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Creo que fue entonces cuando me desperté. Sentí ruidos en la cocina y luego pasos que iban desde el living hasta la otra habitación y yo me desperté con el brazo acalambrado (me había quedado dormido en una mala postura, algo que por aquellos días, antes de salir de la lesión, me solía pasar) y me quedé esperando, la puerta de mi dormitorio estaba abierta, así que él tenía que haberme visto, pero por más que esperé Buba no apareció en el umbral. Sentí sus pasos, carraspeé, tosí, me levanté, oí que alguien abría la puerta de la calle y luego, casi sin hacer ruido, la volvía a cerrar. El resto del día lo pasé solo, sentado delante de la tele, cada vez más nervioso. Revisé (yo no soy curioso, pero no pude evitarlo) su cuarto: en los cajones del closet había puesto la ropa, ropa deportiva y algo de ropa de vestir y algunos trajes africanos que a mí me parecieron como disfraces pero que en el fondo eran bonitos. En el baño estaban sus útiles de aseo, una navaja (yo me afeito con maquinas desechables y hacía tiempo que no veía una navaja), una loción, un perfume inglés o comprado en Inglaterra, en la tina una esponja de color tierra, muy grande.

A las nueve de la noche apareció Buba en nuestra nueva casa. A mí me dolían los ojos de tanto ver la tele y él, según me dijo, venía de una sesión con la prensa deportiva de la ciudad. Al principio nos costó un poco hacernos amigos, aunque a veces, cuando me detengo a reflexionar, llego a la amarga conclusión de que amigos, lo que se dice amigos, no lo fuimos nunca. Pero otras veces, ahora mismo sin ir más lejos, creo que sí, que fuimos bastante amigos y que, en todo caso, si Buba tuvo un amigo en el club, ése fui yo.

Nuestra vida en común, por lo demás, no fue difícil. Dos veces a la semana venía una señora a hacernos la limpieza del departamento y el resto del tiempo cada uno limpiaba lo que ensuciaba, lavaba sus propios platos, hacía su cama, en fin, lo de siempre. Por las noches a veces yo me iba por ahí con Herrera, un muchacho de la cantera que había subido al primer equipo y que terminó siendo titular indiscutible de la selección española, y a veces se nos unía Buba, pero pocas porque a Buba no le gustaba la vida nocturna.

Cuando me quedaba en casa veía la tele y Buba se encerraba en su cuarto y se ponía a escuchar música. Música africana. Al principio las cintas de Buba no me resultaban nada agradables. La primera vez que las escuché, al segundo día de estar compartiendo el departamento, incluso me sobresaltaron. Yo estaba viendo un documental sobre el Amazonas, haciendo tiempo para la hora en que iba a empezar una película del Van Damme, cuando de repente sentí como si en la habitación de Buba estuvieran matando a alguien. Pónganse en mi lugar. La situación era extraordinaria, capaz de alterarle los nervios al más valiente. ¿Qué hice? Pues me levanté, estaba de espaldas a la puerta de Buba, y me puse en guardia, claro, hasta que comprendí que aquello era una cinta, que los gritos provenían del radiocassette. Después los ruidos se apagaron, sólo se oía algo así como un tambor, y luego los gemidos de una persona, el llanto de una persona, que poco a poco fue subiendo de volumen. Hasta ahí aguanté. Recuerdo que me acerqué a la puerta, que llamé con los nudillos y que nadie me respondió. En ese momento pensé que las lágrimas y los gemidos eran de Buba y no de la cinta. Pero entonces oí la voz de Buba que me preguntaba qué quería y no supe qué contestarle. Todo resultaba bastante embarazoso. Le dije que bajara el volumen. Se lo dije con una voz que traté con toda mi voluntad de que me saliera normal. Durante un rato Buba se mantuvo en silencio. Después la música (en realidad: el sonido de los tambores, tal vez una especie de flauta también) se apagó y la voz de Buba dijo que se iba a dormir. Buenas noches, dije yo y volví al sillón pero durante un rato estuve viendo el documental sobre los indios del Amazonas sin sonido.

