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No le remordía el mal que había hecho, sino el haber subordinado a otros objetivos lo que ahora serían recuerdos entrañables. Este dolor, además de tardío, era muy egoísta.

Una tarde, cuando regresaba del riachuelo, vio a un hombre recostado contra el tronco de un árbol al margen del sendero que seguía; con la cabeza vencida sobre el pecho parecía dormido, pero su postura tenía algo de anómalo que le impulsó a dejar el sendero y acercarse al hombre. Por la sotana se veía que era el rector, aquel curita joven contra quien gustaba de lanzar diatribas impías. Antes de llegar a su lado ya sabía que estaba muerto; un examen algo más atento le reveló que esta muerte no se debía a causas naturales: alguien le había descerrajado un tiro en el pecho con un arma de calibre grueso, probablemente una escopeta de caza; allí donde le había alcanzado el disparo la tela de la sotana se había apelmazado por efecto de la sangre coagulada. También tenía sangre en la mano derecha y en la frente y la mejilla, aunque allí no presentaba heridas: sin duda al recibir el disparo se había llevado la mano al pecho y luego a la cara; entonces habría muerto de fijo. Aunque la violencia no le cogía de nuevas el descubrimiento de este crimen le alteró mucho; el hecho de que hubiera sido él precisamente quien descubriera el cadáver se le antojaba una advertencia del destino o el fruto de una maquinación malvada que le unía macabramente al curita asesinado. Ahora aquella paz interior que había creído encontrar en el pueblo había sido rota sin remedio. Abandonó el lugar del crimen a la carrera y no se detuvo hasta que llegó a la puerta de la casa de su hermano. Éste estaba sentado en el comedor bebiendo vino mientras la mujer preparaba la cena en la cocina. cuando hubo recobrado el aliento e informado a su hermano de lo ocurrido advirtió que la mujer había abandonado sus quehaceres y escuchaba con atención el relato apoyada en la jamba de la puerta de la cocina. Entre su hermano y ella hubo un cruce de miradas que no le pasó por alto. Desde el día de su llegada había tenido ocasión de tratar a la mujer y había descubierto sin asombro que era ella en realidad la que ejercía el poder en aquella casa. Casi todas las noches, después de que ella hubiera acostado a Joan, a quien el alcohol rara vez permitía atravesar consciente el umbral de la medianoche, y como sea que a él por el contrario la bebida lo sumía en un estado de ansiedad incompatible con el sueño, ambos, Onofre y la mujer, que parecía no necesitar descanso o al menos ese descanso metódico que la mayoría de las personas, especialmente los hombres, necesita en todas las etapas de su vida, se sentaban en el comedor o, si la noche era cálida y menos húmeda de lo habitual, en el patio, invadido a esa hora del aroma tupido de las azaleas, y departían allí pausadamente, a veces hasta altas horas. Sin ser una persona inteligente la mujer poseía la facultad femenina de saber sin habérselo propuesto cosas que los hombres siempre ignoran por más que se hayan afanado por desentrañar; a través de las apariencias era capaz de ver una realidad descarnada de la que ahora hacía partícipe a Onofre. Gracias a ella había ido averiguando que bajo la armonía ficticia que imperaba en el pueblo hervían pasiones bajas y odios arraigados de antiguo, envidias y traiciones; según ella los campesinos de aquel valle eran seres degradados por enfermedades congénitas, seres fríos y desalmados que dejaban morir de inanición a los ancianos, practicaban el infanticidio y torturaban por puro placer a los animales domésticos. Él se negaba por principio a creer estas cosas, que suponía inspiradas por el resentimiento general que se evidenciaba en ella; tampoco excluía la posibilidad de que aquellas revelaciones sombrías respondieran a un plan más o menos deliberado por su parte. De todos modos, lo que ella le decía producía en él una desazón que agravaba su estado general de desasosiego. A veces, siguiendo el ejemplo de su hermano, buscaba en la bebida el reposo que la conciencia parecía empeñada en negarle al cuerpo. En una de estas ocasiones despertó en su cama al canto del gallo y descubrió con espanto que la mujer dormía apaciblemente a su lado: no recordaba lo que había ocurrido la noche anterior. Cuando despertó a la mujer para preguntárselo ella hizo un mohín, pero no respondió. La hizo salir de la cama primero y de la habitación luego con cajas destempladas y se quedó pensando en las posibles consecuencias de aquel suceso inesperado: tanto si él había cometido una imprudencia como si había sido víctima de un engaño lo cierto era que las cosas habían tomado un sesgo indeseable. Con todo, no podía menos que admirar el valor de la mujer, por la que empezaba a sentir una atracción más peligrosa a la larga que los disparates ocasionales que pudiera inducirle a cometer el alcohol. Por supuesto, no había la menor espontaneidad en el comportamiento de la mujer; este comportamiento no respondía a ningún tipo de inocencia natural: ella sabía bien cuál era su situación en aquella casa y cuál era la reacción que esta situación provocaba en el pueblo; pero tampoco era una persona calculadora e intrigante:

