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– …

– Estamos todos implicados en este infierno…

– …

– Adiós, usted no ha hecho nada en contra mía… Pero nada a favor, tampoco…

– …

– …

Colgué. Mi ruptura, mi desplante con monsieur Rivette había sido tan inesperado para él como para mí. No obstante me sentí bien, más ligero, más limpio. En honor a la verdad, al colgar tuve que hacer un esfuerzo para no reírme.

Pobre y venerado monsieur Rivette, él no tenía la culpa de nada pero no podía afirmarse que estuviera instalado en la tierra de nadie, las manos impolutas alrededor de su vejez. En realidad, pensé con maligna satisfacción, el viejo Rivette se merecía un rapapolvo. Me detuve en esa palabra: rapapolvo. El desastre, de forma insólita, se ocultaba detrás de ella. Comprendí entonces que el viejo y yo éramos semejantes no sólo en nuestra disposición frente al laberinto sino también en nuestra común condición de espectadores.

Comí, otra vez sumido en mis propios problemas, pero ya de mejor ánimo, más inclinado a la reflexión, lejos de la cólera y del resentimiento que todo lo velan, en un restaurante económico reputado por sus excelentes platos y al que solía ir de vez en cuando.

Todo lo que podía hacer era formularme unas cuantas preguntas. ¿Qué hacía madame Reynaud en Lille? ¿Su presencia allí estaba relacionada con el caso de Vallejo? ¿Qué amenazas o promesas contenía el telegrama que la obligó a partir de forma tan intempestiva? ¿Cómo designar -cómo entender- mi experiencia en el almacén? ¿Fue una alucinación producida por desarreglos nerviosos o una aparición cuyos motivos parecían inescrutables? ¿El hipo fingido era de carácter burlón o premonitorio? Había afirmado que pretendían asesinar a Vallejo: ¿de verdad lo creía? Me llevé la servilleta a los labios y cerré los ojos. Sí, lo creía.

Sumido en estas y otras cavilaciones la comida se prolongó más de lo habitual. De pronto, a través de los cristales, caminando despreocupado por la acera de enfrente, vi a uno de los españoles, el delgado. El corazón casi se me salió del pecho. No podía dar crédito a lo que veía. Dejé unos billetes sobre la mesa y salí corriendo.

Comencé a seguirlo a una distancia inicial de unos treinta metros. El español caminaba a un ritmo no excesivamente rápido, las manos en los bolsillos, como si estuviera paseando y el entorno le resultara interesante aunque no contara para ello con el tiempo suficiente. Sólo dos cosas deseé: que no se volviera y me avistara, porque entonces no sabría qué decirle, y que la caminata no se prolongara demasiado pues sentía que el cuerpo empezaba a no responderme.

A los pocos minutos mi entusiasmo se evaporó. Recuerdo haber sido observado con interés por otros transeúntes; sentía el rostro, pese al frío, cubierto por una capa de sudor; el humo que aureolaba de forma fugaz la nuca del español me parecía el comentario más cruel acerca de mi propio cansancio.

Pronto comprendí que el hombre delgado no iba a ninguna parte. Caminaba con energía, sí, pero esa era su manera natural de andar. En realidad lo único que hacía era pasear mirando escaparates y fachadas sin volver la vista atrás en ninguna ocasión, como si una sola mirada le bastara para registrar de modo preciso y definitivo aquello que veía. Pensé si no sería conveniente darle alcance y abordarlo. Supuse que dentro de poco, dependía de lo que durara su paseo, no me iba a quedar más alternativa que ésa.

De improviso me vi inmerso en el Boulevard Haussman y no pude recordar de qué manera habíamos llegado hasta allí. Volví a ver o a presentir los pasillos circulares de la Clínica Arago y el rostro anguloso del doctor Lejard proyectado sobre el vacío. Confuso, recobré el ánimo.

Pude apreciar que el español aminoraba la marcha. Sin motivo ninguno, al entrar por la rue de Provence di por sentado que se dirigía a la sinagoga, que allí se detendría e incluso que alguien lo esperaba en el interior, pero el español, ajeno a mis itinerarios, subió hasta la plaza D'Orves y se detuvo en el borde de la acera contemplando con actitud ensimismada el tráfico y los primeros paraguas que empezaban a abrirse.

