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En ese momento me di cuenta de que junto al español había otra persona.

Era una contrariedad. No creo que hubiera más de veinte espectadores, lo que hacía improbable que el español, estando en su mano escoger una butaca sin vecinos, se sentara allí de forma casual. En realidad el cine se encontraba virtualmente vacío; en mi hilera de butacas sólo estaba yo y en la del español sólo éste y su inesperado acompañante, una nuca poderosa y calva, hombros voluminosos, la oreja derecha como un trozo de pergamino arrugado pegado a las sienes que aún conservaban mechones de pelo oscuro. «Debemos casarnos, esta situación es insostenible», dice una voz de mujer. Alguien coloca un disco. La música apenas se oye, apagada por un chirriar de máquinas al que sigue una explosión.

Michel está repantigado en un sillón, en un ángulo poco iluminado del cuarto, sin hacer comentarios. Al cabo, se levanta y se dirige al ventanal. Sólo entonces comprendo que está solo en la biblioteca y que la ventana se abre sobre un acantilado. Es de noche y la cámara desciende desde el rostro preocupado de Michel, con morosidad, hasta sus zapatos. Con la punta de éstos golpetea el suelo y el único sonido que se oye entonces es el de las olas. La impaciencia nos va a matar a todos, pensé.

Seguido por un espectador titubeante, el acomodador volvió a aparecer. «Mi vida, mi carrera, mis propiedades están en sus manos.» Es Michel quien confiesa lo anterior, de perfil, estudiando algo que no se ve en la pantalla. Al fondo, una mujer rubia lo mira fijamente. Al volver pasillo arriba el acomodador carraspeó al pasar junto a mí, como si pretendiera advertirme de algo fuera de lo normal. La mujer rubia se llevó las manos a la cabeza. No cabía imaginar ningún peligro, sin embargo me volví; el acomodador estaba detrás, semicubierto por las cortinas, lo que le confería aspecto de noble romano, fuera del tiempo, indiferente a los desasosiegos y seducciones de la pantalla. «Nos casaremos, por supuesto», dice Michel con una sonrisa melancólica, «pero tendremos que aceptar las decisiones del destino.» Miré hacia delante: sólo se veía, otra vez, la playa interminable debajo del cielo color de nieve, por donde se acercaban hacia los espectadores las dos figuras imprecisas. Me levanté. El acomodador había desaparecido y en el lugar antes ocupado por su sombra ahora sólo quedaba un débil temblor en las cortinas. Al dar unos pasos pude darme cuenta de hasta qué punto mi ropa estaba aún empapada. Vacilé. «El principal obstáculo para amarte es mi memoria», dice Michel. «Durante el día la amnesia es como el desierto. Durante la noche es como la selva, poblada de fieras salvajes. ¿Todavía crees que encontraríamos la felicidad?» El rostro de la mujer se recorta sobre un paisaje de hierbajos y dunas. Un sol alienante vibra en el cielo marino. Aprovechando la luz que manaba de la pantalla llegué hasta la fila de butacas donde se encontraba el español. Luego todo se oscureció y me senté aprisa, con miedo al ruido excesivo que hacía mi ropa mojada.

Es de noche y Michel y Pauline (la chica rubia, con quien se ha casado) están en la residencia del primero, en París. La servidumbre los observa en silencio. El valet de Michel, un hombre joven de extraordinario parecido con el viejo que en escenas anteriores vio algo presumiblemente aterrador, se esfuerza en ser simpático con su nueva patrona. «¿Quién es la cocinera?», pregunta la muchacha. El valet responde que él. En su tono hay algo de desafío. El resto del servicio, todos a una, bajan la vista, cohibidos, tal vez atemorizados. Pero si la señora desea una cocinera, añade el valet, él conoce a una mujer limpia y eficiente. «De acuerdo», dice Pauline, sin dejar claro cuál es su decisión, mientras mira los enormes gobelinos que cuelgan del salón. La escena siguiente transcurre en la biblioteca en penumbra; Michel y un amigo un poco mayor, tal vez su médico o su abogado, toman coñac y fuman, pero no en una actitud de reposo sino de tensión. Michel, con voz entrecortada, relata los pormenores de una desgracia. A lo lejos se oye el sonido de una explosión. Michel cierra los ojos.

El español me miró como si no me reconociera. Intenté sonreírle. No pude. Con el codo alertó a su compañero de mi presencia. Este tardó en hacerle caso; toda su atención era acaparada por las escenas que se sucedían en la pantalla. Cuando volvió su rostro hacia mí, dijo con naturalidad:

– Hola, Pain, ¿cómo estás?

No atiné a replicar. Los años no habían pasado en balde, no obstante lo reconocí de inmediato.

«La vida es hermosa y usted aún es joven, querido amigo, haga un esfuerzo.» «Mis noches, invariablemente, son espantosas, Paul.» «Tenga valor.» «El valor es posible cuando uno sabe de qué tiene que defenderse y ése no es mi caso. Mis enemigos están en el aire. Peor aún: debajo del aire. Reptan en el territorio de la culpa.» «De todas maneras, no se deje aplastar por sus propias pesadillas, Michel, las pesadillas suelen estar vacías, recuérdelo.» «La pesadilla es el pasado, la memoria; para olvidar tendría que ser otro.»

Me quedé con la boca abierta. Era Pleumeur-Bodou. Satisfecho de la impresión causada, sonreía.

– ¿Usted aquí?

El español me miró con curiosidad; luego torció el rostro y miró a Pleumeur-Bodou como si lo único que le interesara fuera registrar nuestras reacciones.

