– ¿Para qué metiste la historia de los mesías gemelos, Remis? ¿Qué tenían que ver con Robert Mitchum? ¿Sabes que una cagada de ésas te puede costar el puesto?
– Fue un malentendido, ya se lo dije. Ya me arrepentí. Ya le pedí disculpas.
– En el periodismo no puede haber malos entendidos. Sólo hay malas y buenas intenciones. ¿Por qué lo hiciste? Tiene que haber una razón más honda que un descuido.
– No estoy segura. Hace dos años fui a México. Viajé sola, en ómnibus, con una mochila al hombro. Una mañana caí en Tonantzintla, a diez minutos de Puebla. Quería verla pirámide de Cholula pero el ómnibus se desvió a ese lugar desierto. No había un alma: nada de farmacias ni cafés ni tiendas de artesanía. El páramo. Entré a una iglesia llena de ornamentos, sin un solo milímetro vacío. Todas las vidas que faltaban afuera estaban dentro, en las tallas de los muros. Había retablos, arcángeles como mascarones de proa y vírgenes. Cada una llevaba en brazos no un Niño Jesús sino dos. Algunas tenían cuatro pechos. Al salir, en el atrio, uno de los gulas me vendió el evangelio de los valenrinianos. Me quedé con ganas de escribir sobre los mesas gemelos. Oí que durante la filmación de La noche del cazador uno de los actores estaba leyendo a los valentinianos y creí de buena fe que debía ser Mitchum. No se me ocurrió que podía ser el director. W sinful thinking. A veces la historia no es como debió haber sido sino como es.
– A lo mejor tenés razón, pero los diarios se escriben en presente. ¿Eso es todo lo que te pasó?
– Si hay algo más, no lo sé. Quizá pensé que usted iba a leer el artículo y quise llamarle la atención.
El mozo les sirvió la comida y Camargo, en silencio, clavó la mirada en Remis. Debajo de la pesada costra de queso y pan, el caldo hervía.
– Me hiciste perder el tiempo, Remis. Que no haya una segunda vez.
La observó mientras tomaba la cuchara con delicadeza, sin derramar ni una gota de sopa.
– Ya aprendí. No habrá.
– ¿Y tus padres? -preguntó Camargo-. Qué hacen tus padres?
– Mi madre lava, cocina, limpia la casa. Es una víctima. Y mi padre, no sé. ¿Qué hace de su vida? Tiene un taller mecánico a veinte kilómetros de acá. Viene poco y nada a Buenos Aires. No le interesa leer, no le interesa el cine, no le intereso yo. Su única pasión son los caballos.
– ¿Tiene caballos? Eso es caro.
– No. Tuvo un caballo cuando era chico. Se le rompieron las patas y hubo que pegarle un balazo. Desde entonces, le ha quedado el deseo. Todos los domingos, ahora, va a un hams en Longchamps, donde los caballos son de otro pero él puede montarlos. Se pasa las horas trotando. A veces lo acompaño. Pero no hablamos. Cada vez que hablamos, me peleo.
– No debés ser una hija fácil.
– ¿Yo? El que no es fácil es mi viejo. Nada de lo que hago le parece suficiente. Siempre parece estar esperando algo más. Quería que le naciera una rosa y le salí una margarita.
Algunos mozos arrastraron una tarima de madera hacia el centro del restaurante y pusieron allí un par de taburetes altos. Camargo divisó a dos hombres de melena engominada junto al mostrador del bar. Llevaban la cara pálida de talco.
– Ya ves -dijo Camargo-. Hay que irse. Aquello es un dúo de tango: bandoneón y cantor. Ponen cara de culo cuando la gente habla.
La tarima y los taburetes se iluminaron. El del bandoneón blandió su instrumento y ensayó algunos acordes. Era una música melancólica, que no se parecía a nada. Expresaba tan pocas cosas como un mundo no creado, y tal vez para eso estaba allí, para que el cantor llenara ese vacío.
– Todo es tan raro -dijo Reina-. Es como si yo adivinara lo que está por venir.
– Acaso algo está por venir?
– Quiero decir la música. La oigo antes de que llegue. No significa nada y sin embargo me da ganas de llorar.
El cantor llevó su taburete hacia la frontera entre la penumbra y el halo de luz y ocultó allí el brazo tieso y los dientes que le faltaban. La redondez de la cabeza dejaba una sombra en la pared. Camargo chasqueó los dedos para que le trajeran la cuenta pero ya era tarde: el del bandoneón despedía un chorro de música. Era una melodía neutra, en sordina, que mezclaba fragmentos de tangos famosos con balidos dodecafónicos.
