Darius Rumeu i Freixa, barón de Viver, ocupaba la alcaldía desde 1924. Cuando tomé posesión del cargo ya estaba el tinglado en marcha, dijo a modo de disculpa; por mi gusto la Exposición no se habría celebrado. Este alcalde no era ni podía ser un hombre impetuoso como había sido Rius y Taulet, su predecesor ilustre: ahora Barcelona era una ciudad ingente y compleja. Ha sido Primo y su manía de fomentar las obras públicas, siguió diciendo, una política popular que luego hemos de pagar entre todos nos guste o no. Por su culpa se me está llenando la ciudad de inmigrantes, infestando de gente del sur. De pronto recordó que según los entendidos la propia santa provenía del sur y agregó precipitadamente: No me entiendas mal, Eulalia, yo no tengo nada contra nadie; para mí todos somos iguales a los ojos de Dios; es que se me parte al alma cuando veo las condiciones paupérrimas en que viven estos desventurados, pero, ¿qué puedo hacer? Santa Eulalia movió lentamente la cabeza con aire de descorazonamiento. no sé, dijo al fin, no sé. Suspiró hondamente y añadió: ¡Si al menos pudiéramos contar con Onofre Bouvila! Pero con él no se podía contar por el momento.
– Quizá sería conveniente que acompañase al señor -le sugirió el chófer.
La calle Sepúlveda desembocaba en la plaza de España, convertida ahora en un cráter pavoroso: allí empezaban las obras de la Exposición Universal; de allí partía la avenida de la Reina María Cristina, flanqueada de palacios y pabellones a medio edificar; en el centro de la plaza estaba siendo construida una fuente monumental y junto a la fuente la nueva estación del Metro. En estas obras trabajaban muchos miles de obreros. Por la noche regresaban a sus barracas, a sus casas baratas, a los pisos lóbregos donde vivían realquilados.
Algunos de ellos, los que no tenían hogar, pernoctaban en las calles próximas a la plaza, a la intemperie, envueltos en mantas los más afortunados, los menos en hojas de periódico; los niños dormían abrazados a sus padres o sus hermanos; los enfermos habían sido recostados contra los muros de las casas a la espera del alivio incierto que pudiera traer consigo el nuevo día. A lo lejos se distinguía el resplandor de una hoguera, las sombras de los reunidos alrededor de ésta. Una humareda baja traía olor de fritanga, impregnaba de este olor la ropa y los cabellos; en algún rincón sonaba una guitarra.
Onofre Bouvila le dijo al chófer que permaneciera junto al coche. No me ocurrirá nada, dijo. Sabía que aquellos parias no eran violentos. Embozado en un abrigo negro con cuello de piel, chistera y guantes de cabritilla deambulaba tranquilamente por el centro de la calle. Los parias lo observaban con más sorpresa que hostilidad, como si se tratara de un espectáculo. Al fin se detuvo un instante frente a una casa de la calle, una casa vulgar desprovista totalmente de ornamentación; luego golpeó la puerta con la aldaba repetidas veces. Mostrando una moneda a la persona que escudriñaba a través de la mirilla consiguió que ésta le abriera sin tardanza. Una vez en el portal cuchicheó unos instantes con la anciana que le había dejado entrar. Esta anciana no tenía un solo diente en las encías, que mostraba al reír silenciosamente. Él inició el ascenso mientras la anciana agradecida se deshacía en reverencias y sostenía en alto un candil que le permitiera distinguir los escalones. A partir del primer recodo tuvo que seguir subiendo a tientas, pero eso no le hizo aminorar la marcha ni perder la orientación:
conservaba todavía las mañas antiguas de merodeador nocturno.
Por fin se detuvo en un rellano y encendió una cerilla; a la luz urgente de la llamita leyó un número y tocó a una puerta que no tardó en abrir un hombre enclenque y mal afeitado que vestía un batín raído sobre un pijama sucio y arrugado. Vengo a ver a don Santiago Belltall, dijo antes de que el hombre pudiera interrogarle acerca de la razón de su presencia allí.
