– En tal caso, esto es lo que vamos a hacer -dijo dirigiéndose al marqués: tú te ahorras la gratificación, puesto que no has quedado satisfecho; Odilia sigue en la casa y yo le doblo el sueldo, ¿qué te parece?
No lo hacía por generosidad; tampoco por cálculo, porque no creía en la gratitud humana: sólo pretendía demostrar a su huésped que en su casa hacía lo que le daba la gana. El marqués y él se miraron fijamente a los ojos durante un rato.
Al final el marqués estalló en una carcajada. Así transcurrió aquella semana que luego habría de recibir el calificativo de "trágica". Jugaban a las cartas y charlaban largamente; el marqués era un conversador ameno y para Onofre Bouvila además una fuente valiosísima de datos: no había familia de alcurnia con la que el marqués de Ut no estuviera emparentado y cuyas intimidades no conociera. No era difícil sonsacarle: nada le gustaba tanto como referir sucesos triviales con todo lujo de detalles. En este anecdotario banal Onofre veía ranuras por las que atisbar aquel mundo hermético, polvoriento y algo triste cuyas puertas siempre habría de encontrar cerradas.
Luego, por las noches, después de cenar, enviaban al mayordomo a la azotea; si regresaba diciendo que no había peligro subían a fumar los cigarros y beber el coñac acodados en la balaustrada, contemplando el resplandor de los incendios. Al final, cansados de esta monotonía, enviaron una nota humorística al gobernador civil: Pon fin a esta situación, que se nos están acabando los puros, le decían. Fue una semana muy grata; en ella Onofre creyó haber recuperado los lazos incomparables de la amistad masculina. Ahora veía al marqués sentado a la mesa presidencial, junto a la zarina, y comprendía que todo había sido un sueño breve.
Sobre la mesa había sido colocado un baldaquín de seda encarnada coronado por las armas de los Romanof; las paredes del salón habían sido cubiertas igualmente de arambeles de seda; en cada esquina habían sido colocadas sobre repisas móviles cuatro grupos escultóricos de escayola hechos especialmente para la ocasión; del techo colgaban seis arañas provistas de tres círculos de velas; entre las arañas y los candelabros iluminaban el salón cuatro mil velas de cera de abeja; los cubiertos eran de plata en todas las mesas y de oro en la mesa presidencial; la vajilla, de porcelana de Sévres.
Viendo aquel esplendor cuyo costo exacto conocía, rememoraba ahora la semana trágica. Perdido en estos pensamientos, ajeno al festejo, le sobresaltó la voz profunda de su vecino de mesa: Está usted pensando en la revolución, caballero, le oyó decir. Reparó en él por primera vez: era un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado, de facciones rudas, campesinas, no desagradables; una barba enmarañada le llegaba hasta donde acababa el esternón; vestía una sotana añil que le hacía parecer aún más alto y delgado y desprendía un olor intenso a vinagre, incienso y oveja. De su aspecto general y de su mirada penetrante y alucinada dedujo que le habían sentado junto a uno de esos monjes ignorantes, cerriles, astutos, supersticiosos y fanáticos, serviles hasta la abyección, que a menudo conseguían enquistarse en el cortejo de los poderosos.
Luego supo que se llamaba Gregori Yefremovich Rasputín; contaba entonces con la protección de la zarina, porque había curado la hemofilia del zarevitz cuando ya los médicos habían renunciado a ello. De él se contaban cosas extraordinarias:
que tenía poderes hipnóticos y proféticos, que leía el pensamiento y que hacía milagros a su discreción. Su influencia a partir de esa fecha habría de ir en aumento, dominar la corte, convertirse en auténtica tiranía; con el tiempo él habría de distribuir cargos y honores, en un futuro no lejano se harían y desharían carreras y fortunas a su sombra hasta que una conjura encabezada por aquel mismo príncipe Yussupof que ahora degustaba en el Ritz la escudella y la carn d.olla lo asesinara en 1916. Poco después, tal y como él había predicho, estallaría la revolución que había de marcar el fin de los Romanof en la fortaleza. de Ekaterinburgo, pero entonces, cuando acompañó a la zarina en su viaje a Barcelona, esa influencia estaba aún en los albores. A Onofre Bouvila, su compañero de mesa, le relató cómo unos años antes había sido testigo de aquel domingo sangriento de triste recuerdo: asomado a un balcón del segundo piso del Palacio de Invierno sostenía en brazos a la Gran Duquesa Anastasia, poco menos que un bebé, y tenía cogido de la mano al zarevitz; desde el balcón contiguo el Gran Duque Sergei hacía carantoñas a los niños. Rasputín, abríguelos bien, que hace mucho frío, le decía de cuando en cuando. Él era en aquellas fechas la persona más influyente, porque contaba con la confianza plena del zar Nicolás. En febrero de ese mismo año un anarquista llamado Kaliaef arrojó una bomba al paso de la carroza en que viajaba. De la carroza, los caballos y el Gran Duque no quedó más que un montón de escombros humeantes. Desde la ventana del primer piso el Gran Duque Vladimir, en consulta con el Estado Mayor, decidía minuto a minuto lo que convenía hacer. Obremos con sutileza, dijo. Cuando la manifestación desembocó en la plaza la dejó avanzar. ¿Qué piden?, preguntó el zar. Una constitución, alteza, le respondieron. Ah, dijo el zar. El Gran Duque Vladimir ordenó abrir fuego sobre la manifestación. En pocos minutos la manifestación se deshizo. Creo que esta vez lo hemos hecho bien, dijo. En la plaza quedaron más de mil cadáveres. Ahora el monje lunático lamentaba no haber podido decidir el curso de la acción ese día. Yo sé cómo evitar la Revolución, dijo. Comía con voracidad, como un ogro. Onofre Bouvila se mostró interesado. A medida que hablaban se afianzaba en su primera impresión, pero la personalidad del orate le atraía inexplicablemente.
