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Al entrar por primera vez en la hacienda de Octavio confirmé lo que ya sabía: que Octavio era rico. El viaje a la hacienda lo hicimos en coche, un Ford grande, cargado de equipaje. Desde Puebla no había muchos kilómetros, pero la carretera era mala, llena de cuestas y curvas porque había que atravesar una parte de montaña. Al doblar un recodo, de pronto apareció una explanada y una tapia no muy alta, en cuyo centro destacaba una puerta de hierro forjado con un arco superior en el que decía con letras muy recargadas: «Hacienda Guzmán.» La verja estaba abierta y el coche avanzó por un paseo ancho, limitado por árboles a ambos lados. Al final del paseo estaba la casa, una espléndida construcción española, de la época colonial, me explicó mi madre, con una fachada blanca que se prolongaba hasta lo alto en curvas airosas rematadas por un campanario. Tenía muchos salones y habitaciones que allí les dicen recámaras, pasillos, galerías y un patio central, rodeado de buganvillas moradas que subían hasta el primer piso. En el centro se erguía una palmera con un tronco grueso por el que trepaba una glicina color naranja. Bancos de hierro muy trabajados ocupaban las cuatro esquinas del patio y arriba, en lugar de techo, resplandecía un rectángulo de cielo azul.

La finca era enorme. Kilómetros de cultivos, maíz, trigo, fríjoles, se extendían por las estribaciones de la montaña y descendían a un amplio valle para volver a subir por las laderas lejanas. «Ya iremos recorriéndolo todo», dijo Octavio. «Del otro lado, más hacia el sur, están las mejores tierras de la hacienda. Ésas son las que cedió mi padre cuando la reforma de Carranza.» Se dirigió a mi madre: «Te advierto que están medio abandonadas. No tenían quien supiera dirigir y organizar el trabajo, y los indios, ellos solos, han acabado por arruinarlas. Lo mismo ha ocurrido con muchos ejidos.» Mi madre sonrió y dijo: «No sabían cultivarlas. No sabían organizarse. Porque nadie les enseñó…»

En la casa teníamos criados y en el campo peones. Éstos en realidad eran familias de indios que vivían diseminados por el territorio de la hacienda. Vivían en casas de adobe encaladas, con una parra sobre la puerta o arbustos a su alrededor. Trabajaban de sol a sol y parecían contentos porque el amo no era «cruel y abusón como otros», decía Remedios, la gobernanta que había visto nacer a Merceditas y había cuidado a su madre hasta el final. Remedios hablaba mucho. Sería por la confianza que le había dado la familia o por los muchos años que llevaba en la casa o porque tenía sangre española. Como ella decía, «mi Fernández es de allá, de ustedes, no como otros que no sé de dónde sacan el apellido».

Los demás criados apenas hablaban. Iban de un lado a otro haciendo sus trabajos, un poco aturdidos por nuestra presencia. Ésos eran los que tenían sus obligaciones en la vivienda principal. Los otros, los que trabajaban en el campo, no aparecían por la casa y apenas los conocíamos. Pero sí conocíamos a sus hijos. Había niños por todas partes. Enseguida observamos que se movían libremente, los utilizaban en las tareas más variadas y aparentemente no iban a la escuela. Los niños y su absoluto abandono fue la causa de una discusión que presencié entre mi madre y Octavio. «No se puede con ellos», dijo Octavio, «el pueblo está lejos y no tienen interés en ir a la escuela. Con cualquier disculpa abandonan.» Por ahí empezó la discusión. Octavio era un hombre abierto a todas las transformaciones y partidario de las reformas que pudieran beneficiar a su país. Como mi madre, él creía que sólo la educación cambiaría las cosas. «Pero ¿qué haces para que cambien?», preguntó mi madre aquel día, cuando llevábamos unos quince viviendo en la hacienda. «Sé cómo piensas y estamos de acuerdo en las ideas, pero la conducta no siempre coincide con esas ideas. No es suficiente votar y opinar, cada uno debe hacer lo que mejor pueda para mejorar las cosas.» «Las acciones individuales son granos de arena en el desierto», dijo Octavio.

«Yo creo en los granos de arena», replicó mi madre. «Es fundamental que los niños de tus peones vayan a la escuela.» Así nació la idea de hacer una escuela en la hacienda para que mi madre la organizara y enseñara a leer y escribir a los inditos.

Es curioso qué ciega estuve yo con lo del enamoramiento de mi madre y Octavio. Ahora que los veía juntos y felices, ahora que mi madre decía eso de «estamos de acuerdo en las ideas», yo pensaba ¿pero cuándo, en qué momento empezaron a estar de acuerdo en las cosas? Tan dada como era yo a fantasear y no vi lo que tenía delante de los ojos. Cuando llegamos a México, Octavio nos visitaba con frecuencia. Acompañaba a mi madre a resolver algún asunto, siempre de papeles, porque tenía amigos en todas partes que simplificaban las gestiones. Nos llevó a comer varias veces a restaurantes agradables. Nos llevó a visitar barrios y monumentos y nos explicaba todo con mucho interés. A mí me parecía una persona muy cercana, muy amigo nuestro, y lo refería continuamente a España, a los padres de Amelia, a Amelia. Era como un eslabón entre el mundo perdido y este nuevo mundo encontrado.

