Estos iban tan sucios que era difícil precisar sus rasgos faciales; tenían las tripas hinchadas, andaban desnudos y la emprendían a pedradas con todo el mundo. Si se acercaban a las mujeres que cocinaban corrían el riesgo de recibir un bofetón o un sartenazo. Con esto los alejaban, pero pronto volvían atraídos por el olor de la comida. Entre las mujeres menudeaban las trifulcas, los gritos y los insultos; con frecuencia llegaban a las manos. La Guardia Civil se apostaba a prudencial distancia en estas ocasiones y no intervenía si no salían a relucir cuchillos o navajas. En averiguar estas cosas pasaba Onofre Bouvila los días. Prevaliéndose de su aspecto inofensivo y de la ventaja de no estar sujeto a ningún horario ni adscrito a ningún sector iba de un lado a otro para que la gente se acostumbrara a su presencia. Nunca molestaba a los que estaban trabajando; a los que descansaban les hacía preguntas relacionadas con su oficio. Si encontraba la manera de ayudar en algo, lo hacía. Poco a poco se iba granjeando la tolerancia de todos y el aprecio de algunos.
Transcurrida la primera semana y aunque no había colocado un solo panfleto, encontró sobre la almohada de su cama el dinero que Delfina le había prometido y que seguramente ella misma había colocado allí. Interiormente se felicitó de la comprensión y de la honradez de sus empleadores. No les defraudaré, pensaba; y no porque esta revolución que ando pregonando me interese nada, sino porque quiero demostrar que puedo hacer esto tan bien como el mejor. Pronto podré empezar a repartir los panfletos dichosos: mi asiduidad y mi discreción están dando sus primeros frutos; ya he vencido la desconfianza inicial que puede haber inspirado con mi torpeza; además ya nadie me vigila: todos están absortos en esta Exposición disparatada. En efecto, ya en 1886, cuando aún faltaban dos años para la inauguración, un periódico había advertido de que "acudirán constantemente a Barcelona forasteros dispuestos a formar concepto de su belleza y adelantos", por lo cual, añade, "el ornato públicos lo propio de la comodidad y seguridad personal, son las cuestiones que en el caso presente han de llamar con toda preferencia la preciosa atención de nuestras autoridades". No pasaba día últimamente sin que los periódicos hicieran sugerencias:
"construir el alcantarillado de la parte nueva", proponía uno; "hacer desaparecer los barracones que afean la plaza Cataluña", proponía otro; "dotar al paseo de Colón de bancos de piedra, mejorar los barrios extremos como el del Poble Sech, que habrán de recorrer quienes aprovechen su estancia en Barcelona para llegarse a Montjuich atraídos por los deliciosos manantiales de que está salpicada esta montaña", etcétera. Algunos se mostraban preocupados por la actitud de los propietarios de fondas, restaurantes, posadas, cafés, casas de pupilos, etcétera, a quienes exhortaban a comprender que "el deseo de excesiva ganancia es por lo general contraproducente, redundando en perjuicio propio, pues lleva consigo el retraimiento del viajero". A este sector de la prensa le preocupaba menos la impresión que pudiera causar la ciudad que la que pudieran causar sus habitantes, de cuya honradez, competencia y modales desconfiaba a todas luces.
– Dame más panfletos, Pablo -dijo Onofre. El apóstol refunfuñó. Has tardado más de tres semanas en repartir el primer paquete, le dijo, tienes que esforzarte más. Eran las cinco de la mañana; el sol había rebasado el horizonte y se colaba por las grietas de los postigos del cubil. A la luz incisiva de aquel amanecer de verano el cubil parecía más pequeño, destartalado y polvoriento-. al principio no fue fácil, pero ya verás cómo a partir de hoy la cosa cambia dijo Onofre. El segundo paquete lo distribuyó en sólo seis días.
Pablo le dijo: Chico, perdona lo que dije la vez anterior. Ya sé que los principios son duros; a veces me domina la impaciencia, ¿sabes? Es el calor, este calor y este encierro, que me están matando. El calor hacía sentir sus efectos también en el recinto de la Exposición. Los nervios allí se crispaban con facilidad e hicieron pronto su aparición las diarreas estivales, muy temidas porque mataban a los niños por docenas.
– Peor será -decían los más tranquilos- cuando se terminen estas obras y nos quedemos sin trabajo.
Los más confiados creían que una vez inaugurada la Exposición Barcelona se convertiría en una gran ciudad; en esta ciudad habría trabajo para todos, los servicios públicos mejorarían a ojos vistas, todo el mundo recibiría la asistencia necesaria. De estos badulaques se reían los demás de buena gana. Onofre aprovechaba la ocasión para hablar de Bakunin y siempre acababa distribuyendo algunos panfletos.
Mientras hacía esto no podía dejar de decir para sus adentros:
Válgame Dios, no sé cómo he venido a convertirme en propagandista del anarquismo; hace unas semanas no había oído hablar siquiera de semejantes disparates y hoy parezco un convencido de toda la vida; sería cosa de reírse si con esto no me estuviera jugando el pellejo. En fin, acababa siempre repitiéndose, trataré de hacerlo lo mejor que pueda; al fin y al cabo, tan peligroso es hacerlo bien como hacerlo mal, y haciéndolo bien me gano la confianza de los unos y los otros.
La idea de ganarse la confianza ajena sin dar a cambio la suya le parecía el colmo de la sabiduría.