Estas no son horas de visita, replicó el hombre. Empezaba a cerrar la puerta, pero Onofre Bouvila la abrió de un puntapié enérgico; con la contera del bastón golpeó al hombre en las costillas, lo lanzó contra el paragüero de loza, que se hizo añicos al volcarse. no he pedido su opinión ni quiero oírla, dijo sin levantar la voz. Vaya a decirle a don Santiago Belltall que salga y luego váyase a donde yo no le vea. El hombre escuchimizado se levantó con dificultad; al mismo tiempo buscaba a su espalda los cabos sueltos del cinturón de la bata, que se había desanudado en la caída; luego desapareció sin decir nada detrás de una cortina que separaba aquel recibidor del resto de la vivienda. Por allí mismo apareció al cabo de muy poco Santiago Belltall, que se deshizo en excusas: no esperaba ninguna visita y menos aún una visita de tal importancia, dijo. Las condiciones en que vivía…, añadió dejando la frase sin terminar. Onofre Bouvila siguió al inventor a través de un pasillo tenebroso hasta una habitación de dimensiones reducidas. Esta habitación sólo se ventilaba a través de un ventanuco que daba a un patio interior cubierto:
la atmósfera era densa. Allí había dos camastros de metal, una mesita con dos sillas y una lámpara de pie; en varias cajas de cartón adosadas a las paredes los realquilados guardaban su ropa y sus pertenencias. Esas paredes estaban cubiertas de planos que el inventor había prendido allí con unas chinches.
María Belltall estaba sentada a la mesa; a la luz exigua de la lámpara zurcía un calcetín con ayuda de un huevo de madera.
Para defenderse del frío y la humedad que reinaban en toda la casa se había echado una toquilla sobre un vestido de lana ordinario y anticuado; unas medias de punto y unas zapatillas de fieltro completaban su indumentaria misérrima. Así vestida resaltaba la delgadez de su complexión, el color cerúleo de la piel, que había disimulado el maquillaje en la entrevista que ambos habían mantenido pocos días antes. Con esta palidez contrastaba el enrojecimiento de la nariz, debido a un resfriado, el resfriado crónico de los barceloneses. Al entrar él en la pieza levantó un instante la mirada de la costura y la volvió a bajar; esta vez sus ojos tenían nuevamente el color de caramelo que él creía recordar de su primer encuentro.
– Perdone este desorden tremendo -dijo el inventor paseando nerviosamente entre el mobiliario, contribuyendo con sus ademanes vehementes y su agitación a incrementar la sensación general de caos que se respiraba allí-, si hubiésemos sabido de antemano que pensaba usted hacernos este honor por lo menos habríamos quitado estos papelotes de las paredes; ¡oh!, pero qué despiste el mío: no le he presentado aún a mi hija, a la que no conoce. Mi hija María, señor. María, este caballero es don Onofre Bouvila, de quien ya te he hablado; hace unos días fui a su casa a hacerle unas ofertas que él tuvo la bondad de considerar con benevolencia.
Ambos cruzaron una mirada furtiva que habría despertado las sospechas de cualquier persona, pero que pasó desapercibida al inventor. Éste, ajeno a todo, recogía el sombrero, el bastón, los guantes y el gabán de su visitante y los colocaba cuidadosamente sobre uno de los camastros. Luego arrimó una de las cajas a la mesa, ofreció a Onofre Bouvila la silla libre, se sentó acto seguido en la caja y entrecruzó los dedos, dispuesto a escuchar lo que aquél hubiera venido a decirles.
Él, como era su costumbre, fue directamente al asunto, sin circunloquios.
– He decidido -empezó diciendoaceptar esta oferta de la que usted acaba de hablar -con un gesto atajó las expresiones de reconocimiento y entusiasmo que el inventor se disponía a proferir pasado el estupor del primer momento-; con esto quiero decir simplemente que considero por ahora un riesgo razonable poner a su disposición una determinada suma para que pueda usted llevar a cabo esos experimentos de los que me habló. Por descontado, este trato no está exento de condiciones. De estas condiciones precisamente he venido a hablarle.
– Soy todo oídos -dijo el inventor.
