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Mi mano tembló al coger la copa; gran parte del contenido se derramó sobre el mantel.

– En realidad teníamos ganas de conversar con usted, no se preocupe por la mancha, es igual.

– Una charla de amigos, si me permite la confianza.

– Distendida.

– Pero beba, beba, hemos encargado algo de comida, nada especial, carnes frías para ir picando, luego podemos irnos a cenar por ahí.

– Soy vegetariano -fue lo primero que dije.

Los españoles se miraron sorprendidos -o tal vez fingiendo una sorpresa que no sentían- y después sonrieron bondadosamente, como si hubiera contado un chiste malo y me lo perdonaran.

– Gastón -ordenó uno de ellos cuando el camarero entró con dos bandejas repletas de pedazos de jamón, costillitas troceadas y diversas clases de queso-, trae nueces y almendras para nuestro invitado.

Quise protestar pero me lo impidió con una mano arrugada y pálida.

– No te olvides del maní, Gastón -dijo cuando el camarero ya había desaparecido.

El moreno se aflojó el nudo de la corbata y me sonrió, el otro se había abalanzado sobre una de las fuentes y tragaba grandes pedazos de queso que apuraba con sorbos de vino sin mostrar el más mínimo decoro.

– Señores -dije manteniendo la copa a la altura de la nariz, como si oliera el contenido-, la verdad es que no he venido para comer.

Los españoles rieron con entusiasmo no exento de simpatía; el que comía se atragantó, brindó por mí y siguió ocupado con las bandejas.

– ¿Sabe una cosa? -dijo el moreno-, no tengo ni idea de cómo se llama el camarero, a todos les decimos Gastón y cuando uno acierta, es decir cuando uno llama Gastón a un verdadero Gastón, el otro paga la comida, ¿entiende?

– No, no entiendo. Con ese sistema no puede haber ganador. -El moreno me miró interrogante-. Si usted y su amigo llaman indistintamente Gastón a todos los camareros es evidente que ambos ganan o que ambos pierden. Uno debería llamarlos Gastón y el otro… Raoul.

El moreno pensó durante un instante y luego asintió repetidas veces.

– Tiene razón. Nuestro sistema tal vez es demasiado perfecto. Usted sin duda ha leído a Newton, claro.

No contesté.

– Sabemos que piensa atender a Vallejo -dijo con voz triste el flaco.

Lo observé a través de la copa de vino: una anguila roja, lenta, que se chupaba los dientes y bebía con falsa parsimonia.

– ¿Es ése el motivo por el que me siguieron anoche?

– Hemos ido a buscarlo a su casa, dos veces -sonrió obsequioso-. Sabemos dónde vive, monsieur Pain. ¿Qué interés podríamos tener en seguirle?

– Es verdad. Pero si no fueron ustedes debieron ser dos compatriotas suyos.

– ¿Cuándo? -Su interés parecía sincero.

– Ayer por la noche, después de nuestro encuentro en las escaleras.

Los españoles parecieron meditar durante unos segundos.

– Vaya, vaya… En fin, es irrelevante, ¿no? Una coincidencia, porque lo cierto es que no fuimos nosotros. -No lo dijo muy convencido-. Pero vayamos al punto central.

– ¿El punto central?

– El bien común -dijo-. O el sentido común, como usted prefiera.

El moreno tragó un par de píldoras que extrajo de una cajita niquelada. La cajita era casi plana y devolvía transformada en extrañas figuras la luz que chocaba contra ella. Nunca había visto un objeto semejante. Sentí alivio cuando la volvió a guardar en el bolsillo interior de su chaqueta.

– Ya puede adivinarlo -dijo-, queremos que se olvide de todo, de Vallejo, de su mujer, de nosotros, de todo.

Pasé los labios por el reborde de la copa. No podía pensar. La situación era, cuando menos, estrambótica. Hay que mantener el control, me dije. Bebí. Un trago largo con la vana esperanza de serenarme.

– Nuestra petición -recalcó la última palabra- no entraña, por supuesto, menosprecio alguno por sus facultades. Es más, puedo asegurarle aquí mismo, y mi compañero no me dejará mentir, que siento una gran admiración por la eficacia con que usted se desenvuelve dentro de su campo. Por cierto, un campo muy amplio, me atrevería a decir que ignoto para la mayoría de los mortales, ¿no es así?

Asentí con la cabeza y acto seguido me sentí despreciable.

– Pero con Vallejo no tiene nada que hacer. Por el bien común.

– El bien común -suspiró el otro-, una bonita definición, el bien suyo y el de todos… La armonía… El equilibrio… Las esferas estabilizadas… Los túneles vueltos a rellenar… Las sonrisas…

Iba a protestar que no entendía una palabra de todo aquel galimatías pero decidí que era mejor callar. El moreno, recostado contra el respaldo bermejo del sillón, no me quitaba los ojos de encima; su mirada, no obstante, no era de amenaza sino más bien de curiosidad. Me estudiaba. Ignoro por qué, esto me dio ánimos. En un impulso insensato llené otra vez la copa y bebí, casi con esperanza.

– ¿Ha sido Lejard quién los ha enviado?

– Es una pregunta que no vamos a contestar -suspiró el flaco-, en realidad, se lo aclaro con toda franqueza, no vamos a contestar ninguna pregunta, a menos que sea estrictamente imprescindible para llevar a feliz término nuestro trato con usted.

– ¿Un trato?

– Ya se lo hemos dicho, que olvide que existe Vallejo, la Clínica Arago, etcétera, y nosotros, para no ser menos, olvidaremos este sobre.

