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Onofre Bouvila torció el gesto.

– Señor -le dijo al posible comprador-, usted se quiere burlar de mí sin duda. Este terreno en la actualidad cuesta cuatro veces su valor inicial y el precio sube de día en día.

Si no tiene una oferta más interesante que hacerme le ruego que no me haga perder el tiempo.

Perplejo ante tanto aplomo el posible comprador subió un poco su primera oferta. Onofre montó en cólera: hizo que Efrén Castells pusiera en la calle al posible comprador de malos modos. Éste salió pensando que tal vez fuera cierto lo que Onofre Bouvila le había dicho. A lo mejor sí que vale tanto, pensaba, ese terreno insignificante por alguna causa que yo no sé. Para salir de dudas hizo averiguaciones discretas; no tardó en oír un rumor que le quitó el sueño. Era éste: que la casa "Herederos de Ramón Morfem, S. L." había adquirido el terreno contiguo al que vendía Onofre Bouvila; más aún: que la casa "Herederos de Ramón Morfem, S. L." se proponía trasladar allí precisamente su sede en un plazo no superior a un año.

Diantre, se dijo, ese pillastre lo sabe y por eso mismo no quiere vender al precio que yo le ofrezco; pero si la noticia es cierta ese terreno valdrá pronto no ya cuatro sino veinte veces lo que vale hoy. ¿Que no le haré una nueva oferta? Claro que si ese rumor no se confirma, si la casa "Herederos de Ramón Morfem" no se traslada, ¿qué valdrá el terreno? Nada, morralla. Ay, qué terrible juego de azar es la especulación inmobiliaria, se iba diciendo el pobre comprador. Y no era para menos: si el rumor que había oído acerca de la casa "Herederos de Ramón Morfem, S. L." era cierto, entonces había que pensar que por fin toda la ciudad iba a cambiar, porque no había en la Barcelona de fin de siglo institución de más relieve, cosa más sustancial y respetable que una pastelería de lujo. Allí ser despachado no era fácil; ingresar en la lista de clientes podía requerir una vida entera de porfía, una cuantiosa inversión y no pocas influencias. Aun así, aun perteneciendo a este círculo selecto, un buen tortell tenía que ser encargado con una semana de antelación; una bandeja de dulces variados, con un mes; una coca de Sant Joan, con un trimestre o más, y el turrón de Navidad, no más tarde del 12 de enero. Aunque ninguna pastelería de lujo tenía mesas ni sillas ni servía chocolate ni té ni refrigerios a su clientela, todas tenían un vestíbulo muy espacioso y elegante, por lo general de estilo pompeyano. allí los domingos por la mañana, a la salida de misa, se daba cita lo mejor de la sociedad de cada barrio. Allí departían un rato, se preparaban para la comida familiar, que, solía prolongarse cuatro o seis horas. Allí el calor era asfixiante, por la proximidad de los hornos de cocción, y el aire era cargado y empalagoso. De modo que si la casa "Herederos de Ramón Morfem" se va de la calle del Carmen, se iba diciendo, la calle del Carmen y el barrio entero se van al garete y el pla de la Boquería ya no será lo que es: el centro neurálgico de Barcelona. Pero si no es cierto, si la casa "Herederos de Ramón Morfem" no cambia de domicilio, entonces es que todo sigue igual… Y lo peor, se lamentaba para sus adentros, es que no puedo hacer nada para confirmar o desmentir estos rumores decisivos, porque si el dato empieza a correr de boca en boca, adiós compra, ¡qué agonía! Al final pudo más la codicia que el buen juicio y compró por lo que Onofre pedía. Una vez realizada la transacción, corrió a la pastelería de la calle del Carmen y pidió hablar con los dueños. Éstos lo recibieron muy amablemente: eran los herederos del legendario Ramón Morfem, don César y don Pompeyo Morfem. Ambos arrugaron el entrecejo blanqueado de harina al oír lo que el infortunado comprador les preguntaba. ¡Cómo!, ¿mudarnos nosotros? No, no, de ninguna de las maneras. Esos rumores que ha oído usted, señor, carecen por completo de fundamento, le dijeron. Jamás hemos tenido la intención de movernos de aquí y menos a ese barrio que usted dice; no hay zona en el Ensanche más fea e incómoda y menos apta para una pastelería. Los huesos de papá crujirían en su tumba, acabaron diciéndole. Entonces acudió a Onofre Bouvila con la pretensión de revocar la compraventa. Traía el pelo alborotado y un hilillo de baba pendiente del labio inferior.

Usted, le dijo, puso en circulación aquellos rumores falsísimos; ahora me debe usted una reparación. Onofre Bouvila dejó que se desahogara y luego lo puso en la calle. La cosa no pasó de ahí, porque de ningún modo pudo probarse que él hubiera hecho correr aquellos rumores, aunque todo el mundo lo daba por seguro. El caso de los "Herederos de Ramón Morfem" se hizo célebre; se popularizó durante un tiempo la expresión "pasarle a uno lo que al de los "Herederos de Ramón Morfem"

para designar el caso de quien creyendo ser más listo que nadie adquiere a un precio alto algo que no vale tanto o que vale muy poco.

– Andate con cuidado -le dijo don Humbert Figa i Morera-.

Si coges mala fama, no habrá quien quiera tener tratos contigo.

– Eso está por ver -respondió Onofre.

