Hasta entonces su madre había administrado estos bienes con prudencia y aun los había incrementado mediante algunas operaciones juiciosas y bien trabadas. Madre e hijo ocupaban un hotelito amplio y cómodo, aunque discreto, de la rue de Rivoli, donde vivían algo retirados del mundo. Él, que contaba a la sazón dieciocho o diecinueve años de edad, era un muchacho triste: en todo el tiempo transcurrido no había logrado consolarse de la muerte de su padre, cuya memoria veneraba. Con su madre, en cambio, nunca se había llevado bien, sin que de eso tuviera la culpa ninguno de los dos. Para ella la muerte repentina de sus dos hijos mayores había sido un golpe del que no pudo reponerse ya; sin razón achacaba lo ocurrido a su marido por quien dejó bruscamente de sentir algún afecto; este desapego lo hizo extensivo también a su único hijo superviviente; la suya era una posición injusta a la que aun a sabiendas de ello no podía sustraerse. Para colmo el defecto físico de Nicolau Canals i Rataplán, aquel defecto medular que le había hecho crecer algo deforme y que con los años no había aumentado ni disminuido, le parecía un reproche a su falta de cariño. Desde pequeño había procurado verlo lo menos posible; había confiado su cuidado a una larga serie de amas, niñeras y ayas. Ahora las circunstancias la obligaban a vivir aislada de todos, sin otra compañía que la de aquel muchacho a quien nunca quiso y del que ahora además dependía jurídica y económicamente, porque hasta el pan que comían era de él con arreglo a la ley. Él, que percibía de una manera tangible la aflicción que su presencia le provocaba, que no se hacía ninguna ilusión acerca del cariño que le profesaba, procuraba eludir cuando podía toda comunicación con ella.
Impedido por su defecto físico de trabar amistad con los que habían sido sus compañeros de estudios, vivía en una soledad casi absoluta. Lo único que tenía en este mundo era París. Al llegar huidos de Barcelona su madre y él, París le había parecido una ciudad hostil y sus habitantes poco menos que fieras salvajes. Luego sin proponérselo se había habituado gradualmente a todo y había acabado amando con locura, con verdadera pasión aquella ciudad. Ahora toda su dicha era París, pasear por las calles, sentarse en las plazas, deambular por los barrios y los jardines, mirar la gente, la luz, las casas y el río. A veces en el transcurso de uno de estos paseos se detenía de pronto sin saber por qué motivo en una esquina y miraba a su alrededor como si viera todo aquello, que conocía palmo a palmo, por primera vez; entonces le embargaba una emoción tan intensa que no podía impedir que las lágrimas acudieran a sus ojos. Si llovía cerraba el paraguas para dejarse calar por la lluvia de París. Entonces su imagen anónima y contrahecha, sacudida por el llanto y empapada de lluvia en una esquina partía el alma de los transeúntes, que ignoraban que en realidad lloraba de felicidad. Otras veces en estas mismas circunstancias el terror seguía de cerca a la felicidad: ay, pensaba, ¿qué sería de mí si algún día me faltara París; si por cualquier causa tuviéramos que irnos de París? Sabía que París no era en realidad su ciudad natal y esto le producía una sensación de desarraigo casi física: entre una madre que no podía evitar el repudiarlo y una ciudad adoptiva a la que no podía reclamar ningún derecho, su vida transcurría en una perpetua zozobra.
No sabía hasta qué punto estos temores eran fundados.