– De modo, joven, que trabaja usted en las obras de la Exposición Universal, ¿eh? Eso está muy bien, muy bien -le había dicho el señor Braulio cuando Onofre Bouvila le hizo entrega de la primera semanada-. Estoy convencido, y así se lo dije a mi esposa, que no me dejará mentir, de que la Exposición, salvo que Dios disponga lo contrario, ha de servir para poner a Barcelona en el lugar que le corresponde -añadió el fondista.
– Eso mismo pienso yo, señor Braulio -había respondido.
Además del señor Braulio y su esposa, la señora Agata, de Delfina y de "Belcebú", había ido conociendo con el tiempo a otros personajes de aquel mundillo. Los huéspedes de la pensión eran ocho, nueve o diez, según los días. De éstos, sólo cuatro eran fijos: Onofre, un sacerdote retirado llamado mosén Bizancio, una echadora de cartas de nombre Micaela Castro y el barbero que trabajaba en el vestíbulo y a quien todos llamaban sencillamente Mariano. Éste era un hombre obeso y sanguíneo, de mal fondo, pero muy afable de trato. También era un charlatán empedernido y tal vez por eso fue el primer huésped de la pensión con quien Onofre Bouvila trabó relación.
El barbero le contó que había aprendido el oficio en el servicio militar; luego había trabajado a sueldo en varias peluquerías de Barcelona hasta que, deseoso de medrar en puertas de contraer matrimonio con una manicura, se había establecido por su cuenta. La boda nunca se llevó a término, le dijo. Faltaban pocos días para que se celebrasen nuestros desposorios cuando ella, de repente, se puso a llorar, le contó Mariano. Él le había preguntado qué le pasaba. Ella le confesó que hacía tiempo que estaba liada con un señor que se había encaprichado de ella; le hacía muchos regalos, le había prometido ponerle piso, ella no había sabido resistirse a tanta insistencia y a tantos halagos; ahora, sin embargo, no podía casarse con él sin ponerle al corriente de la situación.
Mariano se había quedado perplejo. Pero, ¿cuánto tiempo hace que dura eso?, fue lo único que acertó a preguntarle. Quería saber si eran unos días, unos meses o unos años; este detalle le parecía lo más importante. Ella no despejó esta incógnita.
Estaba tan turbada que no sabía lo que le preguntaban; repetía lo mismo una y otra vez: soy muy desgraciada, soy muy desgraciada. Posteriormente el barbero había porfiado por recuperar el anillo que le había regalado a ella con motivo de los esponsales. Ella se había negado a devolvérselo y el abogado al que acudió le aconsejó que no llevase el asunto ante los tribunales. Perderá usted, le dijo. Ahora, a tantos años vista, se alegraba de que las cosas hubieran sucedido de aquel modo. Las mujeres son una fuente inagotable de gastos, afirmaba. De su vida profesional, en cambio, siempre hablaba con entusiasmo:
– Un día estaba yo en una peluquería del Raval -le contó a Onofre en otra ocasión- cuando oigo un gran estruendo en la calle. Me asomo diciendo: ¿qué pasará?, ¿a qué vendrá tanto ruido?, y me veo un batallón de soldados de a caballo formado a la puerta de la peluquería. De pronto un ayudante de campo se apea del caballo y entra en la peluquería; aún me parece estar oyendo el taconeo de las botas y el ruido que hacían las espuelas en las baldosas. Bueno, pues me mira y me dice: ¿Está el dueño? Y yo: Ha salido no hace nada. Y él: ¿Y no hay nadie aquí que corte el pelo? Y yo: Un servidor; siéntese Vuestra Gracia. No es para mí, me dice él, sino para mi general, Costa y Gassol. ¿Tú te imaginas? No, claro, eres muy joven y no te puedes acordar de él. Entonces no habías nacido. Bueno, era un general carlista célebre por su valentía y su fiereza. Con un puñado de hombres solamente tomó Tortosa y pasó por las armas a media población. Luego lo fusiló Espartero, que también era un gran hombre; los dos eran de la misma talla, si quieres saber mi opinión, política aparte, que en eso yo no me meto.
¿Qué iba contando? Ah, sí, que me veo entrar al mismísimo Costa y Gassol, cubierto de medallas de los pies a la cabeza; se sienta en el sillón, me mira y me dice: El pelo y afeitar.
Y yo, cagándome, le digo: A las órdenes de usía, mi general.
Total, que hago lo que me dice y al acabar me pregunta: ¿Qué se debe? Y yo: Para usía es gratis, mi general. Y él coge y se va.
Estas anécdotas podían durar varias horas, hasta que algo o alguien cortaba el flujo de su garrulería. También, como todos los barberos de su tiempo, Mariano sacaba muelas, hacía untaduras, ponía sinapismos y cataplasmas y provocaba abortos.
A los escasos clientes que tenía trataba de venderles ungüentos salutíferos. Era muy aprensivo, padecía de la vesícula y del hígado, iba siempre muy abrigado y huía como de la peste de Micaela Castro, que le había vaticinado una muerte dolorosa a muy corto plazo. La vidente era una mujer de edad avanzada; tenía un párpado entrecerrado. Era muy retraída, sólo hablaba para predecir desgracias. Creía a pies juntillas en sus dotes proféticas; el que luego no sucediera lo que ella predecía no hacía mella en su fe, no la disuadía de seguir anunciando catástrofes. Un incendio devastador arrasará Barcelona, nadie saldrá indemne de esta hórrida pira, decía al entrar en la pieza que hacía las veces de comedor. Nadie le prestaba atención, aunque casi todos procuraban tocar madera con disimulo o hacer con los dedos algún conjuro. Nadie sabía cómo le venían a la imaginación tantos horrores, ni por qué.