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Ambos se miraron largo rato. Por un instante creyó ver ante sí a aquel otro muchacho alunado, a quien nunca había llegado a conocer realmente, que había emigrado a Cuba con la cabeza cargada de fantasía y había regresado con el ánimo roto y la fantasía intacta. Ahora esta imagen se superponía fugazmente a la del triste despojo a cuyo entierro acababa de asistir. Le cruzó la cabeza esta idea ilógica: He buscado un mono inexistente sin saber por qué lo hacía; ahora la suerte me brinda a este idiota en su lugar. Antes de que pudieran intercambiar algo más que las fórmulas consabidas Catasús se puso a referir la historia del mono; esta historia fue interrumpida por uno de los comensales, que afirmó que los monos eran animales de una rara inteligencia. Había leído en un libro de viajes que los antiguos egipcios, a pesar de no creer en Dios, adoraban a los monos, añadió. Otro caballero dijo saber de buena tinta que a diferencia de lo que según el otro ocurría en el antiguo Egipto, en la China y el Japón se comía carne de mono; allí era considerada una verdadera exquisitez, añadió. Un tercero dijo que aquello no era nada:

en una zona de Sudamérica se comía carne de caimán y de serpiente. Uno dijo que eso sería probablemente en Chile. Una hermana de su padre, dijo, se había casado con un comerciante de lanas y ambos habían emigrado a Chile. Su mujer le corrigió diciendo que esos parientes a los que se refería no habían emigrado a Chile, sino a Venezuela. Era triste, comentó, que fuera ella quien tuviera que recordar estas cosas cuando en realidad no eran parientes suyos, salvo por su relación matrimonial. El que había empujado a hablar de las serpientes refirió el modo de prepararlas: una vez muerta la serpiente, dijo, la cortaban con un serrucho, hacían secciones como de un palmo de longitud aproximadamente; luego con hilo y aguja cosían cada uno de estos trozos por sus extremidades y los freían en grasa o en aceite como si fuesen butifarras; esto y los cereales constituían la dieta principal de los habitantes de esa zona de Sudamérica. Una señora dijo que a ella le habían salido unas manchas blancas en la piel. Otra le recomendó que fuera a tomar las aguas a Caldas de Bohí. Un muchacho agregó que le habían contado que las calles de París estaban abarrotadas de automóviles, que era frecuente ver en las calles de París perros y gatos y hasta burros muertos por las embestidas de los automóviles. La moda del automóvil, apostilló un señor de cierta edad, que hasta entonces se había abstenido de intervenir en la conversación, había de traer la desgracia a muchas familias. En esto estuvieron de acuerdo casi todos los presentes. Catasús dijo que aunque así fuera, no se podía luchar contra el progreso sobre todo en el terreno científico. Así iba transcurriendo la tarde. Onofre Bouvila no decía nada. De reojo observaba a Santiago Belltall, que también callaba; a diferencia de él sin embargo no hacía el menor esfuerzo por aparentar interés en lo que se decía:

pensaba en sus cosas; de cuando en cuando sus ojos adquirían una viveza inesperada: entonces parecía peligroso, pero como nadie se fijaba en él, nadie lo advertía; otras veces su frente se ensombrecía y en sus ojos se pintaba la tristeza; esto también pasaba inadvertido a los demás. Entre una expresión y la siguiente mediaban a veces unos segundos durante los cuales se podía leer en su rostro el cansancio. Él a su vez tampoco reparaba en el análisis a que lo sometía a hurtadillas el recién llegado. Esta situación quedó bruscamente interrumpida por la entrada en el comedor de un niño. Este niño, que no debía contar más de tres o cuatro años de edad e iba vestido aún con un canesú festoneado, corrió a ocultar la cabeza en el regazo de su madre y prorrumpió en un llanto sonoro e inconsolable. Por fin consiguió la madre que se serenase y diese a conocer entre hipos y sollozos la causa de aquel llanto.

– María me ha pegado dijo.

Con la mano regordeta señalaba hacia la puerta que había dejado abierta al hacer su entrada. Al otro lado de la puerta había un "hall" circular, desnudo de todo mobiliario e iluminado a través de una claraboya. En el centro de esta pieza pudo ver desde su asiento a una niña flaca y desgarbada.

