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Al alejarse Lejard, después de una ligera venia que acentuó su sonrisa burlona, debimos de componer sin duda un extraño cuadro: petrificados en el pasillo, sin que ninguno se resolviera a decir algo, cualquier cosa, una observación banal que rompiera el silencio, los rostros orientados hacia un espacio que ya no ocupaba nadie, como si esperáramos que de pronto Lejard volviera a materializarse exactamente allí y procediera a disculparse. Sin temor a equivocarme puedo decir que la sensación de humillación era mucho más fuerte en ambas amigas que en mí. La actitud del médico, pese a su malignidad, no me era desconocida.

Tosí un par de veces, evitando mirarlas, pues me di cuenta de que ellas lo preferían así, y ya estábamos a punto de reemprender la marcha cuando, sin transición, y antes de que tuviéramos tiempo de hacer nada, como una bola de nieve y luego como un alud, por el otro extremo del pasillo avanzó hacia nosotros un grupo compacto de personas vestidas de blanco.

Al llegar a donde estábamos un hombre de pelo revuelto y ojos húmedos se adelantó y cogió a madame Vallejo del brazo, exclamando:

– Ha venido el eminente doctor Lemière.

Sus palabras resonaron como dentro de una iglesia. La luz volvió a decrecer y se me pusieron los pelos de punta: el hombre sólo se había limitado a recitar su latiguillo.

Para acreditar la aseveración un hombrecito gordo en el centro del grupo sonrió a izquierda y derecha, levantó la mano imponiendo silencio y luego la estiró, con dificultad, hasta encontrar la mano enguantada de madame Vallejo.

– Encantado. Acabo de visitar a su esposo. ¡Todos los órganos son nuevos! No veo qué pueda tener en mal estado este hombre. ¿Me permite?

Madame Vallejo siguió al doctor Lemière, sujeta por el codo, hasta el fondo del corredor donde una puerta disfrazaba la naturaleza discoidal del pasillo. Sus figuras, vistas desde mi posición, resultaban empequeñecidas, infantiles. La cabeza blanca del doctor Lemière, que hacía juego con la puerta batiente que le servía de pantalla, ejecutó movimientos cortos y bruscos, afirmando, negando, interrogando; la cabeza de madame Vallejo sólo se movió una vez, en un breve giro que vanamente nos buscaba, como para decirnos adiós.

– Será mejor que nos marchemos -susurró madame Reynaud

Los médicos que acompañaban a Lemière nos observaban con ojos cansados, planos, sin esperanza. Era como ser, de alguna manera, el hombre invisible. Un muchacho alto y bien parecido le hablaba al oído a una muchacha morena y regordeta, de rostro inteligente. Otro sostenía un cuaderno de apuntes y miraba el techo. Detrás de éste había tres que permanecían silenciosos y ecuánimes, con las manos en los bolsillos; a la izquierda un chico rubio se entretenía mirándose la palma de una mano mientras con la otra sostenía un cigarrillo apagado. De espaldas al rubio, el hombre que había presentado a Lemière y que presumiblemente pertenecía a la administración de la clínica escuchaba, casi tocándose las narices, el parloteo de un tipo calvo y de abundante bigote que mantenía contra su pecho por lo menos cuatro enormes libracos de lomos cuarteados.

De entre todos, dos de ellos, los que estaban más apartados del grupo, casi pegados a la pared exterior del pasillo, me parecieron conocidos. Ambos llevaban colgados del cuello sendos estetoscopios.

– Pero debo ver a monsieur Vallejo -protesté en voz baja.

El sonido había desaparecido casi por completo. No supe si había hablado o pensado.

– Ahora no, sígame, se lo explicaré fuera.

Los ojos azules de madame Reynaud parecían agotados, es la blancura, pensé, esta luz artificial.

Me disponía a seguirla cuando capté, apenas una rajadura en el conjunto, una señal de alarma en los rostros de los médicos a quienes momentos antes creí reconocer. Sonreí en dirección a ellos, tal vez aguardando un ademán de su parte que confirmara mi suposición; la impasibilidad que demostraron sólo era comparable a la del resto del grupo. Caminé detrás de madame Reynaud. Recuerdo que ella iba demasiado aprisa y que por el contrario cada paso mío pesaba como si tuviera las piernas de plomo. Finalmente me detuve. La sensación de estar en una galería de arte subió por mis venas hasta conseguir inmovilizarme. Madame Reynaud siguió caminando. Miré hacia el otro extremo, madame Vallejo se había quitado un guante y observaba alternativamente sus uñas y el rostro de Lemière. Equidistante a ambas mujeres, mi postura debía de traslucir confusión, torpeza, pero nadie se fijaba en mí. En ese momento, como acordadas, las luces del pasillo parpadearon. Pensé que ahora sí se iba a producir un apagón. Me pareció que la sombra de madame Reynaud se estrellaba contra la pared. Volví a girar la cabeza: algunos de los médicos alzaron la vista hacia el techo, aburridos, como si el fenómeno no les fuera extraño. La intensidad de la iluminación, después de regularse, decreció considerablemente. Ahora el pasillo poseía una tonalidad sepia y las sombras se alargaban en direcciones imprecisas. Madame Reynaud, los labios entreabiertos como si hubiera pronunciado una palabra inaudible, mi nombre, tal vez, me esperaba en el otro extremo. Por última vez dirigí la mirada hacia el grupo de los médicos. Los dos que creía conocer seguían allí, de alguna manera marginados de los demás, como estudiantes extranjeros, reflexioné.

