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– Oh, no será la primera vez que vea algo así -comentó el viejo con displicencia, las manos a la espalda, restándole importancia al asunto, aunque noté que tenía la mirada fija en el cuerpo de Angeline.

– Vamos, déjate de tonterías -dijo Angeline, en el mismo tono fastidiado.

– De ninguna manera -respondí. Y dirigiéndome a Abal-: Vamos, tiene que irse.

– No lo dice en serio, ¿verdad? -preguntó, adoptando el tono compungido de la tarde anterior; imaginé que a continuación hablaría de sus enemigos, y en efecto así lo hizo-. ¿No estará tratando de arrojarme en brazos…?

– ¡Basta! -exclamé con ira-. ¡Basta! Yo no trato de arrojarlo en brazos de nadie; pero debe irse de aquí de inmediato o le devolveré el golpe en la mandíbula.

– Mira, Juan -se oyó la voz conciliadora de Angeline, como si estuviera hablando de un niño con otro adulto-, será mejor que te encierres en el baño mientras el señor termina su trabajo; no sigas discutiendo, porque es evidente que será inútil.

Antes de que yo tuviera tiempo de dar o no mi aprobación, el viejo Abal fue hasta el baño con paso que quería mostrar resignación pero que, al mismo tiempo, era demasiado veloz, y se encerró por dentro.

– Espero que no salga de improviso -dije- y menos aún que mire por la cerradura.

– ¡Oh, vamos! -se quejó Angeline-. ¡Cuántas vueltas tienes, Dios mío!

Me quité el saco, y los pantalones; evité quitarme la camisa porque de pronto recordé las alas; y aunque muy probablemente Angeline me hubiese visto volar la noche anterior, sentía la necesidad de guardar el secreto; de todos modos no tenía la certeza de que me hubiese visto, y la verdad es que la noche había sido bastante oscura. Me tiendo a su lado y comienzo a acariciarle el cuerpo, con manos un tanto temblorosas, y trato de disfrutar de estos momentos en toda su intensidad, pero la presencia de Abal en el baño (sigo sospechando que espía por el ojo de la cerradura) no me permite actuar con naturalidad.

– Bueno, vamos, sube -me urgió Angeline, quebrando mi escaso bienestar-. ¿Crees que tengo todo el día para ti? Vamos, vamos.

No es, de ningún modo, una escena ni parecida a lo que había esperado. Me echo sobre su cuerpo con muy poco entusiasmo. Ella comienza a moverse de inmediato con un ritmo mecánico, sin participar en absoluto de lo que sucede. El placer que puede estar produciéndose en mi piel es bloqueado en su mayor parte por la presencia de Abal -casi puedo sentir su mirada en mi nuca- y por el trato despectivo de Angeline, que no imaginaba en ella, y que incluso me habría mortificado en una prostituta cualquiera. Me aprieta ciertos lugares de la cintura, próximos a la columna vertebral, con lo que consigue provocarme rápidamente el orgasmo. Y sin dejar siquiera que mi respiración retorne a su ritmo normal, me empuja a un costado y se sienta en la cama. Recogió sus ropas y fue hasta la puerta del

baño; allí golpeó ligeramente y el viejo Abal le abrió en seguida. Ella se metió adentro, y la puerta volvió a cerrarse sin que Abal saliera.

En forma creciente me fue ganando la desesperación. Me torturo con imágenes y pensamientos que rebusco en mi mente o que, tal vez, surgen solos. Hago un recuento de las frustraciones sufridas; imagino a Angeline entregándose gozosamente al viejo Abal en la bañera; recuerdo con precisión, recreándola, la escena de anoche, con los perros; recuerdo claramente a la mujer que esta mañana se me ofreció en la calle, y a quien desprecié por buscar a Angeline; recuerdo la promesa de volver que me había hecho ayer aquella supuesta prostituta, y la formulación un tanto humorística de esa promesa, que la negaba; y el tiempo sigue pasando con aquellos dos encerrados. Mi insatisfacción crece y el deseo me corroe, ahora, mucho más que antes.

No llegaba ningún sonido. Resolví levantarme, y me vestí apresuradamente. Luego golpeé la puerta del baño.

Me sorprendió que abrieran de inmediato.

– ¿Qué pasa? -preguntó Abal. Angeline estaba sentada en el borde de la bañera, completamente vestida.

– ¿Qué están haciendo? -pregunté.

– Conversamos -dijo Abal, aparentemente extrañado de mi pregunta.

– ¿Acaso no podemos conversar? -intervino Angeline, agriamente-. ¿También quieres echarnos de tu baño? ¿Por qué metes las narices en todas partes?

– Oh, está bien -respondí, y volví al cuarto. Evidentemente mentían, ya que si hubiesen tenido alguna conversación yo los habría escuchado; a menos que se hablaran al oído, a un volumen tan bajo que no llegara hasta mí ni un susurro.

Volvieron a encerrarse. Trato de desentenderme de ellos, pero recordando las palabras del cura me asalta la idea de reivindicar mi propiedad sobre esa mujer. Cierro con llave la puerta del cuarto y guardo la llave en el bolsillo, cuando salgan del baño podremos discutir o no el asunto, pero tengo el firme propósito de no dejarla escapar otra vez. Voy hasta la valija y la abro. Tenía intenciones de cambiarme de traje. Pero la valija está llena de ladrillos.

Me desplomé en la silla. Había perdido, realmente, todo lo que poseía. No sólo el traje, sino la documentación y otras cosas muy importantes. Y un libro. Una lapicera. Y lo demás.

