– En la vida todo va y viene, Reina. Cada vez que te sucede una felicidad, debés esperar una desdicha. Y al revés: no hay desgracia, aparte de la muerte, que no se arregle con alguna felicidad. Esta mañana me desperté con la ilusión de verte. No estabas. A pesar de eso, respiré con alegría el polvo del campo, tomé café, fui a ver unas colmenas. Cuando venta para Buenos Aires, mi mujer me llamó por el celular desde Traverse City, en Michigan, cerca de los lagos. Tengo hijas mellizas, ¿sabés?: trece años. La abuela vive cerca de ahí, en el lago Torch, y las mandó llamar porque le dio un infarto y creyó que iba a morir. Contra todos los vaticinios, ha sobrevivido. Pero a una de las mellizas, Ángela, le descubrieron una leucemia. Hacía ya tiempo que se quejaba de cansancio y dolor de huesos. Ayer por la mañana, me dijo Brenda -mi mujer se llama Brenda-, Ángela estaba jugando con unos pájaros que la vieja tiene sueltos en el granero. Dos zorzales aletearon, rozándola en los brazos, y en seguida estuvo llena de hematomas, derrames. La llevaron al hospital de Traverse City y le hicieron análisis de sangre y de médula. El patólogo dio la alarma esta mañana: leucemia mieloblástica. Aunque se salve, aunque entre en remisión -como se dice-, la pobre Ángela va a tener toda la vida esa espada sobre la cabeza.
– Vaya a verla, doctor. ¿Qué espera?
– Ahora no puedo, Reina. Has visto cómo está el país, ¿No? Sería un irresponsable si me fuera. Y podría suceder que se hayan equivocado con los análisis. Que le hayan atribuido a mi hija los resultados de otro enfermo. A veces pasa.
¿Creta en verdad Camargo lo que estaba diciendo? Reina volvió a desconcertarse. No sabía si consolarlo, si tomarle las manos, decirle: «Váyase, doctor, vaya. Haga lo que tiene que hacer», o echarle en cara la falta de sentimientos, la negación idiota de la realidad. Una hija, pensó. Quién sabe en cuántas novelas había leído que nada es tan desgarrador como la muerte de un hijo. Y Camargo le hablaba de la situación política. A lo mejor se daba cuenta y no quería sufrir, pobrecito. A lo mejor prefería irse de sí mismo antes que sufrir.
– Ojalá tenga razón, doctor -le dijo-. Ojalá el diagnóstico sea un error.
Pensó que debía de estar muy mal en el fondo, porque vio que la cara se le convertía en una nuez llena de arrugas. Habría seguido demacrándose si él, llevando la mano a la barbilla, no le hubiera devuelto la compostura. El Purgatorio, se dijo Reina. Fui elegida para esto, per lui campare; y no hay otro camino. Se le encogía el corazón. Ángela, Ángela, si fueras mi melliza te salvarías.
– No me dejés solo, Reina.
La voz le salía de muy adentro, de unas honduras que ella no había visto ni adivinado. A veces le daban ganas de ponerle la cabeza sobre la falda y acariciarlo.
– No -dijo-. No voy a dejarte solo.
La necrología que escribió Enzo Maestro para El Diario no mencionaba a Reina Remis ni los tres años que ella y Camargo vivieron sin separarse casi, yendo de un lado a otro del mundo. Reina estuvo ahí todo el tiempo, en el centro de esa vida, y sigue siendo raro que los demás vean la historia de amor que los unió como si nadie la hubiera vivido y los personajes se hubieran retirado de ella, dejando sólo la historia. Ahora se sabe que la minuciosa investigación de Remis sobre el contrabando de armas también quedó en la nada, a pesar de las pruebas que ella y Camargo recogieron en los bancos de Zurich y en los archivos de las cancillerías balcánicas. El presidente penitente fue amenazado con la cárcel por el gobierno que lo sucedió, pero salvó el pellejo con facilidad. Todos los que debían juzgarlo habían sido nombrados por él, y estaban ansiosos por devolverle el favor. No tardaron en descubrir errores en los sumarios y con esa excusa invalidaron los procesos. También al nuevo gobierno le convenía que estuviera libre, para dividir a los opositores. La impunidad persistió. El parlamento siguió aprobando leyes que saqueaban el país hasta convertirlo sólo en un nombre vacío: el mismo desierto inútil que había sido cuatro siglos antes.
Nada hay más atroz en una historia de amor que la certeza de que terminará algún día. A Reina la atormentaba la idea de que hubiera un fin aun cuando ni siquiera estaba segura de que la historia fuera de amor. Deseo, ambición, amistad, compañía: no se trataba de eso. Si hubiera sido sólo alguno de esos estados del alma no habría tenido miedo de perder a Camargo. Pero era más y era también menos: un sentimiento para el que no había nombre ni medida. De pronto le parecía que, sin Camargo, su vida iba a hundirse en la oscuridad: que había dejado su propio cuerpo en alguna parte y se había quedado sólo con su sombra. Ya lo que había empezado no podía sino terminar, y entonces, cuando llegara el fin, ¿cómo recobraría el cuerpo? In my beginning is my end, decía. Now the light falls, y todavía estoy acá o allá, en el principio de mi fin, con el cuerpo en menguante.
Ahora, dos o tres veces por semana se quedaba a dormir en San Isidro, junto a la galería de geranios. Camargo no se había tomado la molestia de mover los retratos y las lencerías de lugar, de manera que Reina se acostaba de cara a un pasado donde las mellizas tocaban la viola y la esposa la saludaba en vestido de fiesta desde fotografías en marcos de plata. Aunque Brenda ya no viviría más allí, su ropa interior y sus vestidos de verano estaban todavía alineados en los armarios, y junto al dormitorio seguía intacto el pequeño gabinete donde se refugiaba a leer y a escribir cartas, entre paisajes del lago Torch y fotografías de la madre junto a nubes de pájaros.