Llevaba una camisa corta y raída que dejaba al descubierto las piernas enclenques, cubiertas por unas medias sucias y remendadas. De inmediato supo quién era. Al saberse observada con tanto interés la niña le dirigió una mirada desafiante.

Vio a pesar de la distancia que tenía los ojos redondos de color de caramelo. Santiago Belltall ya se había levantado y salvado en pocas zancadas la distancia que le separaba de su hija. Desatendiendo los dictados de la corrección se levantó también y se apostó en la puerta. Allí trataba de oír el diálogo entre el inventor y su hija. Catasús se había colocado a su espalda.

– No se inquiete, Bouvila -dijo-. Esto pasa cada vez que vienen invariablemente. No toda la culpa es de ella. María tiene siete años y empieza a entender demasiadas cosas. Es una edad difícil en sus circunstancias.

– ¿Y la madre? -preguntó. Catasús se encogió de hombros y entornó los párpados: Mejor será no hablar, daba a entender con esto. Un ruido seco les hizo volver la cabeza. Belltall acababa de propinar a su hija una bofetada. Un hombre violento, pensó. La niña hacía esfuerzos por conservar el equilibrio y especialmente por no llorar. Pero ella le adora, pensó también, quizá por eso mismo. La violencia es su debilidad, pensó. El inventor había vuelto a entrar en el comedor. Estaba muy pálido: se puso a balbucear una disculpa incoherente que no se acababa nunca; trabucaba las palabras y con esto provocaba la hilaridad de sus oyentes. Onofre Bouvila, que estaba a su lado, le puso la mano en el hombro, en la palma de la mano sintió los huesos de la clavícula.

Váyase y saque de aquí a la niña, le murmuró al oído. El inventor le dirigió una mirada cargada de ferocidad a la que respondió con una sonrisa tranquila: Calma, venía a decirle, no me das risa, pero tampoco me das miedo; podría hacer que te mataran, pero prefiero defenderte. Le deslizó en el bolsillo de la chaqueta su tarjeta. Santiago Belltall no se dio cuenta de este gesto; se desprendió bruscamente de su mano, cogió a su hija y se dirigió a la puerta opuesta del "hall" tironeando de ella sin miramientos. Aprovechó este incidente para despedirse él también. Agradeció mucho la hospitalidad que le habían brindado. Camino de la estación el coche de punto que le llevaba rebasó al inventor y su hija. Ambos hablaban animadamente. Sabiendo que ninguno de los dos lo notaría, se volvió y los estuvo observando hasta que el coche dobló una esquina. Ahora varios millones de hombres se disponían a matarse en las trincheras de Verdún y el Marne y él procuraba que no les faltasen los medios para hacerlo. Había transcurrido un año de aquel encuentro: ya no se acordaba de Santiago Belltall y de su hija. Las grúas habían depositado los cañones en los carromatos; a las argollas laterales se habían atado los cabos de sujeción de la lona que los cubría.

Un tronco de ocho mulas los arrastraba por el muelle hacía el Bogatell. Unos hombres provistos de antorchas abrían la marcha, otros guiaban las mulas tirando de los cabestros, otros protegían el convoy con las pistolas en la mano.

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Ya no circulaban automóviles por todas las calles de París, como había dicho el sobrino de Catasús; ahora reinaban allí la oscuridad y el silencio ominoso. Hacía cuatro años que la guerra no cesaba en Europa; todos los hombres habían sido movilizados; mientras tanto las fábricas permanecían quietas, nadie cultivaba los campos y hasta la última cabeza de ganado había sido sacrificada para dar de comer a las tropas. De no haber sido por sus respectivos imperios coloniales y por los suministros provenientes de los países neutrales, los contendientes habrían tenido que ir deponiendo las armas uno a uno, vencidos por la inanición, hasta que el último, el que hubiera podido proveerse por más tiempo de munición y avituallamientos, hubiera podido proclamarse dueño del mundo.

De esta situación aciaga se refocilaban muchos en Barcelona.