Siento que es un golpe grande, quizás el más grande recibido en París, a pesar de que no puedo decir que me haya ido muy bien en las pocas horas que han pasado desde mi llegada. Me invade de nuevo todo el cansancio del viaje en ferrocarril, como si aún estuviera en el duro asiento, moviéndome con el moliente traqueteo a través de los siglos, interminablemente, cubriéndome de polvo y desesperanza, olvidándome de todos mis propósitos. Una memoria que se fue sepultando a sí misma, devorando paisajes monótonos -que más bien parecían un telón que girara eternamente sobre un eje, un telón pintado con árboles y campiñas y estaciones de pueblo todas iguales entre sí-; y ahora siento como si mi identidad hubiese estado no en las células de mi cerebro o de mi cuerpo, no en la memoria, sino, lo siento, allí, en la inerte valija de cuero que he perdido. Quizá le atribuyo a la pérdida una importancia exagerada, pero así lo siento, como si la valija fuese la única cosa que me mantenía ligado a mí mismo. No tanto por el libro, ni por los documentos, ni menos, aún, por el traje, como por las otras cosas, o quizá por todo el conjunto, o quizá, nada más que por la responsabilidad de llevar algo en mis manos, de tener alguna cosa para cuidar. Ahora no me queda nada. Angeline… Angeline no tiene resonancias. Ya no me interesa retenerla. Aún permanecía encerrada con Abal, y no sé cuál será mi actitud cuando intente salir de la pieza.

¿Cuándo se había producido el cambiazo? En la estación, probablemente, cuando sentí más pesada la valija al levantarme del asiento. O quizás allí mismo, en el Asilo. El cura había prometido quitármela. De cualquier manera, ya no tiene importancia.

Pensé en la noche, que se va aproximando muy lentamente. Recién es mediodía; parecen interminables las horas que todavía faltan para que pueda extender las alas y descansar en el cielo oscuro, sobre la ciudad y sobre los campos.

Y siento, también, la necesidad urgente de volver a hacer un viaje en ferrocarril. No sé hacia dónde. Pero es evidente que me he equivocado al venir a París.

Ahora que no tengo la valija, se me ocurre que puedo viajar utilizando las alas. Ahora que no hay nada que me ate a ningún sitio. En cualquier parte estaré igualmente desprovisto -desprovisto, casi, hasta de mí mismo. Pero el problema es: a dónde. Hacia qué lugar, a qué ciudad, a qué país dirigir mi vuelo. Sé que no hay distancia que no pueda cubrir en una noche. Pero ¿hacia dónde?

No importa; quizás, el error está allí, en planificar. Quizá sea mejor dejarme llevar por la inspiración del momento, dejarme caer en un lugar cualquiera y esperar allí el amanecer. Lejos de París. En el otro extremo de la Tierra. En cualquier parte. Volar con los ojos cerrados y posarme, de pronto, donde el corazón lo indique.

Tuve una duda, fugaz e intensa, que luego me hizo sonreír. Me llevé las manos a la espalda. Sí; las alas siguen allí, achatadas, sobresaliendo apenas de la espalda. Suspiré aliviado.

Me levanté de la silla y fui hasta la ventana. Evidentemente recién era el mediodía. Sentí que la impaciencia me devoraba. Estuve tentado de bajar y desafiar a los carabineros, echar a correr por la calle en cualquier dirección, pero me contuve. Así no pasaría más rápido el tiempo. O tal vez sí, pero no vale la pena correr el riesgo.

Tampoco me atreví a aventurarme en otro sueño, incluso trataba de mantenerme alerta para no ser sorprendido de nuevo. Tenía la oscura seguridad de que la próxima vez no volvería a salir de él. "Aunque -pensé- no veo que haya mucha diferencia con la vigilia." Pero no era el sueño en sí mismo, el no poder salir de él, lo que me asustaba, sino la dualidad tan' curiosa que se había dado hacía un rato, el hecho de estar viviendo al mismo tiempo dos realidades palpables y completamente distintas.

Comenzó a sonar una campana monótona, de iglesia, como si recién ahora estuviesen llamando a la misa de esta madrugada. La puerta del baño se abrió de inmediato y salió Angeline, alegremente.

– ¡Por fin! -exclamó-. Estoy muerta de hambre.

Detrás salió Abal, inexpresivo -aunque me pareció que trataba de disimular algo como un sentimiento de culpa con respecto a mí; evitaba mirarme a los ojos, y tenía las manos en los bolsillos.

Angeline fue hasta la puerta y no logró abrirla. Yo me levanté y utilicé la llave.

– Perdón -dije-. Olvidé que había cerrado. Angeline no demostró sorpresa.

– ¿No vienes a comer? -preguntó.

– No -respondí simplemente, mientras ellos salían al corredor. Omití agregar que nunca comía. Por un instante manejé la idea, pero la deseché rápidamente. Si pensaba viajar esa misma noche, con rumbo desconocido, no era momento de volver a crearme un hábito que podría llegar a ser realmente incómodo. Bastaba con la experiencia sexual, que me había arrojado otra vez a un ciclo que ignoraba cuándo y cómo podía terminar. Cerré la puerta, y volví a mi lugar ante la ventana.

Pero tuve una idea repentina; salí al corredor.

– ¡Angeline! -llamé, y me llegó una respuesta poco clara desde algún lugar en los pisos superiores. Subí la escalera, dos o tres pisos, hasta encontrarla, junto a Abal, esperándome en uno de los descansos. Me detuve, jadeante.

– ¿Qué quieres? -preguntó, con desconfianza.

– ¿Tienes aguja e hilo oscuro? -pregunté. Ambos soltaron una carcajada. Angeline buscó en su cartera.

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