La palabra extranjeros me dio la clave; comprendí entonces quiénes eran y dónde los había visto y eché a correr hasta estar junto al rostro sorprendido de mi amiga.

– Monsieur Pain, recuerde que estamos en un hospital -me sermoneó.

Fuera había empezado a llover, una lluvia fina que apenas se notaba pero que contribuía a aumentar la soledad de la noche. Madame Reynaud, por cierto, traía paraguas. La calle estaba vacía, como si la gente hubiera optado por permanecer encerrada en sus casas. No me pasó desapercibido el siguiente detalle: toda la iluminación provenía del alumbrado público. ¿Es que la gente permanecía en sus casas con las luces apagadas? Caminamos por la acera tomados del brazo. De improviso, no sé por qué, todo me pareció perfecto. El perfil de madame Reynaud, el repiquetear de la lluvia sobre el paraguas, la sensación de aventura, mínima pero compartida.

– El doctor Lemière es un médico famoso, al menos eso es lo que me dijo ayer madame Vallejo. Parecerá una coincidencia, pero precisamente ayer madame Vallejo me confió que era muy difícil, por no decir imposible, contar con que el mejor médico de la Clínica Arago se interesara por su esposo. Presumo que alguien ha recomendado a monsieur Vallejo y finalmente Lemière se ha decidido a tratarlo pese a ser una persona completamente ocupada. No deja de ser extraño, ¿no cree? Para madame Vallejo ha sido la mejor noticia que le podían dar. Comprenderá usted que nuestra presencia, entonces, era inoportuna.

– Quiere usted decir que Lemière no toleraría mi presencia en la habitación de su paciente -protesté-. El médico y el curandero son incompatibles.

– No he dicho eso, monsieur Pain, además usted no es un curandero.

– He sido tratado como tal, ¿ya lo ha olvidado?

– ¿El incidente con Lejard? ¿Está usted enojado por eso?

– No…

– Entonces no ponga esa cara. Y tenga cuidado dónde pisa, ha metido el pie en un charco.

En realidad, yo estaba feliz. La lluvia, la noche, las reconvenciones de madame Reynaud, la felicidad llega con las cosas más sencillas.

– ¿Y el doctor Lejard qué pinta en este asunto?

– Lejard sigue siendo el médico de cabecera de monsieur Vallejo. Digamos que Lemière, en el mejor de los casos, sólo estará a título de consejero, que ya es bastante.

– Por lo que he visto, Lejard no se lleva muy bien con madame Vallejo.

– Tampoco con monsieur Vallejo, según tengo entendido.

– Por qué no cambiar de facultativo, entonces.

– Porque no depende de ellos, querido amigo. Le haré una confidencia: Lejard estuvo cuatro días sin visitar a Vallejo, ¿qué le parece?

– Una atrocidad.

– El problema es que los Vallejo no tienen dinero. Su ingreso en la clínica fue gestionado por un compatriota suyo, un tal monsieur García Calderón. Esta misma persona puso a disposición de Vallejo su propio médico, es decir el doctor Lejard.

– ¿Desde cuándo está internado?

– Ingresó el veinticuatro de marzo.

– Es curioso, creí reconocer a dos de los médicos del séquito de Lemière, pero no puede ser, aquellos con quienes los he confundido son extranjeros, españoles, según creo, y la verdad es que me cuesta imaginarlos como médicos o estudiantes de medicina. Más bien parecen aprendices de gángsters. Pero no inspiran el menor miedo -me apresuré a aclarar.

– ¿Cómo son?

– Delgados, morenos… No creo que conozcan la ciudad. Se divierten, aunque no me pregunte por qué sé que se divierten. La verdad es que no lo sé. Simplemente tengo la impresión de que se trata de dos juerguistas.

– Ignoro si algún médico español ha visto a monsieur Vallejo. Hay un médico peruano que viene a menudo. Monsieur Vallejo es peruano, ¿ya se lo había dicho?

A las diez en punto de la noche, después de despedirme de madame Reynaud en la boca de un metro, llegué al café Victor, en el Boulevard Saint Michel. Mi nombre estaba escrito en la libreta del maitre y en el acto fui guiado hasta uno de los reservados donde me esperaban los españoles. El restaurante, pese a una iluminación impecable y sin nada anormal, provocó en mí la sensación de acceder a un cine oscuro, la película ya empezada, precedido por el camarero, que en este caso se transmutaba en el acomodador que me conducía a mi asiento. El murciélago, pensé. El camino que une al hombre que sirve y al hombre que ve en la oscuridad.

– Llega usted puntual -dijo uno de los españoles.

Permanecí inmóvil, con el sombrero entre las manos, sin trasponer la puerta color sangre del reservado. Resultaba difícil reconocerlos sin las batas, pero era evidente que los dos médicos que seguían a Lemière y los dos españoles con los que me había cruzado en la escalera y que luego, por la mañana, habían dejado el mensaje, eran las mismas personas.

– ¿Un vaso de vino? -preguntó el más flaco, y llenó hasta el borde, con paciencia, la tercera copa que había sobre la mesa.

Me senté frente a ellos, lo más cerca que pude de la salida, obviando las explicaciones que debía pedirles.

– Ya sé, esto debe parecerle bastante raro, pero no lo es -sonrió el otro, el más moreno, aunque en honor a la verdad debo decir que ambos eran flacos y morenos y que, por momentos, y de una manera bastante inquietante, ésas eran sus únicas características.

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