se limitaba a usar las ventajas escasísimas de que gozaba, a jugar sus pobres bazas con la frialdad aparente del jugador profesional que sabe que su supervivencia depende por partes iguales del azar y de su habilidad. Durante todo ese tiempo y a pesar de la confianza que se habían otorgado recíprocamente Onofre no había logrado aclarar la naturaleza verdadera de las relaciones de la mujer con su hermano. Sabía que ella era viuda, como había supuesto en un principio, y que había entrado al servicio de Joan movida por la necesidad; el resto permanecía sumido en el misterio. Todo parecía indicar que el etilismo de su hermano excluía de esa relación el elemento carnal, pero, en tal caso, ¿qué razón había para mantener frente al pueblo un equívoco que redundaba en perjuicio de ella, pero en el que ella parecía consentir? Probablemente ella está esperando pacientemente la oportunidad de cazarlo, pensaba Onofre; sabe que tarde o temprano caerá; entonces ella será la alcaldesa y se resarcirá de todos estos años de humillación y amargura. Cuando pensaba estas cosas le invadía el pesimismo más negro. Los pobres sólo tenemos una alternativa, se decía, la honradez y la humillación o la maldad y el remordimiento. Esto lo pensaba el hombre más rico de España. Más adelante averiguó que el marido de aquella mujer había muerto también violentamente; por más que insistió en ello, la mujer se negó a proporcionarle más detalles al respecto. Esta revelación parcial desencadenó en su cabeza todo tipo de fantasías: quizá ella no era del todo ajena a esa muerte violenta, por más que no pareciera haber sacado de ella ningún provecho material; tal vez su propio hermano estaba comprometido en un crimen que ahora lo encadenaba a aquella mujer de manera indisoluble. La vida en la casa se le hacía cada vez más incómoda. Luego se produjo el incidente ya relatado y se sintió más inseguro que antes; se decía que ella, al iniciar una relación con él que sabía de antemano inviable y efímera por necesidad sólo trataba de forzar a Joan a resolver la ambigüedad de su situación respectiva, pero esta explicación lógica no disipaba el temor creciente de ser víctima de una conspiración. Ahora la mirada que se habían cruzado Joan y la mujer después de oír lo que le había sucedido escapaba por completo a su alcance. Cuando le señaló a su hermano que el rector había muerto de resultas de un disparo de escopeta, lo que circunscribía la lista de posibles asesinos al farmacéutico y al veterinario, que poseían licencia de armas de caza, su hermano le respondió con una carcajada: no había casa en el valle que no contase con un pequeño arsenal ilícito, le dijo. Esta ampliación súbita del número de sospechosos le inquietó: ahora empezarían los rumores y las conjeturas, en las que no dejaría de verse involucrado. Sus disputas con el rector eran de conocimiento público; estas disputas no habían revestido nunca seriedad, habían sido un mero pasatiempo por su parte, pero era muy posible que las malas lenguas desvirtuaran su sentido; de resultas de las habladurías se les atribuiría una enemistad recíproca. Las sospechas que recayeran sobre él podían venir acentuadas también por la inquina notoria que siempre había habido entre el rector y la mujer: esta eventual ramificación del caso establecía otro vínculo entre él y ella. La situación era muy complicada. En realidad no le preocupaba el riesgo de verse inculpado de un crimen que no había cometido; estaba demasiado acostumbrado a eludir la inculpación de crímenes que sí había cometido para que ahora la muerte de un curita rural viniese a quitarle el apetito. Lo que le trastornaba era esto:

pensar que este crimen no se habría producido nunca sin su presencia; era él quien había proporcionado al culpable la ilusión de una coartada y un estímulo. Buscando la paz había llevado al valle la discordia y la violencia; había envenenado la atmósfera. No podía escapar a su destino: una vez iniciada aquella vía no le quedaba otro remedio que recorrerla hasta el final. Al día siguiente abandonó el pueblo en la camioneta que venía de Bassora. El cuerpo sin vida del rector había sido descubierto nuevamente esa mañana, pero a nadie se le había pasado por la cabeza retenerle en el pueblo o cuestionar su derecho a marcharse; esto a sus ojos era la prueba palpable de que todos creían en su culpabilidad. Su hermano se despidió de él con la misma despreocupación con que había acogido su llegada; en aquella inexpresividad Onofre leyó el desvalimiento más absoluto. Tampoco la mujer manifestó ningún sentimiento ante su marcha, pero sus ojos tenían la sequedad que deja el llanto copioso, que produce la desesperanza más honda. ¿Será posible que después de todo lo único que motivara sus actos fuera sólo un amor incipiente sin futuro y todo lo demás fruto de mi imaginación atormentada?, iba pensando en la camioneta.

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Al volver a casa encontró a su familia presa de gran agitación. Desde hacía varios días lo buscaban desesperadamente; creyéndolo en París habían telefoneado al consulado y a la embajada española en esa ciudad y a todos los hoteles de cierta categoría y se habían puesto en contacto también con las autoridades francesas. El revuelo ocasionado por estas medidas drásticas eclipsaba ahora la sorpresa provocada por su propio regreso: nadie parecía reparar en él.

Por fin logró que alguien le explicara la razón de aquella solicitud inusual: un joven bien parecido y de muy buena familia había pedido sin previo aviso la mano de su hija menor, que a la sazón contaba dieciocho años recién cumplidos.

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