– Onofre Bouvila, ¿es usted?
Miró al hombre que le interpelaba en el andén: una cara rústica, seca y surcada de arrugas prematuras, los ojos hundidos, el pelo ralo. Dijo que sí. Yo soy Joan, dijo el hombre del andén. Los dos hermanos se estrecharon la mano fríamente. Joan Bouvila tenía veintiséis años cuando vio a Onofre por segunda vez; coincidieron en el entierro del padre, muerto la noche anterior. Es una pena que no hayas llegado a tiempo, le dijo; no dejó de llamarte hasta el último momento.
No respondió a esto. El veterano de la guerra de Cuba que ahora conducía un calesín, el mismo que le había llevado de la estación a su casa unos años atrás, cuando murió la madre, venia ahora a su encuentro: le recordaba aún, pese al tiempo transcurrido, le dijo, quería ser el primero en ofrecerle sus servicios. Iremos a pie, dijo Joan, estamos a dos pasos.
Onofre le dio una propina al cochero: Por su buena memoria, le dijo. Joan observó de reojo este gesto. La capilla ardiente había sido instalada en el oratorio de las monjas que regentaban el asilo de ancianos de Bassora. Este asilo ocupaba un edificio macizo, de muros de piedra y tejado de pizarra; todas las ventanas tenían rejas y el jardín estaba rodeado de una tapia alta. A ambos lados del asilo se levantaban sendos edificios de vivienda. A las ventanas estaban asomados los asilados para verle pasar por el sendero del jardín.
– No sé cómo han averiguado que venía -dijo la madre superiora, que había acudido a recibirles a la cancela-; en estos sitios no hay secretos. No le extrañe tanta expectación -agregó en tono confidencial-; su pobre padre en los raros momentos de lucidez no hacía otra cosa que hablar de usted a todo el mundo. La hermana Socorro, que lo atendió desde su ingreso en el centro, se lo puede decir. ¿Verdad, hermana?
– dijo dirigiéndose a una monjita de rostro ovalado y piel muy blanca, casi transparente, que se les había unido en el vestíbulo umbrío. La monjita bajó los ojos en presencia de Onofre y de su hermano Joan; abrió la boca, pero no dijo nada-. En esas ocasiones siempre repetía lo mismo -continuó diciendo la madre superiora-: esto es, que usted vendría a buscarle; creía firmemente que estaba usted a punto de llegar.
Entonces, decía, se iría con usted a vivir a Barcelona; allí vivirían rodeados de comodidades y de lujos. Esto hizo que algunos ancianitos, llevados de su credulidad, llegasen a envidiarle, que le guardaran rencor. Parecían ver en su actitud una especie de altivez; pero esto, ya le digo, sólo ocurría ocasionalmente. Su padre era un hombre de imaginación muy viva. Calenturienta, casi me atrevería a decir.
Mientras hablaba iban recorriendo pasillos larguísimos, desiertos. A los lados de estos pasillos había puertas cerradas. El suelo de baldosas llamaba la atención por su limpieza, reflejaba las figuras como un estanque de agua serena. Al doblar un recodo se tropezaron con una monja fornida que fregaba de rodillas el embaldosado. Sobre el hábito llevaba un delantal gris. El suelo recién fregado desprendía un olor picante. Llegados a la capilla Onofre miró con desaliento aquel rostro demacrado que ahora veía en el féretro, iluminado por la llama oscilante de dos cirios: aquel rostro inexpresivo de pergamino que cancelaba todos sus recuerdos precedentes. Ya pueden cerrar la caja, dijo.
– Durante su estancia entre nosotros -dijo la madre superiora-, a pesar de lo que le acabo de contar, hizo algunas amistades entre los ancianos. Ahora les gustaría asistir al responso, si usted lo autoriza.
Dos monjas trajeron a un grupo de ancianos que arrastraban los pies al andar. No todos habían conocido en vida al americano, pero ahora se habían sumado al triste rebaño con argucias para no perderse aquel entretenimiento inesperado.
Todos vestían harapos. Dependemos de la caridad, por lo que nuestra situación pecuniaria es angustiosa, dijo la madre superiora. Concluida la ceremonia, cuando se disponían a salir camino del cementerio, la hermana Socorro le tiró de la manga.
Venga, susurró, le enseñaré una cosa. Se dejó conducir hasta una puerta estrecha pintada de azul. La monjita abrió la puerta con una llave enorme que llevaba prendida al hábito por una cinta. La puerta daba a una alacena oscura. La monjita entró en la alacena y reapareció con un amasijo de mimbres en la mano.
– Enseñamos a los enfermos a tejer cestas -le dijo-. Su padre estuvo haciendo esto: no tenía mucha habilidad manual y nunca pasó de ahí. La verdad es que ya estaba muy mal cuando nos lo trajo su hermano, hace casi un año. Él pagó el mimbre; en realidad, les pertenece.
A la vuelta del cementerio llevó a su hermano a comer al mismo restaurante en el que muchos años antes su padre y él habían encontrado casualmente a Baldrich, Vilagrán y Tapera.