– Me acuerdo -dijo el cantor-. Me acuerdo de cuando yo era chico y soñaba con países lejanos. Qué lindo.
Camargo se puso de pie.
– Vayámonos, Remis -dijo-. Estos stripteases sentimentales me dan dolor de cabeza.
Reina también se paró. Estaba hechizada por la luz, por las insensateces del bandoneón, por la energía con que el cantor hablaba de su vida.
– París -decía el cantor-. Apenas yo tocaba esa palabra se me encendía el corazón. Primer mandamiento: no amarás a otra ciudad que París. Segundo mandamiento: no invocarás el nombre de París en vano. Qué lindo. París era para mí los miserables de Víctor Hugo, Mimi Pinson, Toulouse Lautrec, el ajenjo de Paul Verlaine, las cocottes del Moulin Rouge. Yo era chico y ya soñaba con el tango en Paris.
El bandoneón deslizó la melodía de Griseut. La cara de Reina estaba bañada en lágrimas.
– Vayámonos de una vez -dijo Camargo. Avanzó hacia el mostrador del bar, abriéndose paso entre las mesas ahora colmadas.
Al crecer la noche, la calle desierta había crecido también y ahora iban y venían por la penumbra los cuerpos felices de travestís que empezaban su ronda, los viejos que manejaban sus automóviles con la cabeza fuera de la ventana, husmeando el sexo en el aire tibio, arrojando redes de sexo hacia los cardúmenes de la noche, y las parejas desesperadas por hacer el amor ahí mismo, nudos de parejas negándose a despegarse, mientras las locomotoras tardías de los maniseros ofrecían con desesperanza las cenizas que les quedaban, sus luces últimas de almendras y castañas. Era el fin del invierno y parecía ya el verano. Era todavía ayer y parecía pasado mañana. En la frágil noche, todo se rompía. ¿También la madre? Ahora que él tenía sesenta años, ella andaría por los noventa y dos. El pasado se le iba cayendo a pedazos. Sólo el aroma de Reina seguía de pie, incorruptible como el sol.
– ¿Vamos a tomar un café? -dijo Camargo-. No tengo sueño. ¿vos sí?
Iban a cruzar la calle y abrazó a Reina por la cintura. La sintió estremecerse primero y tensarse luego. Era un cuerpo difícil, con mareas que se iban antes de llegar.
– Yo estoy muerta. Si no le importa, voy a volver a casa.
– Te llevo.
– No hace falta. Puedo tomar un taxi. Vivo lejos, en San Telmo.
– Ya sé. Me lo dijiste. Te llevo.
Sobre el automóvil de Camargo se había sentado una pandilla de gatos. Estaban limándose las uñas, sabias en los lenguajes de la piel, voraces, uñitas que ningún trabajo de amor saciaba. Putitas de papá, llamaba Camargo a los gatos cuando las veía arrastrarse por el neón de la noche. Entonces y ahora estaban envueltas en terciopelos y estolas de piel falsa, con las bombachas de nylon satinado sobre el sexo alerta. ¿Una lamidita, una chupadita, un mambo de tres?, ofrecían. Se levantaron del auto con lentitud, tal vez con desdén. Camargo subió los vidrios de las ventanas y apagó las tentaciones. Abejas, mariposas, vivirían pocas noches, se dijo. Ayer será otro día para ellas y el dolor será la única parte sana de sus cuerpos. Apenas cruzara la frontera de los gatos entraría en la noche de la decencia y de las certezas, a la que él pertenecía. Reina también, ¿o no? La vio llorar en silencio.
– ¿Te pasa algo? -le preguntó.
– Nada -dijo ella-. Tristeza. Viene y
se va.
– Las mujeres están siempre tristes -dijo él-. A veces con razón, a veces no. Los hombres, en cambio, no tenemos nunca tiempo para la tristeza.
– No saben lo que se pierden.
El auto desembocó en la avenida 9 de Julio. La gente salta de los cines, de la ópera, el día parecía acercarse a su principio y no a su fin. Camargo rodeó el obelisco y se detuvo ante la puerta de un McDonald's. La ciudad era allí tan distinta que no pertenecía a ningún tiempo: era como si el tiempo se perdiera a sí mismo, interminablemente. Debajo de las luces de propaganda se abrían espejos enormes que sólo reflejaban su propio vacío. Camargo dio en la rodilla de Reina una palmadita de cazador curtido y dijo:
– Es mejor que te bajés acá, Remis. Ves? Hay taxis por todos lados.