Reina sólo era feliz cuando viajaban juntos. En los hoteles, nada pertenecía a nadie y podía sentir que en la realidad porosa, inasible, su existencia no era inferior a las otras existencias. Una vez, en Washington, donde se quedaron tres semanas para narrar la desventurada pasión de Monica Lewinsky por Bill Clinton, ella insistió en que Camargo viajara a Chicago un día, un solo día, para ver a Ángela, que había sobrevivido al primer ciclo de la quimioterapia. Ya en esa época la relación entre los dos era pública y Brenda había entablado demanda de divorcio, no por el adulterio -como dijo por teléfono- sino porque era un padre indiferente, que pasaba meses sin ver a las hijas. Camargo se negó a viajar. Ángela está mejor, dijo, y mi presencia la puede alterar. La que se está muriendo, en cambio, es la abuela, y no tengo estómago para afrontar las escenas de dolor de Brenda, no soporto la idea de que se aferre a mí y llore sobre mi hombro. Reina no quería que las mellizas la culparan alguna vez por la ausencia del padre y le repitió a Camargo que pensara en Ángela, en sus desesperados reclamos de amor cuando hablaba por teléfono. Estaban solos en la habitación del hotel, cerca de Georgetown, vestidos ya para comer en la casa de un editor del Washington Post, y de pronto sobrevino uno de los bruscos cambios de humor de Camargo a los que Reina no conseguía acostumbrarse. Tomó asiento en un sofá junto a la cama mientras ella terminaba de maquillarse y empezó a balbucear frases sin sentido. A Reina le pareció que estaba discutiendo consigo mismo las alternativas de un vuelo a Chicago, porque en el monólogo había alusiones a horas, líneas aéreas, conexiones de trenes y nombres de hoteles desconocidos. No le estaba prestando atención. La tomó de sorpresa cuando lo vio ponerse de pie, rojo de cólera, y decirle casi a los gritos:
– ¿Entonces es verdad? Querés quedarte sola en Washington para salir con tu amiguito, ¿no? ¿Desde cuándo me lo estás ocultando, puta?
Tenía el ánimo tan ofuscado, tan descompuesto, que Reina se preparó para recibir una bofetada.
– No -dijo-. Sólo pensé que Ángela te necesitaba…
– Estoy harto, harto de que me mientas. Me doy vuelta y mentís. Te reís a mis espaldas, ¿te crees que no lo sé? A mí me cuentan todo.
– Camargo, Camargo, ¿de dónde has sacado eso?
Sintió ganas de arrancarse el vestido y echarse en la cama a llorar. O marcharse y dejar que la noche se cayera a pedazos. Pero tenia que mirarlo a la cara para detener su ira o, al menos, para unir la imagen de esa ira con la de aquel hombre al que había amado hasta hacía sólo un instante, aunque amar quizá no era la palabra.
– ¿Hay otro, no es cieno? Decímelo, no tengás miedo. Perdono cualquier cosa menos la mentira.
Daba la impresión de que se había tranquilizado, pero ella veía la oscura lava de adentro, el rencor que le salta por los poros. No tengo otra vida que la que tengo con él, se dijo Reina, pero si se lo explico de ese modo sólo voy a enfurecerlo más. ¿Un amigo acá -repetía sollozando-, un amigo? ¿Qué amigo voy a tener si apenas sé hablar inglés? Era cierto. En las comidas con los editores de Foreign Affairs o los asistentes del fiscal Kenneth W. Starr callaba con tanta elegancia que nadie se daba cuenta de que el diálogo fluía sin que ella entendiera una palabra. Sólo una vez se equivocó cuando la madre de Monica Lewinsky le preguntó si era justo que una felatio sin importancia, idéntica a la que millones de mortales repetían a diario, condenara a su hija a una vida de calamidad y encierro. Reina contestó Thank you con una diáfana sonrisa, y tuvo la suerte de que todos la interpretaran como una frase de consuelo. Ya estaba por recordarle a Camargo su ignorancia del inglés, cuando se le ocurrió un argumento mejor:
– ¿Cómo crees siquiera que puedo pensar en otro? De todos los hombres que he conocido, ninguno te llega a los talones.
A Camargo se le iluminó la cara, pero no respondió una sola palabra. Se puso otra vez el saco, que había arrojado sobre el sofá, y dijo:
– Terminó de arreglarte que vamos a llegar tarde.
En el automóvil que los llevaba a una lujosa casa de Bethesda, al norte de la capital, Reina se enteró de que su enamorado le vigilaba hasta el olor de los excrementos. No vayas a descuidarte nunca porque yo sé todo lo que haces, le dijo. Sé con quiénes hablas por teléfono, conozco hasta la última palabra de las cartas que escribís, puedo repetir la lista de los libros que has leído en los últimos dos meses y las anotaciones que has dejado en los márgenes, cuáles son los resultados de tus análisis de sangre y de tus mamografías, qué secretos míos has contado a otros redactores. Hay tres hijos de puta que te mandan emails con insinuaciones sexuales sin que vos les hayas parado el carro. Uno de los tres está en Washington, ¿eh?, tanteó. ¿Por qué no me avisaste? ¿Por qué me tengo que enterar por terceros de tus levantes clandestinos?
– ¿En Washington? Primera noticia -atinó a decir ella-. Ya que lo averiguás todo, andá a Chicago. También desde ahí me podés seguir los pasos.