Con pereza, también con una falsa y estudiada fanfarronería, el moreno dejó caer junto a la botella un sobre alargado, marrón oscuro, como los que daba el Banco de París diez años atrás. Dentro había más de dos mil francos.

– ¿Pero por qué?

Admonitorio, el dedo del flaco trazó un jeroglífico en el aire, separándonos.

– Sin preguntas, recuérdelo.

No cabía duda, aunque hubieran presenciado aquella tarde la escena entre Lemière y madame Vallejo, los españoles aún no sabían que yo estaba completamente desligado del asunto. Lemière se hacía cargo de todo; él y su equipo médico y Lejard; era de imbéciles pagar para que me desentendiera de algo con lo que no podía tener ninguna relación. De muy lejos llegaron los acordes de un tango. La risa cristalina de una mujer. El murmullo apagado de unas voces, algunas risas aisladas, aplausos. Escuché la voz de un presentador que decía: Alan Monardes en persona tocará para ustedes…

– Esto es una locura.

– De acuerdo, pero una locura que a usted no perjudica en nada, al contrario, con los tiempos que corren nunca están de más unos ahorrillos…

Están locos, pensé, pero el dinero era auténtico, estaba allí, esperando que lo tomara y lo introdujera en mi billetera. Por primera vez no tuve miedo.

– Este es el soborno más raro del que tengo noticia -murmuré. Por descontado, no lo entendieron.

El flaco sonrió sin darle importancia.

– Llamaremos a Gastón -dijo mientras apretaba el timbre- y le encargaremos otra botella de vino. La noche es joven todavía.

– La noche es joven siempre -corrigió el moreno.

– ¿Monsieur Rivette?

– Ah, Pierre Pain.

– Le hablo desde el café de Raoul, debe ser tardísimo.

– Es igual, no se preocupe, no estaba dormido.

– Creo que estoy borracho, necesitaba… hablar con alguien de confianza, querido monsieur Rivette.

– Usted dirá en qué puedo ayudarlo.

– Esta noche he cometido un acto abominable, repugnante…

– …

– He aceptado un soborno…

– ¿Usted?

– Es verdad, parece difícil pensar que haya en el mundo seres capaces de sobornar a un pobre diablo como yo.

– No he querido decir eso, Pierre, calma, se encuentra demasiado nervioso.

– ¿Y cuántas veces me ha visto nervioso, monsieur Rivette? Haga memoria…

– Pero, Pierre, no se trata de eso, la naturaleza humana es insondable, ¿se acuerda de Pleumeur-Bodou?

– ¿Qué dice?

– Pleumeur-Bodou.

– Dios mío, hacía años que no pensaba en él. Supongo que alguna vez fuimos amigos.

– La voluntad de olvido, la magia. Pleumeur-Bodou rara vez se ponía nervioso, ¿recuerda?

– Se suicidó…, ¿no?

– No. Hace más de un año que está en España. Cada cierto tiempo recibo una carta suya. Le gusta rememorar épocas pasadas.

– A mí no. No demasiado. Prefiero aceptarme o aguantarme tal cual soy. ¿Pero por qué ha mencionado a Pleumeur-Bodou?

– No lo sé, creo que estaba pensando en él… y en usted.

– ¿Hoy?

– Toda la tarde. Ya sabe, los viejos nos entretenemos con los tiempos idos. He estado revisando una carta astrológica que les hice a ambos.

– ¿A Pleumeur-Bodou y a mí? Nunca me lo dijo.

– Fue una nimiedad. No se preocupe. En fin, ¿qué me decía de un soborno?

– He aceptado uno. Me he dejado corromper.

– Quiere usted decir que ha aceptado dinero…

– Exactamente. Me han dado dos mil francos y me han emborrachado, luego hemos presenciado el espectáculo de una miserable orquesta de tango y hemos seguido bebiendo. ¡Incluso comí carne! ¡Un jugoso bistec argentino!

– Pierre…

– Y no fue contra mi voluntad. Quería saber. Me quedé por eso: por curiosidad. En realidad, estimado monsieur Rivette, me han pagado para que no haga algo que ya de antemano no podía ni iba a hacer. Pero, atención, ellos no lo sabían. Lo que sí sabían, y al parecer horas antes de que yo mismo fuera informado, era que me iban a pedir que me encargara del enfermo en cuestión. Horas antes, ¿comprende?

– …

– Horas antes, cuando yo no sabía ni siquiera que existía mi ex paciente, ellos fueron a verme para impedir que me ocupara del caso. Digo ex paciente aunque en realidad debería decir no-paciente. ¡Nunca lo he visto! Y sin embargo ellos sabían y tomaron las medidas oportunas. Siento que me han tendido una emboscada; se han emboscado en un recodo del camino; pero yo jamás he pasado por ese camino, jamás pasaré por allí. ¿Cómo se puede explicar?

– Siempre hay explicaciones, Pierre, y cuando no las hay es que no puede haberlas, recuerde a Terzeff, aquel pobre muchacho que pretendió refutar a madame Curie.

– Terzeff… ¿No era el amigo de Pleumeur-Bodou?

– Precisamente. Terzeff era el científico, aunque Pleumeur-Bodou no le iba a la zaga. Un muchacho que a primera vista parecía muy brillante. Por supuesto, todas sus teorías eran indemostrables.

– Debe ser el alcohol, no puedo acordarme de nada, hacía mucho que no bebía tanto.

– ¿Recuerda que hubo de por medio una historia sentimental? Terzeff estaba enamorado de Irene, la hija de madame Curie, siempre he pensado que ése fue el motivo para que intentara refutar a la madre.

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