– Sí -dijo ella-. A esta hora hay muchos.
Y eso fue todo. Los tres autos que venían a la zaga tuvieron que frenar y clavaron, frenéticos, las bocinas. Reina bajó sin volver la cabeza. Ni una palabra mis, ni una queja. En seguida se le acercaron los halcones que revoloteaban en la puerta del McDonald's. Ella los esquivó, subió al primer taxi que pasaba y se alejó por Corrientes hacia el este. Camargo la siguió y la siguió hasta que la luz de un semáforo lo contuvo.
«El Presidente tiene visiones místicas„ era el título de El Heraldo en la edición del día siguiente. Camargo estaba seguro de que el diario rival no publicaría una sola palabra sobre los escandalosos depósitos en el banco de San Pablo. Aunque lo averiguaran, lo ocultarían. En el último par de años el presidente los había colmado de favores, concesiones de ondas radiales y cotos de caza y pesca para turistas de lujo en la Patagonia. Calcul6 ese silencio, pero no el efecto teatral de un título más llamativo. Visiones místicas. En un país que había sido gobernado por magos y adivinos, esa frase era un imán. Debía haber ordenado a los cronistas de Olivos que estuvieran más atentos a la intimidad del presidente. Nadie prestaría atención ahora a los siete millones de dólares que un muchacho tonto de veintiún años había metido en una cuenta fantasma. Dirían que era un error, o que la plata era de otro. Las visiones místicas ocuparían el horizonte.
Según El Heraldo, el presidente había cancelado una cena con empresarios alemanes y, a las diez de la noche, se había retirado a su dormitorio a ver televisión. Puso un documental sobre Carlos Salinas de Gortari grabado en marzo de 1995 y se deprimió. «Dese cuenta de lo que pudieron hacer la inquina y la envidia con un gran hombre», le dijo al mayordomo que le llevó la cena. Se veía a Salinas barbudo y ojeroso tendido sobre una humilde cama de Monterrey, con una bandera mexicana al fondo. A los pocos meses de abandonar el gobierno, su hermano había sido acusado de crímenes y desfalcos sin nombre. Para restaurar el honor de la familia y de su propia presidencia, a Salinas de Gortari no le quedaba otro recurso que la huelga de hambre. Había llamado a la puerta de una mujer leal, Rosa Coronado, y le había pedido asilo. Al rato, el sitio estaba lleno de periodistas. «Voy a matarme de hambre», les dijo a los enviados de Televisa. «Lo que se ha hecho conmigo es una indignidad. Voy a suicidarme.» La huelga de hambre duró menos de veinticuatro horas porque en seguida llegaron a Monterrey emisarios del presidente sucesor para eximir a Salinas de toda culpa en los males que México había padecido bajo su mandato. Al verlo marcharse de Monterrey cabizbajo, aún más ínfimo e íngrimo que de costumbre, con la misma campera de cuero negro que vestía al llegar, el presidente argentino lloró en Olivos. «Sintió que a todos los hombres de bien les cae tarde o temprano sobre los hombros la cruz de la injusticia», decía el ripioso cronista de El Heraldo. ((Sintió que en este mundo de desgracias hay siempre un alma gemela. Se asomó al balcón y creyó distinguir una luz blanca, entre los árboles del parque. Serían las once de la noche. Vio flotar entre las ramas de un limonero la imagen cegadora de Jesucristo. Ah, Dios mío, Dios mío, atinó a decir el presidente. Nuestro Señor levitaba cubierto sólo por un taparrabos, como en las pinturas de la crucifixión, e inclinaba la cabeza en señal de sufrimiento. Cuando, de pronto, abrió los brazos y se elevó en el aire transparente de la medianoche, el presidente reconoció, con toda claridad, los estigmas del calvario: la herida de la lanza en el costado, las desgarraduras sangrantes de la corona de espinas, las manos y los pies atravesados por clavos. Una fuerza celestial lo hizo caer de rodillas mientras la luz se perdía entre las nubes. Rezó un padrenuestro y un avemaría. Luego, aún estremecido por la visión, Llamó al capellán de Olivos y le pidió que lo acompañara al árbol del milagro. Allí encontraron, al pie del limonero, un crucifijo de oro manchado con un finísimo hilo de sangre. Aunque es julio, el árbol estaba lleno de azahares que fueron evaporándose como luciérnagas.»