El resto, la cotidianidad, como se suele decir, era apacible. Buba acababa de llegar y aún no había jugado ni un partido como titular. El club, en aquel tiempo, tenía un superávit de jugadores que para qué les voy a contar. Estaba Antoine García, el libero francés, estaba Deléve, el delantero belga, Neuhuys, el defensa central holandés, Jovanovic, delantero yugoslavo, el argentino Percutti y el uruguayo Buzatti, mediocampistas, además de los españoles, entre los que teníamos a cuatro jugadores de la selección nacional. Pero las cosas nos iban mal y después de diez jornadas desastrosas estábamos a mitad de la tabla, más bien tirando para abajo que para arriba. La verdad, a Buba no sé por qué lo ficharon. Supongo que lo hicieron para acallar las críticas cada vez más acervas de nuestros propios aficionados, pero al menos en teoría fue una cagada completa. Lo que todo el mundo esperaba era un fichaje de urgencia para cubrir mi lugar, es decir lo que todo el mundo esperaba era que ficharan a un extremo, no a un mediocampista porque en esa posición ya estaba Percutti, pero los directivos suelen ser bastante imbéciles en todas partes y cogieron lo primero que tuvieron a mano y entonces apareció Buba. Muchos pensaron que el plan era hacerlo jugar un tiempo con el segundo equipo, un segundo equipo que por aquellas fechas estaba hundido en la Segunda División B, pero el representante de Buba dijo que de eso nada, que el contrato era bien claro al respecto: o Buba jugaba con el primer equipo o no jugaba. Así que allí estábamos los dos, en nuestro departamento cerca del campo de entrenamiento, él calentando banquillo todos los domingos y yo reponiéndome de mi lesión y sumido en una melancolía que para qué les cuento. Y los dos éramos los más jóvenes, como ya les he dicho, y si no lo he dicho lo digo ahora, aunque sobre eso también se especuló un rato. Yo entonces tenía veintidós años y eso estaba claro. De Buba decían que tenía diecinueve, aunque más bien parecía tener cumplidos los veintinueve, y por descontado no faltó el periodista gracioso que dijo que nuestros directivos habían sido engañados, que en el país de Buba los certificados de nacimiento eran a la carta, que en realidad Buba no sólo parecía tener más edad sino que, en efecto, la tenía, y que en resumidas cuentas el fichaje había sido un timo.

La verdad es que yo no sabía a qué carta quedarme. En el día a día, por lo demás, vivir con Buba no era nada pesado. A veces, por las noches, se encerraba en su dormitorio y ponía su música de gritos y de gemidos, pero uno a todo se acostumbra. A mí también me gustaba ver la tele con el sonido muy alto, hasta altas horas de la madrugada, y Buba, que yo sepa, nunca se quejó por eso. Al principio la comunicación no era muy fluida, por cuestiones de idioma, y más bien nos comunicábamos con gestos. Pero luego Buba aprendió algo de castellano y algunas mañanas, mientras desayunábamos, incluso hasta hablábamos de películas, que siempre ha sido uno de mis temas favoritos, aunque la verdad es que Buba no era muy conversador y tampoco le interesaba demasiado el cine. En realidad, ahora que lo pienso, Buba era bastante callado. Y no es que fuera tímido ni que temiera meter la pata, Herrera, que sabía hablar inglés, una vez me dijo que lo que le pasaba era que no tenía nada que decir. El loco Herrera. Qué simpático que era Herrera. Y un buen amigo, además. Cuántas noches salimos todos juntos. Herrera, Pepito Vila, que también era canterano, Buba y yo. Pero Buba siempre en silencio, mirándolo todo como si estuviera y no estuviera, y aunque a veces Herrera lo cogía por su cuenta y se largaba a hablar en inglés con él, un inglés fluido el de Herrera, el negro siempre se iba por las ramas, como si le diera pereza explicar cosas de su infancia y de su patria, menos aún de su familia, al grado de que Herrera estaba convencido de que a Buba algo malo le tenía que haber ocurrido cuando era niño, por su reiterada negativa a referir el más mínimo detalle íntimo, como si hubieran arrasado su aldea, decía Herrera, que era y es de izquierdas, como si hubiera presenciado en vivo y en directo la muerte de sus padres y hermanos y pretendiera borrar de su cabeza todos esos años, algo bastante lógico si las presunciones de Herrera hubieran sido ciertas, pero en realidad, y eso yo siempre lo supe, lo intuí, Herrera se equivocaba, Buba hablaba poco porque él era así, y eso era lo que importaba, más allá de una infancia o adolescencia atroz o agradable: la vida de Buba estaba rodeada de misterio porque Buba era así, eso era todo.

