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– Acaso he dado yo alguna orden de que me compren pasajes? -dijo-. Que Sicardi los devuelva va mismo.

– No vas a ir, entonces -admitió Maestro.

– No. voy a ir después, cuando todo haya pasado.

– Ahí, donde estás, te hace falta algo? -No. Quisiera hablar con Diana, pero voy a tropezar con Brenda.

– Yo puedo arreglar eso. Puedo decirle a

Brenda que tenés una crisis nerviosa y que el médico no te deja viajar. Puedo pedir que me pase a Diana y transferir la llamada a tu celular. ¿Estás de

acuerdo?

– Si. No sé. No estoy en condiciones de pensar ahora.

Hasta que la mujer no despertara no podía moverse de allí: ésa era su mayor tragedia. En el departamento guardaba botellas de whisky, queso y galletas, pero no tenia sed ni otro deseo que acercar la mirada al lente del telescopio y ver la respiración de la mujer: arriba, abajo, arriba, abajo. A veces notaba que las aletas de la nariz se le abrían un poco más, algo casi imperceptible que tal vez fuera un suspiro. Trataba de verificarlo observando el pecho, que también debía expandirse, pero atender a un movimiento le hacia perder el otro: eran transformaciones demasiado sutiles, que la distancia confundía. Todo el tiempo sentía la tentación de cruzar la calle y sentarse junto a la cama de la mujer, para poder concentrarse mejor en ella y darle un poco de agua de vez en cuando, pero no podía arriesgarse a que se despertara de golpe y, al verlo, se diera cuenta de todo. A la vez, tenía miedo de que, en el rápido tránsito de un departamento a otro, alguien lo reconociera. Si al menos hubiera podido averiguar cuánto duraba el efecto del fenobarbital, estaría más tranquilo. ¿No se le habría ido la mano? Quizá la mujer había entrado en un coma del que no saldría. De pronto, sintió terror. El no era un criminal. No había querido hacerle más daño del que se merecía Quizá debía buscar un teléfono público y hacer una denuncia anónima. Pero en ese caso, la mujer yaciendo entre manchas de sangre se convertía en un escándalo policial.

Poco después del mediodía, Maestro lo llamó para decirle que tardaban en dar con Diana. Los médicos le habían recomendado sedantes y ahora estaba dormida.

– Lamento agregarte un problema, Camargo. Remis volvió a faltar.

– Estará enculada. Le habrán molestado los reproches de Sicardi. Vos sabés cómo son las mujeres.

– No quiero meterme, pero ¿ha pasado algo entre ustedes dos? Yo hasta pensé que en algún momento se iban a casar.

– Dijiste que no querías meterte. Es lo mejor que podés hacer.

– Soy tu amigo, Camargo. Soy lo más parecido a un amigo que vos podes tener.

– ¿Qué me querés decir con eso?

– Que soy leal y no me callo lo que pienso. Estás exagerando con esa chica. Cometió un error, ya sé. Hizo que Fleet Air le pagara el viaje a Caracas. No es nada del otro mundo. Quería conseguir un documento y lo consiguió. No era para vendérselo a otro diario. Era para dárnoslo a nosotros. No la podemos echar por algo que se hace todos los días. ¿Querés que se la lleven los de El Heraldo? Antes de que ella les toque el timbre ya van a estar abriéndole la puerta.

– No volvás a joder con eso, Maestro, o te voy a arrancar la cabeza también a vos. Soy una persona de principios. ¿Alguna vez entendiste lo que quiere decir eso? No tolero la corrupción. No tolero la mentira. ¿Dónde está ahora esa mujer, decime? Cree que el diario es de ella. Hace lo que se le da la gana. Viaja a Caracas, viaja a Río, llama a Karachi, a Mozambique o a donde sea desde los teléfonos que yo pago. Y encima desaparece cuando quiere. Ya me cansé. En El Heraldo nadie la va a contratar, quedate tranquilo. Voy a ocuparme de eso personalmente.

Colgó con alivio. La vida le parecía recta y simple. Cuanto más hablaba, con la mirada fija en el cuerpo tenso y desnudo de la mujer, más firme le parecía su razón. Si hubiera podido contarle a Maestro los detalles de la historia, sin duda lo habría entendido. Pero también él estaba enredado en un tejido de apariencias y confusiones. Maestro no había sido testigo del principio de la relación, por ejemplo, de la época en que la mujer era nadie y él la había educado lentamente en un oficio donde todo la desorientaba: el misterio de los títulos, el cortejo de las fuentes, el minué de los adjetivos y de la sintaxis. No sabía distinguir el rumor de la verdad, Maestro: no sabía discernir cuál era la mejor de dos verdades que parecían decir lo mismo. Apenas Camargo le abrió los brazos, ella se le clavó como una hiedra. Le copió hasta la manera de respirar, anotaba en un cuaderno las ideas que él descartaba y las frases que dejaba por la mitad para desentrañar qué saberes diferencian a un periodista genial de un periodista del montón. A Camargo lo halagaba que lo oyeran, y hablaba, hablaba, sin darse cuenta de que, cuanto más conocimiento le cediera, menos lo iría necesitando ella.