Me refugié en un portal sin perderlo de vista. Allí, en un cubículo diminuto, un relojero había instalado su taller. El tic-tac de los relojes pronto se acopló al de la lluvia. El relojero me miró y bajó la vista. Era un hombre viejo y tenía la cara cubierta de lágrimas. El día no podía ser peor, las gotas de lluvia comenzaron a multiplicarse y por encima de los edificios, fosilizados, envueltos en un rumor que paradójicamente se me antojó similar a una cancioncilla infantil, se levantaba un cielo color plomo, con manchas lechosas, que el viento inestable moldeaba con la apariencia de pulmón, de cosa suspendida sobre nuestras cabezas con la capacidad de aspirar y expirar. Fue entonces cuando el español miró hacia donde yo estaba, sin verme, y luego encendió otro cigarrillo protegiendo la llama con las manos y el ala del sombrero, y luego echó a andar hacia la rué de Chateaudun.

A partir de ese momento el trayecto comenzó a tener visos de farsa. Para empezar, las calles se habían vaciado de peatones de forma considerable y nada podía resultar más fácil para el español que sorprenderme detrás de él. El cuadro era evidente hasta para el más obtuso: uno paseaba bajo la lluvia y otro, adecuando sus pasos, lo seguía. Por si aún quedaba alguna duda, ambos estábamos empapados y nadie en su sano juicio da un paseo calándose hasta los huesos. Al poco rato la distancia que nos separaba no era mayor de diez metros. El español encendió otro cigarrillo mientras miraba sin disimulo a sus espaldas, como para comprobar si yo aún estaba allí.

Me quedé quieto en medio de la acera, desprotegido y mojado, un blanco perfecto para sus ojos astutos. A lo lejos se oyó un trueno. El español pareció interesarse. Qué quiere este hombre, pensé, ¿que lo siga?; resultaba patente. Me sentí abatido. La otra alternativa era gritar. ¿Quién era el loco, él o yo? Experimenté escalofríos por todo el cuerpo, iba a caer enfermo, de eso no cabía ninguna duda, sin embargo mi estado anímico permanecía despierto, cómo explicarlo, abierto a la curiosidad, a las extrañas confidencias que pasaban susurradas por esas calles irreales. No obstante no quería seguir mojándome, lo que indica que aún no había abandonado ciertas reservas. Un café muy caliente y una copa de licor me hubieran sentado de maravilla.

El español sonrió. Subimos por la rue Rodier hasta Rochechouard. La lluvia se convirtió en una llovizna helada que descendía de forma oblicua y lenta como un pañuelo de seda. Ahora caminábamos hacia la plaza Blanche. Pensé en madame Reynaud; el cartón piedra; una caída en picado por entre las uñas; el taxista que no sabía dónde estaba la plaza Blanche; madame Grenelle bajando las escaleras. La suma de mis destinos. Me reí. Supe que el español, cinco metros por delante, también se reía. Este hombre, aunque no lo parezca, debe de ser muy listo, pensé.

Antes de llegar a la plaza Blanche bajamos otra vez, por la rue Pigalle, hasta la rue La Bruyère. Caminábamos en círculos. Al llegar a la rue D'Amsterdam el español volvió a acelerar el paso y por un momento creí que lo perdía. Lo razonable era girar en dirección a la Estación de St. Lazare y eso fue lo que hice. No tardé mucho en divisarlo detenido frente al cartel de un cine minúsculo en el cual nunca antes había reparado. Al cabo de observar atentamente la publicidad del film, contra lo que yo esperaba, procedió a comprar un billete y desapareció en el interior de la sala. Medité que la situación había llegado a un punto inesperado y que era necesario actuar con decisión. La película se llamaba Actualidad y la anunciaban de forma un tanto vaga como una historia de amor y ciencia; los actores principales, desconocidos para mí, eran un hombre y una mujer, ambos jóvenes, de rostros perfectos y graves. Tuve la sensación de que se trataba de maniquíes aunque a todas luces eran la pareja enamorada de cualquier melodrama. En algunas fotos aparecía también un actor de carácter, con el rostro invariablemente contraído en una mueca de dolor y estupor increíbles; en el afiche publicitario la compañía cinematográfica había tenido a bien anunciar que aquella era su última película: «Nuestro entrañable M…, que ahora está en el Cielo…» M…, sí, lo recordaba, un actor secundario, de vis cómica, sin demasiada suerte. El rictus de las fotos, sospeché, se debía más a la enfermedad que terminó matándolo que a exigencias del guión.

