Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Entonces, vayamos juntos al aeropuerto. Las mellizas quieren darte un beso.

– Tal vez. Depende de lo que pase en el Senado esta noche. ¿A qué hora sale el avión?

– A las ocho y media.

– Ah, imposible. Después las llamo por teléfono. Ahora tengo que cortar.

– Sí. No vamos a vernos, entonces.

– No. No podremos. Buen viaje, ¿eh, Bren?

Colgó el tubo, aliviado. Otra vez le quedaría la casa para él solo. En los últimos años le sucedía con frecuencia, pero los lapsos eran tan breves que no le daban tiempo a relajarse. La esposa y las hijas mellizas habían formado un trío de piano, violín y cello, y las comisiones de cultura de las provincias, alentadas por el parentesco con Camargo, las invitaban a dar conciertos de los que regresaban con dulces caseros, partituras de músicos vernáculos y artesanías baratas. Brenda, que se había educado en una escuela cuáquera de Kalamazoo y aún hablaba el castellano con esfuerzo, no había podido liberarse de esa insaciable curiosidad que sienten algunos anglosajones por la cultura de los países pobres -o lo que ella creía que era la cultura de la pobreza-, sin distinguir jamás entre el talento genuino y el plagio vil. Tocaba el piano con cierta habilidad y, aun antes de que las mellizas aprendieran a leer, las había forzado a tomar lecciones de música. En el parque de la casa, sobre las barrancas que se alzaban frente al río, Camargo había hecho construir una cabaña con aislamiento acústico para que ensayaran, y poco a poco las tres fueron abandonándolo por los tríos de Beethoven, Alkan y Gabriel Fauré. A pesar de las paredes forradas de la cabaña, Camargo oía el moscardón de las cuerdas cada vez que entraba en la casa. Le ensuciaban el crepúsculo, el aire transparente, le rayaban para siempre la memoria de todos los Beethoven con los que había sido feliz en los teatros del mundo.

Cuando ya no querés a una persona deja de gustarte todo lo que hace, y Brenda, que aún llamaba la atención de los demás hombres, no le movía a Camargo ningún músculo de importancia. Los primeros síntomas de su desagrado empezaron una mañana de hacía doce años. Las mellizas estaban aprendiendo a caminar y lloraban por turnos durante la noche. Brenda tuvo un ataque súbito de histeria y se le hincharon dos venas que le formaban una y en la frente. Quizá le había sucedido antes pero era la primera vez que Camargo lo notaba. De pronto no entendió por qué se había casado con ella ni qué hacían los dos allí, compartiendo la cama y un par de hijas que no los dejaban dormir. Al día siguiente también le molestaron sus bostezos, el olor a leche cuajada de su piel, las pantuflas de conejo con las que preparaba el desayuno. Brenda era algo que le había sucedido a un ser que ya no era él. Pero separarse era una incomodidad peor que la de seguir viviendo como hasta entonces. Tampoco lo haría más libre de lo que era.

“Volvé a la realidad, Camargo, vuelve la realidad”. ¿Pero acaso alguna vez te vas de la realidad? Una de las secretarias entró en puntas de pie y le recordó, temerosa, que a las doce enterraban al senador Valenti en la Recoleta.

– ¿Quiere que llamemos al chofer, doctor?

En el diario casi todos tenían la maldita costumbre de dirigirse a él en plural.

– Llámelo, sí, llámelo.

La noche anterior había visto una larga fila de monjes en la ciudad del pasado con la que soñaba siempre. Le gustaba pasear por esa ciudad parque sabía orientarse en ella como si jamás hubiera conocido otra. Puentes, pasajes, mercados ruinosos que flotaban a la deriva en grandes lagos de sal, relojes que marcaban la misma hora eterna: ciudad sin árboles y sin fin, con un sol sucio y noches claras como el día. En las calles del centro se abrían unas cavernas que eran -Camargo lo sabía- hoteles, celdillas iluminadas por velas de cera espesa. A uno de esos hoteles estaban entrando los monjes. Los vio, eran miles, mientras la luna caía en el horizonte de la ciudad como una pelota, y él corría entre astillas de luz a ponerla otra vez en su sitio. Los monjes cantaban en sordina y su ronroneo no lo dejaba en paz. Estaba empujando a la luna por un puente de madera cuando lo despertó el celular del diario. Eran las dos y media o las tres. Brenda dormía en la cama de al lado, boca arriba, la cara cubierta por una repugnante crema de almendras. Aún ignoraba que su madre empezaba a morir al otro extremo del mundo, aún ignorabas vos, Camargo, todo lo que estaba muriendo aquella noche. El celular insistía. Tardó en reconocer la voz del editor nocturno, deshilachada por el cansancio.

– Pasó algo trágico, doctor -le dijo-. Habíamos impreso ya la mitad de la edición cuando nos avisaron que se mató el senador Valenti.

– ¿Y usted qué hizo?

– Lo que pensamos que usted haría, doctor. Parar la tirada. Todavía estamos a tiempo de que la noticia llegue en primera página a los kioscos de la capital.

– ¿Valenti, dijo? ¿Cómo ha pasado eso?

– La viuda lo encontró de rodillas, al lado de la cama, con un tiro en la boca. No dejó ninguna carta. Eso es lo que dicen.

Por fin alguien tenía un gesto de dignidad. La Argentina estaba enferma hasta los huesos. Pero una sola muerte no cambiaría el orden de las cosas.

– Escríbalo así entonces. Que se mató de un tiro en la boca sin explicar por qué.

– Un poco fuerte, doctor, ¿no le parece?

– Eso es lo que pasó, ¿no? Diga lo que pasó. ¿Dónde lo velan?

