pero al mismo tiempo estoy caminando por una playa desierta; y ahora la construcción (el bar, donde había hallado a la mujer); y sigo de largo hacia un montón de gente que se ve -muy pequeña- en la distancia. No es fácil llegar hasta allí; la arena se hunde cada vez más bajo mis pies, y me da la sensación de estar siempre en el mismo sitio; noto que recorro una cierta distancia, y me siento cansado de caminar, pero la distancia que me separa de aquella gente parece no variar en absoluto. Y el viento marrón y caliente sigue acariciándome el cuerpo, ahora como cortinados transparentes y blandos, aunque no ha perdido esa calidad esponjosa ni su tacto material.
Había olvidado cerrar la puerta con el pasador. Entró Juan Abal sin llamar. Primero asomó una cabeza inquisitiva y, al verme allí sobre la cama, entró rápidamente y cerró la puerta. Me sonrió con familiaridad.
– Me atraparon -dijo, estacionándose en el centro de la pieza, de pie, con las manos detrás de la cintura.
– Ah, sí -digo, haciendo un gran esfuerzo, porque finalmente me estoy acercando al grupo de gente en la arena, que ya no era playa, sino desierto; el mar se había ido alejando sobre la derecha y sólo se veía la arena, el sol, el viento y la gente. Son árabes, y el viento se confunde con sus largos ropajes que también ondulan. Forman un círculo, y logro ver detrás algunos camellos.
– Pero volví a escaparme -dijo Abal, como hablando de un tema intrascendente.
– ¿Y Angeline? -pregunté.
– ¿Qué le pasa? -preguntó a su vez, sin responderme-. ¿Está drogado? -mi voz, en efecto, salía con dificultad, y me costaba articular las palabras; debía manejar dos situaciones al mismo tiempo.
– No -dije-. Un malestar pasajero. ¿Angeline?
– Oh, no sé -dijo, encogiéndose de hombros-. Pensé que estaba con usted. Ayer volvió a bajar en seguida, apenas me atraparon en la escalera.
Un árabe se me había aproximado y levantaba una mano, a manera de saludo. Yo respondí con el mismo ademán. Luego le hice una pregunta en un idioma desconocido, que yo pensé que era árabe, aunque lo desconozco por completo; de todos modos el sentido de la pregunta era acerca del lugar en que me encontraba, y cómo salir de allí, hacia alguna ciudad.
El árabe sonrió sin comprender y soltó un torrente de palabras también incomprensibles. Los otros se fueron acercando, con curiosidad.
Abal me habla de algo cuyo comienzo no escuché.
– … dicen que, a pesar de todo, nos van a dar vacaciones para fin de año; pero ya no les creo. Hace tanto tiempo que vienen haciéndonos promesas que jamás cumplen… ¡Eh! ¿Qué le pasa?
Yo me levantaba de la cama. Me costaba muchísimo moverme con cierta coherencia, y mi cuerpo adoptaba posiciones poco usuales.
– Nada -respondí-. Ya va a pasar.
Me aproximé al árabe que tenía ante mí y le apoyé las manos en el pecho. Sentí que mis dedos tocaban la tela de su ropaje, y la carne y los huesos debajo. El árabe se mostró sorprendido, y retrocedió unos pasos, llevando la mano a la cintura. Yo hice un ademán tranquilizador, y volví a hablarle en ese idioma desconocido, queriendo decirle que había sentido necesidad de tocarlo porque no sabía si era real.
También me aproximo a Abal, y apoyo las manos contra sus hombros. Toco tela y siento la carne -más blanda- y los huesos debajo. La cara de espanto del viejo me desconcierta: pienso en la situación, que sin duda es para él inexplicable, y me ataca una risa incontenible. Abal permanecía rígido, en su sitio, con los ojos muy abiertos. Me dejo caer al suelo, doblado en dos de risa, sin poder parar; por el contrario, la situación se me antoja cada vez más cómica. Afortunadamente el sueño se ha desvanecido, quizá gracias a la risa; pero la risa es otro problema, no sé cómo salir de ella. Los ojos se me llenan de lágrimas que me corren por las mejillas, y comencé a temer por mi razón. Percibía cómo mi mente se estaba moviendo en una zona oscura, desconocida, y sabía que si no dejaba de reír me quedaría para siempre en esa zona, sin regreso.
Abal procedió de la manera más correcta; sin tomarse el trabajo de levantarme del piso, se aproximó y me tiró un puñetazo que chocó dolorosamente contra mi mandíbula. No perdí el sentido, pero me sacudió, y me cortó la risa de inmediato.
– Gracias -dije, cuando más tarde mi respiración se normalizó. Cierro los ojos-, al abrirlos veo al viejo sentado en una silla, junto a la puerta, observándome en silencio y con calma. Me froto la mandíbula y me pongo de pie.
– Esta mañana me pareció verlo -dije, acercándome a la ventana; allá abajo seguían los carabineros-. En una especie de jaula.
– Se me parece, ¿verdad? -dijo-. En realidad es mi hermano Pedro. Apenas un año menor que yo.
Me sonó totalmente falso; sin saber por qué, adquirí la total convicción de que era él a quien había visto tras los barrotes. Y que no existía ningún hermano. De todos modos no me importaba en absoluto; había hecho esa observación nada más que por decir algo. Me sentí impresionado por esta personalidad de Abal, muy distinta a la del día anterior; hoy estaba sereno, y con cierto aire zumbón que nada tenía que ver con la manía persecutoria que le había conocido; y tampoco parecía necesitar especialmente de mi presencia, se comportaba como un visitante amable y casual que habría de retirarse en cualquier momento.
No quiero hablarle de la escena de anoche en la azotea, de Angeline y los perros; sospecho que él está íntimamente ligado con todo aquello, y que debo mantener ante él una actitud ambigua.
– Un viejo zorro, Pedro -sigue hablando del supuesto hermano-. Tendría que oírlo cantar canciones picarescas, acompañándose él mismo con una guitarra… Es la oveja negra de la familia-, mientras todos nosotros (seis hermanos, imagínese usted, además de Pedro) seguimos una carrera, aceptando los sabios consejos de nuestro padre, que era Agrimensor, él, en cambio…
La puerta se abrió violentamente y entró Angeline, cortándome el aliento.
– Aquí me tienes -dice, con enojo; está sofocada y tiene el rostro contraído, como si sufriera un gran disgusto. Cerró la puerta y dejó la cartera sobre la mesita, y de inmediato comen/ó a desvestirse, sin dejar de hablar-. Parece que no habrás de dejarme en paz, nunca -y la mayor parte de las palabras se me perdían, porque hablaba con mucha rapidez y utilizando exageradamente el argot-. Una no puede tener un instante de distracción, y ya está ese cura buscándola, por orden del señorito. ¿Qué te piensas? -el enojo que mostraba y la rapidez y la despreocupación con que se iba desvistiendo me inhibían la excitación que procuraba insinuarse-. ¿De modo que el señor necesita una mujer? Bien, aquí la tiene. Vamos, sube.
Ya estaba desnuda por completo y se había tirado nerviosamente en la cama, todo a lo largo, con una pierna un poco recogida, doblada sobre la otra. Se pasó las manos a lo largo del cuerpo y movió la pierna recogida, haciéndola oscilar con impaciencia.
– ¿Y bien? -me urgió. Yo señalé a Abal.
– Tiene que irse -dije-. ¿No te parece?