Ahora todo el que tuviera algo que vender podía hacerse rico de la noche a la mañana, llegar a millonario en un abrir y cerrar de ojos, de una sola vez. La ciudad era un hervidero:

del amanecer de un día hasta que despuntaba el sol del siguiente, sin cesar en la Lonja y en el Borne, en los consulados y legaciones, en las oficinas comerciales y en los bancos, en los clubs y en los restaurantes, en los salones y en los camarines y foyers, en salas de juego, cabarets y burdeles, en hoteles y fondas, en una callejuela siniestra, en el claustro desierto de una iglesia, en la alcoba de una furcia perfumada y jadeante se cruzaban ofertas, se fijaban precios al albur, se hacían pujas, se insinuaban sobornos, se proferían amenazas y se apelaba a los siete pecados capitales para cerrar un trato; así el dinero corría de mano en mano, con tanta prisa y en tal abundancia que al oro lo sustituyó el papel; al papel, la palabra, y a la palabra, la pura imaginación: muchos creían haber ganado sumas extraordinarias y otros creían haberlas gastado sin que la realidad refrendase estas nociones; en las mesas de "poker, baccarat" y "chemin de fer" fortunas verdaderas o simuladas cambiaban de dueño varias veces en pocas horas; los manjares más exquisitos (cosas que hasta entonces nadie había visto en España) eran consumidos sin ceremonial (hubo quien a los toros se llevaba bocadillos de caviar) y no había aventurero ni jugador ni mujer fatal que no acudiese a Barcelona en aquellos años. Sólo Onofre Bouvila parecía indiferente a esta bonanza. Apenas se dejaba ver en público. Acerca de él corrían ahora los rumores más disparatados: Unos decían que a fuerza de ganar dinero había perdido el juicio; otros, que estaba gravemente enfermo. Otros rumores eran más imaginativos: Seriamente se dijo que seguía paso a paso la contienda y que había ofrecido al Emperador comprarle el trono de los Habsburgo si Austria perdía la guerra, como él pensaba que ocurriría. También se dijo que había financiado la revuelta que había depuesto al zar de Rusia; que por esta maniobra Alemania había puesto a su nombre cien kilogramos de oro en barras en un banco suizo y le había concedido el título de archiduque. Nada de todo esto era cierto. Un ejército privado de agentes e informantes le mantenía al corriente de lo que sucedía en los campos de batalla y en los cuarteles generales, en las trincheras y en las retaguardias; sabía demasiado; la guerra había dejado de interesarle. En cambio percibía en el horizonte nubes sombrías. Decía que lo peor estaba aún por venir: con esto se refería a la revolución y la anarquía. De las ruinas humeantes en que se había convertido Europa veía con la imaginación surgir una masa famélica y vengativa, dispuesta a reconstruir la sociedad sobre la base del orden, la honradez y la justicia distributiva. Consideraba la civilización occidental como un objeto de su propiedad y se desesperaba representándose su aniquilación. Le dio por pensar que él estaba llamado a impedir que sucediera algo semejante. Creía que le estaba reservado este destino histórico singular. No puede ser que mi vida haya sido una sucesión de cosas extraordinarias para nada, se decía. Había empezado en condiciones pésimas y con su esfuerzo había logrado convertirse en el hombre más rico de España, uno de los más ricos del mundo probablemente. Ahora se creía llamado a cumplir una misión de más altos vuelos, se consideraba un nuevo mesías. En este sentido sí podía decirse que había perdido el juicio. Ahora dejaba que sus negocios siguieran prosperando por inercia y dedicaba los días y las noches a elaborar un plan para salvar del caos la faz de la tierra. Para ello contaba con su dinero, su energía indomable, su falta de escrúpulos y la experiencia adquirida a lo largo de su vida. Sólo le faltaba una idea que articulase aquellos elementos dispares. Como esta idea no le venía a la cabeza fácilmente su mal humor iba en aumento: pegaba a sus subordinados con el bastón por cualquier motivo; su mujer y sus hijas apenas le veían. Por fin, el 7 de noviembre de 1918, dos días antes de que fuese proclamada la República de Weimar, la idea que había estado persiguiendo en sus ensoñaciones cristalizó ante sus ojos del modo más inesperado.El pobre señor Braulio no recuperó la salud perdida por la muerte del hombre que había amado. Se había retirado de toda actividad, vivía mano a mano con su hija Delfina en una casita modesta de dos plantas y jardín situada en una calle tranquila de la antigua villa de Gracia, ahora integrada ya al casco urbano de Barcelona, cuyo Ensanche la envolvía en gran parte. Ninguno de los dos salía de casa salvo en ocasiones contadas. Delfina iba todas las mañanas al Mercado de la Libertad; allí hacía la compra casi sin hablar: señalaba con el dedo lo que quería y pagaba el precio que le pedían sin asomo de disconformidad.

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