La esposa de don Humbert Figa i Morera escribió a la viuda de don Alexandre Canals i Formiga una carta larga y deslavazada; en ella bajo aparentes circunloquios iba directamente al grano. "Disculpe, querida amiga, la osadía que me impulsa a dirigirme a usted en forma tan poco protocolaria, pero estoy convencida de que su corazón de madre sabrá ponerse inmediatamente en mi lugar; que comprenderá el porqué de mi atrevimiento cuando lea estas torpes frases inspiradas únicamente por el buen deseo". A continuación exponía sin ambages su proyecto, esto es, casar a su hija, Margarita Figa i Clarença, con Nicolau Canals i Rataplán. Ambos, se apresuraba a indicar, eran hijos únicos y herederos universales por consiguiente de las respectivas fortunas familiares. Ambos, venía a insinuar, eran poco menos que proscritos entre la gente bien de Barcelona. ¿Y qué expectativas podía alimentar a este respecto Nicolau Canals en París, donde siempre sería un extranjero y un marginado social? "Con este enlace que en mi corazón de madre festejo por anticipado, seguía diciendo, culminaría la prolongada identidad de metas e intereses que siempre ha unido a nuestras dos, estirpes". Para finalizar decía que "si bien Margarita y Nicolau no han tenido todavía ocasión de conocerse y tratarse, no dudo de que siendo ambos jóvenes, inteligentes, físicamente agraciados y de muy buen carácter no tardarán en profesarse mutuamente el respeto y el cariño en que se basa el auténtico bienestar conyugal". Averiguó Dios sabe cómo la dirección de la viuda de don Alexandre Canals i Formiga y le envió esta carta. Cuando la hubo enviado comunicó a su marido lo que acababa de hacer y le enseñó una copia casi literal de la carta. Don Humbert no daba crédito a sus ojos.
– ¡Horror, mujer!, ¿cómo te has atrevido? -pudo articular al fin-. Ofrecer a nuestra hija como si fuera una mercancía…
no tengo palabras… ¡tal desparpajo! Y ofrecerla además en matrimonio al hijo de mi antiguo rival, de cuya muerte no falta quien me atribuya cierta responsabilidad mediata. ¡Qué bochorno! ¿Y en qué hora mala se te ocurrió decir que ese infeliz es "físicamente agraciado"? ¿Pues no te has enterado de que el pobre muchacho es un monstruo de nacimiento?, ¿un taradito? Releo la carta y siento que voy a morirme de vergüenza.
– Tú tranquilo, Humbert -le decía su mujer sin perder la calma. Se percataba a medias de lo disparatado de su acción, pero confiaba en la suerte. Mientras tanto la viuda de Canals había recibido la carta y la leía pensativa en la penumbra de su hotelito de la rue de Rivoli. ¡Qué cuajo!, pensaba; esta mangante tiene la dignidad donde yo me sé. En circunstancias normales habría roto la carta en mil fragmentos. Estaba a punto de cumplir los cuarenta años y conservaba de su pasada belleza una serena armonía que la amargura podía trastocar en poco tiempo; su vida, en esta hora de hacer balance de las cosas, se le presentaba como un rosario de esperanzas frustradas. "Une vie manquée", murmuró: dejó la carta sobre el velador y se abanicó cansadamente con una pluma de avestruz.
Al hacerlo tintinearon los brazaletes. De la calle llegaba el ruido continuo de los carruajes.
– "Anañs, sois gentille: ferme les volets et apporte-moi mon ch1le en soie brodée" -le dijo a la doncella; era una negra de la Martinica, que llevaba un pañuelo amarillo anudado a la cabeza.
Hacía un año que había conocido a un poeta de origen oscuro llamado Casimir. Él tenía sólo veintidós años; la había llevado sin reparos ni reservas a los cenáculos de Montparnasse, donde se reunía la bohemia a leer versos y beber absenta, juntos habían asistido el año anterior al entierro de Stéphane Mallarmé; ella, sin embargo consciente de la diferencia de edad y de fortuna, se resistía a ceder a sus reclamaciones. Él le enviaba flores robadas de los cementerios y sonetos incendiarios de amor. La situación a los ojos del mundo era anómala y daba pábulo a comentarios maliciosos. ¿Y a mí qué se me da?, pensaba ella; toda la vida he sido infeliz y ahora que el destino deja este regalo a mi puerta, ¿habré de rechazarlo por el qué dirán? Además esto no es Barcelona, se decía tratando de vencer su propia resistencia; esto es París, aquí no soy nadie, lo que quiere decir que soy libre. Así pensaba, pero no hacía nada, cohibida por la presencia de su hijo: éste era el obstáculo que la separaba de la felicidad.