– Hacía una eternidad que no nos veíamos, ¿no? Pero el tiempo no borra las jetas de los amigos verdaderos, ¿eh?

Asentí con la cabeza. No sabía qué decir.

Pleumeur-Bodou me observó con una mezcla de felicidad y arrogancia. Iba a seguir hablando pero cambió de idea y se dirigió al español:

– José María, ¿por qué no me cede su asiento?, así no tendrá que adoptar esta postura tan incómoda, lo estamos casi emparedando, y mi amigo y yo podremos hablar como la gente decente, sin que se entere de nuestros negocios todo el cine. Ya sabe, un poco de tacto, un poco de buena educación y hasta en el infierno seremos bien recibidos, ¿eh?

El español se concedió un tiempo para traducir el discurso de Pleumeur-Bodou y luego se levantó. Pero Pleumeur-Bodou era demasiado ancho y al intentar permutar las butacas de forma simultánea se estorbaron mutuamente. Por un instante ambos permanecieron trabados. Detrás de nosotros alguien protestó. De otro sitio surgió un murmullo pidiendo silencio. El cine podía ser viejo y pequeño, pero los espectadores eran exigentes. Pleumeur-Bodou volvió a sentarse.

– José María, atención, pase usted primero y siéntese aquí -golpeó la superficie de cuero de la butaca de su lado izquierdo-, y cuando yo me haya sentado aquí -tocó el pecho del español con la punta del índice-, puede usted, sólo entonces, ocupar mi asiento.

– ¿Qué hace usted en este lugar? -musité-. ¿Cómo conoce a este hombre?

Me guiñó un ojo.

– Un momento, Pain, quieto.

José María, que había vuelto a levantarse, fue obligado por una de las zarpas de Pleumeur-Bodou a retornar a su butaca. El español olía a ropa mojada. Miré hacia la pantalla: Michel dormía en el diván de la biblioteca. En primer plano su mujer y su amigo (que era al mismo tiempo su médico) lo observan hablando a media voz, como si temieran perturbar su sueño. Un halo de tragedia envuelve todo el cuadro. «Era el mejor de su promoción», dice el amigo. Pauline llora. «Uno de los talentos jóvenes más prometedores del país; lo tenía todo…, lo perdió todo…» Atento ahora, indica Pleumeur-Bodou. En la pantalla aparecen, como la escenificación de la pesadilla de Michel o como ilustración de la historia que cuenta el médico, imágenes cuyo granulado, encuadre e incluso calidad las hacen suponer de otra película, en donde un grupo de jóvenes investigadores son expuestos a la cámara en distintas actitudes, primero en el interior de un laboratorio de dimensiones considerables y después deambulando por un parque. Entre éstos, fíjate bien, Pain, susurra emocionado Pleumeur-Bodou, está Terzeff.

– Terzeff-dije.

Algunas voces en los asientos posteriores volvieron a pedir silencio.

– A callar, imbéciles -dijo Pleumeur-Bodou.

Terzeff y los jóvenes científicos, entre los que no se veía a Michel, daban brincos por el laboratorio, yendo y viniendo, metiendo la nariz en las probetas de sus compañeros, brindando con los recipientes, felices, como si estuvieran en una clase de química elemental y el profesor se hubiera ausentado. Pleumeur-Bodou se levantó, debía de medir por lo menos un metro noventa, y buscó en la penumbra al que le había chistado. Casi de inmediato se volvió a sentar y me susurró a dos palmos de la cara:

– ¿Qué te parece? ¡Nuestro querido Terzeff, moviéndose, riéndose, más joven y lozano que tú y que yo! ¡Allí está! ¿No te da un poco de envidia? ¡Es lo que llamo misterio del arte! Porque esta vivo, ¿no? -El español soportó con estoicismo los kilos que se desparramaron sobre su asiento.

En la pantalla los científicos habían dejado el laboratorio y ahora posaban en el jardín, sentados en una banca, alrededor de la fuente, en las escalinatas, haciendo bromas y mirando desvergonzadamente hacia la cámara.

– No entiendo nada. ¿Qué hace Terzeff allí?

– Ese fue el primer laboratorio en el que trabajó. El ingreso era dificilísimo, había cientos de aspirantes y Terzeff, a pesar de todo, fue uno de los pocos admitidos. Incluso yo, sí, qué diablos, también opté por una plaza y fui rechazado. ¿Qué te parece?

– No lo sé. Mi pregunta es de qué manera todo eso se ha convertido en una película. Admita usted -me negaba a tutearlo pese a la familiaridad con que él lo hacía- que es extraordinario que aparezca Terzeff con sus compañeros de trabajo en medio de un melodrama siniestro.

– No me dirás que no es un documento fantástico.

– Depende de para quién. -En la pantalla se reflejaba ahora el atardecer cayendo sobre los edificios de la fundación científica. En una sucesión de imágenes cada vez más oscuras, preludio del fin del sueño de Michel, puede apreciarse la puerta principal de hierro forjado adornada con un letrero ilegible, la bandera de Francia ondeando en un patio desolado por el que se deslizan sombras ambiguas, el vigilante nocturno atravesando el patio con un manojo de llaves colgado de la cadera, las ventanas cerradas de los laboratorios, la voluminosa puerta metálica del sótano, un gato que mira el objetivo encaramado sobre el seto.

– En realidad, Pain, son dos películas distintas. Se supone que el idiota ese -se refería a Michel- ha estudiado en un centro de investigaciones científicas. Mira, escucha lo que el médico le dice a su mujer.

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