La paseó por las calles de Steglitz, cerca de Berlin, donde Franz Kafka vivió los meses más felices de su vida junto a Dora Diamant, poco antes de morir. «He terminado la obra y me parece bien lograda», recitaba Camargo en alemán, repitiendo las primeras líneas del cuento que Kafka había escrito en el 2526 de la calle Heide, sobre una mesa junto a la estufa, bajo una lámpara de petróleo que arde maravillosamente. Kafka imaginaba que, al llegar a Berlin -eso era en setiembre de 1923-, se alejaba de idas fuerzas demoníacas)), cuando, en verdad, su movimiento era inverso: los demonios -o «el enemigas, como lo llamaba él-le habían tendido un cerco de galerías subterráneas y allí, en Berlin, se le acercaban, dibujando, ellos también, un laberinto gemelo al de su vida, coma se narra en ese penúltimo cuento, «La construcción»,. La mujer lo ola extasiada y luego, en los trenes en que recorrían Europa de un extremo a otro, leía los otros relatos que Kafka había esbozado antes del final, mientras Camargo recitaba en alemán, de memoria, el comienzo y el fin de «Josefina la cantante», que era el último y el más conmovedor de todos.

La llevó a Amherst, Massachusetts, para que viera la casa y el escritorio mínimo donde la solterona Emily Dickinson había escrito algunos de los mejores poemas del siglo XIX, aislada del mundo, en una comunidad que tenía poco más de cuatro mil habitantes, ¿te das cuenta, Reina?, mientras recitaba al entrar en la ruta 116, ya llegando a Amherst, algunos de los versos con los que esa mujer tímida, aquejada de nefritis, había cambiado para siempre el orden de los sentimientos: ¿Por qué apurarnos por qué, en verdad? /A cualquier lugar que vayamos / Nos molestará por igual / La inmortalidad

Una noche de primavera la invitó a comer en un restaurante de Picadilly junto a los novelistas ingleses con los que él, Camargo, había forjado una amistad laboriosa. Reunió a Kazuo Ishiguro, Martin Amis, Ian McEwan y Julian Barnes, luego de vencer el recelo que algunos de ellos sentían por sentarse en compañía de otros con los que llevaban años sin saludarse. Al término de una conversación animada, en la que Reina no abrió la boca, ella los acosó para que le dieran los teléfonos personales y las direcciones electrónicas, con un descaro que avergonzó al anfitrión.

Cogía como una diosa, era verdad, y lograba que Camargo creyera, al acostarse con ella, que su cuerpo se había vuelto joven e insuperable. A veces iba al baño después de las salvajes funciones de amor, en las que ella gemía sin cesar y, al observarse de reojo en el espejo, le parecía que el abdomen se le había endurecido y que la espalda cargada, que lo obligaba á caminar con la cabeza baja, como un viejo, volvía a estar erguida, en armonía con el cuello de toro. Ni siquiera en los momentos de éxtasis la mujer le decía que lo amaba. Emitía sonidos que denotaban placer, como «ya, ya», «así» o «mío, pero rara vez lo miraba. Sólo una noche, en San Isidro, había dejado caer la cabeza sobre su pecho y le había pedido que la acariciara.

– Camargo? -le dijo.

– Sí -contestó él, distraído.

– No sé por qué me cuesta tanto querer.

– Pero a mí me querés.

– Sí. Vos sos la única persona que quiero.

Pocos días después, ella viajó a la zona de despeje, en Colombia, y ya nada volvió a ser como antes. El estúpido al que se entregó con tanta ligereza, en la selva, hizo rápidos estragos en todo lo que Camargo había tardado años en enseñarle. Convirtió a Reina en una persona de moralidad desorientada: es decir, en una persona cuya única moral era el deseo del otro. Quería regresar al otro todo el tiempo, al punto que su centro de gravedad dejó de estar en ella misma y se situó allí donde al amante se le antojaba: en Temuco, en Caracas, en Río. Era capaz de cualquier extremo de humillación para estar cerca de él, y a Camargo le parecía que esas debilidades eran una ofensa al amor que le había profesado. Maestro jamás podría entender el tamaño de esa traición y la justicia con que Camargo se había desquitado. Si conociera apenas un soplo de esa historia, Maestro no la habría defendido. Nadie defiende a los que se quieren perder.

Ni siquiera recordaba que Diana debía llamarlo cuando sonó el teléfono a las siete de la tarde. La mujer seguía en la misma posición: sólo una vez había flexionado la pierna derecha, acercándola al abdomen. Apenas oyó la voz de Camargo, la hija soltó el llanto. él trataba de imaginar alguna frase de consuelo, pero no se le ocurría ninguna.

– Quisiera estar con vos ahora, papá-dijo Diana-. Quisiera estar allá y acá.

– No estés triste -dijo él.

– Ya no estoy triste. Después de todo lo que Ángela sufrió, el final fue casi un alivio.

– Tenés voz de mujer. Debés haber crecido mucho en estos días.

– Crecí. Entiendo por qué no pudiste venir. Entiendo codo.

– Gracias -dijo él-. Sos una gran chica. Sos la mejor hija que alguien puede tener.

– Sabés? Ahora…

Dejó de oír. El cuerpo de la mujer se estremeció y empezó a sacudirse, como si un golpe de mar estuviera agitándola por dentro. Tenía los ojos abiertos pero estaban extrañamente fijos en un punto situado atrás de ella misma. El ritmo de la respiración se aceleró. Agitaba los brazos para atraer el aire del cuarto, aunque tal vez ya no quedaba ninguno: tal vez el encierro había creado allí sólo desesperación y vacío. Logró inclinarse hacia un costado de la cama -justamente el costado opuesto a la ventana, inalcanzable a su mirada- y, por la brusquedad de los espasmos, Camargo supuso que estaba vomitando.

– Ángela, tengo que cortar -balbuceó.

– Qué estás diciendo, papá? Soy Diana, Diana. ¿Cuál de nosotras dos creés que ha muerto?

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