En todo caso lo único cierto es que por aquellas fechas el equipo estaba mal y Herrera y Buba parecían condenados a calentar banquillo hasta el final de la temporada, y yo estaba lesionado y cualquier equipo de provincias era capaz de ganarnos en nuestro propio campo. Fue entonces, cuando peor íbamos, cuando nada parecía capaz de empeorar el hundimiento del club, cuando se lesionó Percutti y el míster no tuvo más remedio que alinear a Buba. Lo recuerdo como si fuera ayer. Teníamos que jugar un sábado y en el entrenamiento del jueves, en un choque fortuito con Palau, un defensa central, Percutti se jodió la rodilla. Así que nuestro entrenador puso a Buba en su lugar en el entrenamiento del viernes y para Herrera y para mí quedó claro que saldría de titular el sábado.

Cuando se lo dijimos, por la tarde, en el hotel en donde nos habían concentrado (pues aunque jugábamos en casa y con un rival en teoría débil el club había decidido que cada partido era de importancia vital), Buba nos miró como si nos calibrara por primera vez y luego se encerró en el lavabo con una excusa cualquiera. Durante un rato Herrera y yo estuvimos viendo la tele y decidiendo a qué hora nos pensábamos arrimar a la timba que Buzatti había montado en su cuarto. Con Buba, por supuesto, no contábamos.

Al poco oímos una música salvaje que salía del lavabo. A Herrera ya le había contado de los gustos musicales de Buba, de las veces que se encerraba en nuestro departamento con su radiocassette infernal, pero él nunca lo había escuchado en directo. Durante un rato permanecimos atentos a los gemidos y a los tambores, después Herrera, que francamente era un muchacho culto, dijo que aquello era de un tal Mango no sé cuánto, un músico de Sierra Leona o Liberia, uno de los mayores exponentes de la música étnica, y nos desentendimos del asunto. Entonces la puerta se abrió y Buba salió del baño, se sentó a nuestro lado, en silencio, como si a él también le interesara la tele, y yo le noté un olor un poco raro, un olor a sudor, pero que no era sudor, un olor a rancio pero que tampoco resultaba ser un olor a rancio. Olía a humedad, a setas y a hongos. Olía raro. Yo, lo confieso, me puse nervioso y sé que Herrera también se puso nervioso, los dos estábamos nerviosos, los dos teníamos ganas de irnos de allí, de salir corriendo hacia la habitación de Buzatti, en donde seguro íbamos a encontrar a unos seis o siete compañeros jugando a las cartas, al póquer descubierto o al once, un juego civilizado. Pero lo cierto es que ninguno de los dos nos movimos, como si el olor y la presencia de Buba a nuestro lado nos hubiera dejado sin ánimo para nada. No era miedo. No tenía nada que ver con el miedo. Era algo mucho más rápido. Como si el aire que nos rodeaba se hubiera condensado y nosotros nos hubiéramos licuado. Bueno, eso fue al menos lo que yo sentí. Y luego Buba se puso a hablar y nos dijo que necesitaba sangre. La sangre de Herrera y la mía.

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