Me acerqué a la taquilla.

– La película acaba de empezar -murmuró sin mirarme una mujer pelirroja algo entrada en carnes, más o menos de mi edad, que se entretenía en escribir algo en un cuaderno escolar cuya única peculiaridad era el color rosa de las hojas. ¡Versos! ¡Una poetisa!

Saqué un billete y entré.

La sala estaba dividida en dos bloques de hileras de butacas de las que sobresalían como flores nocturnas las cabezas de los espectadores; éstos eran pocos, inclasificables, la mayoría solos, aislados en sus asientos mientras en la pantalla se proyectaba algo que creí, en un primer vistazo, era un desfile, pero que resultó la inauguración de un palacio, un baile de gala o algo similar.

El acomodador apareció por el lado izquierdo haciendo rielar su linterna sobre la alfombra. Metí la mano en el bolsillo y le entregué unas cuantas monedas, luego, antes de que se marchara, aferré su brazo y lo obligué a quedarse quieto. Apenas opuso resistencia. Sus músculos, bajo el traje, parecían de alambre; lo sentí temblar como un animal, supuse que su rostro, que no podía ver, era sensual y ajado.

– Calma -susurré-. Quiero sentarme aquí mismo. Lejos de la pantalla. No estoy muy bien de los nervios.

Mi intención había sido decir del nervio óptico, pero ya era tarde para enmendarlo.

El acomodador apagó la linterna y miró con desasosiego hacia las cortinas que disimulaban la puerta.

– De acuerdo, no se inquiete, aquí tenemos un asiento libre, detrás de usted, aquí, no tiene sino que dar media vuelta y sentarse.

– Ah, me parece perfecto.

– Para servirlo, monsieur.

Lo solté y me acomodé en la butaca. Estaba en la última fila del lado derecho; a mi espalda sólo había una pequeña baranda de madera donde sobresalían falsos pilares labrados y las cortinas que recorrían de extremo a extremo la pared posterior del cine. En la pantalla hizo eclosión el sol.

La escena transcurría en una playa, presumiblemente en verano, una playa desierta a excepción de algunas gaviotas que paseaban despreocupadas por la orilla del mar. La arena allí era negra y brillante; el cielo, por el contrario, era una mancha de luz fija, invariable, que se derramaba silenciosa por el resto de la pantalla. «Después de las fiestas parisinas, el mar y las playas de Normandía eran el mejor sedante para Michel», recitaba una voz de mujer a la que no se veía, con un cierto tono sacerdotal, como el de una secretaria ya vieja acostumbrada a todo, mientras por la punta más distante de la playa avanzaba una pareja, apenas dos puntitos oscuros que no terminaban nunca de llegar a primer plano. El español estaba sentado en el lado izquierdo de la sala, cerca del pasillo, a unas diez hileras de donde yo me encontraba. Bueno, no lo había perdido, suspiré, pero ahora venía la parte más difícil, cómo vencer la indecisión, qué preguntas concretas hacerle si decidía, y eso era impostergable, sentarme a su lado. «Michel, sin embargo, no olvidaba el torbellino de París.» La mujer rubia que ha pronunciado de manera enfática esta frase y cuya voz -caprichosa, vital- difiere de la anterior, cierra los ojos con un aire de resignación y enfado. En el fotograma siguiente es Michel quien cierra los ojos (Michel es el actor principal cuya foto aparece en los carteles) y las escenas ulteriores transcurren como dentro de un remolino, lo que lleva a suponer que está soñando. Sucesivamente se ven las escalinatas de un palacio, un automóvil detenido en el Bois de Boulogne, una vista nocturna del hipódromo, los pies de alguien recorriendo un pasillo, una cama con baldaquino, deshecha, las sábanas arrancadas con violencia, el rostro de un anciano, tal vez el ayuda de cámara de Michel, que observa algo y se aterroriza, el eco de una explosión distante, un hombre del que sólo vemos la espalda sollozando apoyado en el volante de un coche detenido en un camino comarcal, finalmente los pies que recorren el pasillo y que de pronto echan a correr, restos calcinados de un campamento de mendigos a orillas de un río y un grupo de jóvenes vestidos con elegancia que rodean efusivos a un hombre un poco mayor que ellos, sin duda el líder, que por supuesto resulta ser Michel. Este, impertérrito, levanta una mano pidiendo silencio y se dispone a brindar.

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