– No lo van a velar. La viuda se niega. Quiere que lo entierren cuanto antes, a mediodía si se puede.

Dio un par de vueltas inquietas en la cama y al fin decidió levantarse. Hizo ruido, para que Brenda se despertara y le preparara café, aunque sabía que ella no haría nada por él. Salió a la galería, entró en su oficina y prendió la televisión. Hizo zapping por los canales de noticias en busca de alguna imagen del suicidio: tal vez una ambulancia frente a la casa de Valenti, el alboroto de los vecinos. No había nada: sólo escenas de guerra en Gaza y en los Balcanes.

Tal como la secretaria le había dicho, el funeral era a las doce, pero a las doce menos cinco ya estaba el cortejo en el cementerio. La humedad era atroz. Los mármoles destilaban musgo, y había más desamparo fuera que dentro de las tumbas. Salvo su diario, ningún otro mencionaba el suicidio. Las radios citaban el hecho de paso y no daban detalles, lo que era rarísimo. Parecía una muerte que todos querían pasar por alto, como si no existiera. Con tanto sigilo, era explicable que hubiera poca gente en el entierro. Poca y conspicua: el presidente de la República y sus guardaespaldas, los jueces favoritos del gobierno, algunos colegas del difunto. Sobre el ataúd no había una sola flor. Nadie se animó a improvisar un discurso. Uno de los edecanes consiguió de apuro a un cura sordo, que no parecía entender para qué estaba allí y que rezó un responso veloz.

«Pobre Valenti», dijo el presidente en voz alta. «Qué injusticia se ha cometido con ese hombre.» Llevaba alzado el cuello del sobretodo y respondía a los abrazos y apretones de manos sin interés, la mirada vacía, como si estuviera con nadie. Sólo pareció animarse cuando se le acercó Camargo. Lo tomó del brazo y lo llevó aparte:

«doctor Camargo», suspiró. «¿Cuánto le agradezco que haya venido! Haga lo posible para que no se ventilen en su diario las canalladas que destruyeron a Valenti. El pobre ya no puede defenderse.» A Camargo le molestaba que le hicieran insinuaciones sobre lo que debía o no debía decir, y de inmediato se sintió tenso. Contuvo la lengua, pero no pudo evitar que el tono de la respuesta le saliera helado, distante, desdeñoso: «¿Ventilar? Yo no hago eso. Si publico algo es porque lo puedo probar, señor. Y actúo igual con los muertos que con los vivos. Un juez dijo ayer que Valenti era culpable por el contrabando de armas. ¿Cómo quiere que no lo publique?». «Un juez, un juez, ¿qué significa ya eso?», insistió el presidente. «A Valenti lo está juzgando Dios ahora.»

Alzó la mano llamando al edecán y le volvió la espalda a Camargo. Era un hombre pequeño, esmirriado, que disimulaba la vejez cultivando la flacura. Unas hebras de pelo falso y retinto le cubrían los lamparones de calvicie, en la coronilla. La cirugía plástica le daba de lejos un aire de lozanía, pero de cerca parecía un muñeco de torta.

El viento llevaba y traía colillas desfloradas por la humedad. En el atrio del cementerio, Camargo se detuvo ante el gran tarjetero donde los visitantes anotaban sus nombres para indicar que habían asistido al funeral. De reojo, vio que Enzo Maestro trotaba hacia él y se hizo el distraído. Enzo no había estado en la ceremonia. ¿Qué querría? En 1982 tenían escritorios contiguos en la redacción del diario y mantenían un espaciado ritual de almuerzos a solas que era lo más cercano a lo que Camargo entendía por amistad, pero ahora Maestro se había convertido en un perro servicial del presidente, el secretario privado, y prefería hablar con él sólo cuando no tenía más remedio.

– Desde que me llamaron por lo del suicidio no pude pegar un ojo -dijo Maestro. Estaba agitado y sudaba-. Si a mí me quisieran meter en la cárcel también me habría suicidado.

Camargo le sonrió y dijo:

– Yo no. Hay que sentirse muy culpable para matarse.

Cruzó el portal del cementerio y avanzó hacia los grandes gomeros de la entrada. Afuera, la vida respiraba con energía. El sol se desprendía de las nubes con felicidad y caía inadvertido sobre el ánimo de la gente. Maestro, obstinado, le siguió los pasos.

– Viste el mal humor del presidente, Camargo? Le tiran pálidas de todos lados. ¿Te parece que con tanto bajoneo el país puede tener algún arreglo? Cuando las cosas salen bien, nos quejamos porque no salieron mejor. Lo que le hicieron al pobre Valenti me pegó en el alma.

– Nadie le hizo nada, Enzo. Todo se lo hizo a sí mismo. Se dejó filmar mientras le pagaban la coima del contrabando. Ya no tenía salvación.

– Quién sabe cuántos hacen lo mismo y ninguno va en cana.

El maldito calambre volvió de repente. Descendió como un garrote desde los músculos de la cadera y dobló en dos a Camargo. Era el mismo dolor de un mes atrás y de hacía un año, durante el viaje a Davos. Llegaba y se iba. Pero mientras estaba allí, lo convertía en un inválido. Maestro lo sostuvo con una fortaleza humillante.

– No es nada, Enzo, no es nada. Creí que me había torcido el tobillo. Ya estoy bien, ¿ves? Estoy bien.

Caminaron hacia La Biela, frente al cementerio. El chofer del diario había estacionado el Mercedes en la esquina, pero Camargo le hizo señas de que esperara. El café estaba lleno de gente. Una mesa junto a la ventana se desocupó cuando entraron y Camargo se dejó caer en la silla.

5
{"b":"87741","o":1}