Si al barón de Viver, que era monárquico, le visitaba santa Eulalia, al general Primo de Rivera, que había dejado de serlo por despecho, se le aparecía de cuando en cuando un cangrejo con sombrero tirolés. Abandonado de todos, pero remiso a dejar el poder en manos ajenas, el dictador cifraba ahora sus esperanzas en la Exposición Universal de Barcelona. Cuando me hice cargo del gobierno España era una olla de grillos, un país de terroristas y mangantes; en pocos años la he transformado en una nación próspera y respetable; hay trabajo y paz, y esto se verá de manera irrecusable en la Exposición Universal, ahí los que hoy me critican tendrán que humillar la frente, dijo. El ministro de Fomento se permitió hacer una observación: Este plan de Vuestra Excelencia, que es magnífico, exige por desgracia unos desembolsos que rebasarían nuestras posibilidades, dijo. Esto era cierto: la economía nacional había sufrido un deterioro pavoroso en los últimos años, las reservas estaban exhaustas y la cotización de la peseta en los mercados exteriores era ya cosa de risa. El dictador se rascó la nariz. Diantre, masculló, yo creía que los gastos de la Exposición corrían a cargo de los catalanes.
¡Raza de avaros!, agregó entre dientes, como para sí. Con tacto exquisito el ministro de Fomento le hizo ver que los catalanes, al margen de sus virtudes o defectos, se negaban a gastar un duro a mayor gloria de quien los estaba maltratando sin tregua. ¡Voto a bríos!, exclamó Primo de Rivera, ¡pues sí que tiene pelos el asunto! ¿Y si deportásemos a los desafectos? Son varios millones, mi general, dijo el ministro del Interior. El ministro de Fomento se alegró de que el peso de la conversación recayese ahora sobre los hombros de su colega de gabinete. Primo de Rivera golpeó la mesa con los puños. ¡Me cago encima de todas las carteras ministeriales!, dijo. Pero no estaba enojado, porque acababa de tener una idea salvadora. Está bien, dijo, esto es lo que vamos a hacer:
subvencionaremos otra Exposición Universal en otra ciudad de España: Burgos, Pamplona, la que sea, da igual. Viendo que los ministros le miraban con estupor sonrió ladinamente y agregó:
No hará falta que gastemos mucho en esto; cuando los catalanes se enteren del plan echarán la casa por la ventana, gastarán sin tasa para que la Exposición de Barcelona sea la mejor de las dos. Los ministros tuvieron que convenir en que la idea era buena. Sólo el ministro de Agricultura se atrevió a objetar algo: Alguien habrá que nos desenmascare, que ponga en evidencia esta maniobra, dijo. A éste lo deportaremos, bramó el dictador. Ahora las obras de la Exposición Universal de Barcelona avanzaban a todo gas; una vez más la deuda roía el patrimonio municipal. Montjuich era la herida por la que se desangraba la economía de la ciudad. El alcalde y cuantos se mostraron reacios a la idea, cuantos se opusieron al despilfarro fueron marginados sin contemplaciones y sus atribuciones fueron confiadas a personas fieles a Primo de Rivera. Entre estas personas había algunos especuladores que aprovecharon el descontrol para hacer su agosto. Los periódicos sólo podían publicar noticias halagüeñas y comentarios aprobatorios de lo que se estaba haciendo; si no, eran censurados, eran secuestrados de los quioscos, sus directores eran multados severamente. Gracias a esto Montjuich se iba transformando en una montaña mágica. Ahora se levantaba allí el Palacio de la Electricidad y de la Fuerza Motriz, el del Vestido y del Arte Textil, el de las Artes Industriales y Aplicadas, el de Proyecciones, el de Artes Gráficas, el de la Industria de la Construcción (llamado Palacio de Alfonso XIII), el del Trabajo, el de Comunicaciones y Transportes, etcétera. Estos palacios habían empezado a ser construidos varias décadas antes, en los tiempos del modernismo; ahora su aspecto era chocante a los ojos de los entendidos, resultaban empalagosos, rebuscados y de mal gusto. A su lado, por contraste, iban apareciendo los pabellones extranjeros; estos pabellones habían sido concebidos hacía poco y reflejaban las tendencias actuales de la arquitectura y la estética. "Si otras Exposiciones han estado dedicadas a un asunto determinado, como la Industria, la Energía Eléctrica o los Transportes, ésta bien podría estar dedicada íntegramente a la Vulgaridad ", escribe un periodista en 1927, poco antes de ser deportado a la Gomera. "Encima de arruinarnos vamos a quedar como unos cavernícolas chabacanos ante la opinión mundial", termina diciendo. Estas estridencias sin embargo no amedrentaban a los promotores del certamen.