Con lo que había ganado en aquella operación dudosa compró más parcelas en otro lugar. Veremos qué hace ahora, se dijeron los expertos en este tipo de negocios. Al cabo de unas semanas, viendo que no hacía nada, se desentendieron del asunto. Esta vez a lo mejor va de buena fe, comentaron entre sí. Las parcelas estaban en un lugar poco atractivo, muy lejos del centro: en lo que hoy es la esquina de las calles Rosellón y Gerona. ¿Quién quiere irse a vivir allá?, se preguntaba la gente. Un día llegaron a este sitio varios carros cargados de tramos de metal; el sol al dar en el metal lanzaba unos destellos que podían ver los albañiles que levantaban las torres de la Sagrada Familia no lejos de allá. Eran vías de tranvía. Un equipo de peones empezó a abrir zanjas en el suelo pedregoso de la calle Rosellón. Otro equipo, menos numeroso, levantaba en esa misma esquina un pabellón rectangular con bóveda de cañón: era el pesebre donde habían de reparar fuerzas las mulas de tiro, porque los tranvías entonces aún funcionaban con tracción de sangre. Esta vez sí, se dijo la gente; no hay duda de que este sector va a más. En tres o cuatro días le habían quitado a Onofre Bouvila de las manos las parcelas por el precio que él quiso fijar. Esta vez, le dijo don Humbert Figa i Morera, has tenido más suerte de la que te mereces, bribón. Él no decía nada, pero se reía a solas: transcurridos un par de días más los mismos peones que habían empezado a tender la vía la arrancaron, la volvieron a cargar en los carros y se la llevaron de allá. Esta vez los círculos mercantiles y financieros de la ciudad hubieron de reconocer que la maniobra no carecía de ingenio. Al llanto de los que habían comprado opusieron un rictus de sorna. Haber preguntado a la Compañía de Tranvías si la cosa iba en serio, les dijeron. Hombre, ¿cómo se nos iba a ocurrir que no lo fuese?, decían ellos. Vimos la vía y el pesebre y pensamos…

Pues no haber pensado, les replicaron; ahora a cambio de un dineral os han dado un terreno que no sirve ni para vertedero y un pesebre a medio construir que tendréis que derribar a vuestras expensas. A esta operación, que todos llamaban "la de las vías del tram" para distinguirla de la otra, llamada "la de los "Herederos de Ramón Morfem", siguieron muchas más.

Aunque todo el mundo estaba sobre aviso, él siempre conseguía vender los terrenos que compraba en plazos brevísimos y con beneficios enormes; siempre daba con algún sistema de engatusar a la gente; creaba grandes expectativas en los ánimos de los compradores; luego estas expectativas quedaban en nada: eran espejismos que él mismo había conjurado. En poco más de dos años se hizo muy rico. Mientras tanto, de resultas de ello, causó a la ciudad un mal irreparable, porque las víctimas de sus argucias se encontraban con unos terrenos baldíos carentes de valor por los que habían satisfecho sumas muy altas. Ahora tenían que hacer algo con ellos. Normalmente estos terrenos habrían sido destinados a viviendas baratas, a ser ocupados por los pobres inmigrantes y su prole. Pero como su valor inicial había sido tan alto, fueron destinados a viviendas de lujo. Eran unas viviendas de lujo muy "sui generis": muchas carecían de agua corriente o tenían tan poca que sólo manaba un grifo cuando los restantes del sector permanecían cerrados; otras ocupaban solares de planta irregular, eran viviendas hechas de pasillos y recámaras, acababan pareciendo madrigueras. Para recuperar parte del capital perdido los dueños escatimaban dinero en la construcción: los materiales eran toscos y el cemento venía tan mezclado con arena y hasta con sal que no pocos edificios se vinieron abajo a los pocos meses de ser inaugurados.

También hubo que edificar en parcelas originalmente destinadas a jardines o parques de recreo, a cocheras, escuelas y hospitales. Para compensar tanto desastre se puso mucho esmero en las fachadas. Con estuco y yeso y cerámica menuda dieron en representar libélulas y coliflores que llegaban del sexto piso al nivel de la calle. Adosaron a los balcones cariátides grotescas y pusieron esfinges y dragones asomados a las tribunas y azoteas; poblaron la ciudad de una fauna mitológica que por las noches, a la luz verdosa de las farolas, daba miedo. También pusieron frente a las puertas ángeles esbeltos y afeminados que se cubrían el rostro con las alas, más propios de un mausoleo que de una casa familiar, y marimachos con casco y coraza que remedaban las "walkirias", entonces muy de moda, y pintaron las fachadas de colores vivos o de colores pastel. Todo para poder recuperar el dinero que Onofre Bouvila les había robado. Así crecía la ciudad, a gran velocidad, por puro afán. Cada día se removían miles de toneladas de tierra que unas hileras continuas de carros se llevaban para ser amontonadas detrás de Montjuich o para ser arrojadas al mar.

Mezclados con esta tierra también se llevaban restos de ciudades más antiguas, ruinas fenicias o romanas, esqueletos de barceloneses de otras épocas y residuos de tiempos menos turbulentos.

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En el verano de 1899 era ya un hombre hecho y derecho.

Tenía veintiséis años y una fortuna considerable, pero su imperio incipiente presentaba fisuras. Los cambalaches electorales que realizaba por mediación del señor Braulio no daban fruto o lo daban sólo a costa de grandes esfuerzos. El talante del país había cambiado a raíz del desastre del 98; otros políticos más jóvenes enarbolaban la bandera del regeneracionismo, apelaban al entusiasmo popular, pretendían remozar el viejo armazón social. Comprendió que por el momento habría sido inútil y contraproducente luchar contra ellos; prefirió disociarse del pasado y aparentar que hacía suyas las nuevas corrientes, que comulgaba con los nuevos ideales. Para ello retiró al señor Braulio, que se había convertido en un símbolo de la corrupción. Esto suponía separarlo también de Odón Mostaza, de quien se había enamorado ciegamente. Rompió en sollozos y buscaba con prontitud el modo de suicidarse.

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