Si le hubiese expuesto la situación a las claras él la habría comprendido y aceptado; sin duda habría apoyado en todo a su madre, contento de poder mostrarle al fin su afecto y su solidaridad de adulto, pero tantos años de apartamiento y de reproches les cerraban ahora cualquier vía de comunicación sincera. Con remordimiento meditaba la forma de deshacerse de aquel testigo molesto. Ahora reflexionaba acerca del contenido de la carta que acababa de recibir. La idea era tentadora, pero todo en ella la incitaba a rechazarla: detrás de aquella inesperada proposición matrimonial sospechaba una maquinación perversa. Al fin y al cabo, se decía, ¿quién puede querer por yerno a Nicolau, pobre hijo mío? Es un don nadie, deforme y pazguato, ¿qué pueden ver en él salvo el dinero? Sí, no hay duda, eso debe de ser. En tal caso, la vida de Nicolau peligraría: si ese canalla hizo matar a mi marido, que en gloria esté, no hay razón para que ahora no planee también la muerte de su heredero. Es posible que se trate de una venganza bárbara, de uno de esos celosos actos de exterminio que se vienen practicando ritualmente en Estambul desde hace siglos.
Había conocido en un salón al embajador en Francia de Abdul el Maldito, el decrépito sultán llamado a presidir el hundimiento definitivo del fabuloso imperio otomano, al que durante décadas se había dado en llamar ya "el Enfermo de Europa".
Este embajador, seguidor de Enver Bey y simpatizante, por tanto, de los "jóvenes turcos", no desperdiciaba ocasión de desacreditar al Estado al que decía servir y del que percibía espléndidos emolumentos: creyendo ser lo contrario, era en realidad una muestra viviente de la decadencia y el desfondamiento moral que él y sus correligionarios pretendían corregir. Un escalofrío le hizo arrebujarse en el mantón de Manila que la sirvienta había echado sobre sus hombros. Tiró del cordón; cuando compareció Anañs a esta llamada le preguntó si su hijo estaba en casa. "Oui, madame", fue la respuesta.
"Alors, dis-lui que je veux lui parler; vas vite", dijo ella.
Quería ser amable con él, razonar de igual a igual; en cambio torció el gesto cuando lo vio entrar en el saloncito.
– ¡Cómo dijo con cierta estridencia en la voz-, ¿a estas horas y ya en "robe de chambre"?
Nicolau se disculpó a trompicones: no pensaba salir, dijo; había decidido destinar la velada a la lectura, pero si ella proponía otra cosa… No, no, está bien así, dijo ella; anda, vete ya; tengo un dolor de cabeza terrible. No quiero que nadie me moleste hasta mañana. Se encerró bajo llave en el gabinete y estuvo confeccionando y rompiendo borradores hasta altas horas. Por fin dio con un tono que le pareció apropiado.
"Su carta, mi estimada amiga, me ha producido una mezcla de gratitud y desconcierto que usted será la primera en comprender", escribió. "Siempre he sido del parecer de que en asuntos matrimoniales son los propios interesados quienes deben decidir guiados antes que nada por sus sentimientos y que no somos nosotras las madres las que hemos de imponer nuestro criterio, por más que nazca del más desinteresado de los deseos, etcétera". La esposa de don Humbert Figa i Morera leyó esta carta y comprendió que tenía todos los triunfos en la mano; la carta, aunque evasiva, establecía un lenguaje común, abría un cauce al diálogo y a la negociación. Con orgullo legítimo le mostró la carta a su marido. Él la leyó y no entendió nada.