Hubo un día, que ahí sí debía haber estado yo más despierta y más observadora, en que vi a mi madre mirarse en el espejo. Era un espejo que se trajo de España entre las ropas de la maleta. «Aunque se rompa, lo llevo», dijo, «porque ha estado conmigo desde el día que me casé con tu padre.» El espejo estaba colocado en una de las dos habitaciones en que nos alojábamos, la que nos servía de dormitorio. Y allí estaba ella mirándose y mirándose y pasándose el dedo por las cejas, estirándose la piel de la frente para que desaparecieran las arrugas, mordiéndose los labios para que tuvieran más color. Se volvió hacia mí, que la contemplaba distraída, y me dijo: «Soy ya vieja, ¿verdad?» Nunca hubiera esperado esa pregunta, de modo que tampoco tenía preparada la respuesta. Pero fui tajante y rápida. «¡Qué va! Tú no eres vieja. Eres guapa y delgada… Y joven.» Tenía entonces treinta y ocho años y por primera vez me planteé que sí, que iba empezando a ser mayor, pero estaba bien de salud y era verdad lo que le dije, que era delgada y guapa. De todos modos me sorprendió la pregunta. Aunque ni remotamente la asocié a Octavio.

La escuela la instaló mi madre en la planta baja, en una gran sala que daba a la parte posterior de la casa y nunca se usaba. «Aquí hubo en tiempos una capilla», dijo Octavio, «pero se destruyó en un incendio. Alguien se dejó una vela encendida que cayó sobre los paños del altar y ardió todo, el altar, los santos de madera. Luego, cuando pintamos la sala, ya no se rehizo la capilla. Así que ahí la tienes para lo que quieras hacer…»

De Puebla trajeron un camión lleno de pupitres, tizas, libros, cuadernos, un encerado, un globo terráqueo, un mapa de México y uno de América entera. Todo lo había ido encargando mi madre en sucesivos viajes con Octavio. Nosotras le ayudábamos a colocar las cosas y a pintar cartulinas con frisos de flores para adornar las paredes. Cuando todo iba estando a punto, una noche en la cena, dijo Octavio: «Vamos a hacer un viaje antes de que empiece a funcionar tu escuela, Gabriela. Visitaremos a las primas en Cuernavaca y luego iremos a Acapulco. Quiero que te asomes al Pacífico.» Me pilló de sorpresa y miré a mi madre esperando que se negara. Pero ella dijo: «Desde luego.» Sonrió a Octavio y se volvió a la india que servía la mesa para pedirle algo.

«Nunca volverá a contar conmigo para nada», pensé. Y dejé de comer aunque tenía hambre y me estaban gustando las tortitas rellenas que tenía en el plato. Mi madre me miró distraída y me dijo: «¿No comes más? Seguro que has merendado demasiado.» No contesté. Ella seguía charlando con Octavio y él le adelantaba las maravillas del viaje, las personas que iban a encontrar, los paisajes que iban a descubrir. «No conoces nada de este país», decía, «y tienes que irlo explorando poquito a poco.» Mi madre asentía. Decididamente no estaba preocupada por mí. No se había detenido a considerar que yo iba a quedarme sola, aunque la hacienda estuviera llena de gente. Por primera vez me di cuenta del cambio que había sucedido en nuestras vidas. El matrimonio de mi madre no significaba sólo una nueva residencia, una forma de vida diferente y más grata, sino una forma nueva en nuestra relación. Yo estaba acostumbrada a vivir pegada a mi madre, hasta el punto de no haberme separado de ella ni un solo día en mis diez años. La boda ya supuso una breve ausencia, y ahora este viaje parecía el preludio de una serie de distancias que se interpondrían entre las dos. No quise jugar con Merceditas como todos los días. No quise ir a su cuarto a organizarle los trajes de las muñecas o a leer cuentos ni correr por los pasillos jugando al escondite por las habitaciones vacías. Bajé a la cocina a ver a Remedios, que me dio un vaso de leche y unas masitas que ella hacía. La leche estaba fresca, y los dulces, riquísimos. Conmovida, lloré de agradecimiento, silenciosamente. Remedios se dio cuenta, vino a limpiarme la cara y me aplastó la cabeza sobre su blando pecho. «¿A que sé yo por qué llora mi hijita? Llora porque se va su mamacita, pero eso no está bien, que aquí queda su Remedios para remediarle todas sus penitas…» Luego se puso seria y apartó mi cabeza de su cuerpo. «Pero vamos a ver, Juana, ¿qué tenía que hacer Merceditas entonces? Porque ella es más pequeña y también su papá la va a dejar por unos días, pocos días, ya lo verás…»

Me fui a la cama más tranquila y todavía no estaba dormida cuando entró mi madre y me dio un beso en la frente. Ella no había sido nunca dada a besar así, sin ton ni son. Pero desde que se había casado y vivíamos en la hacienda, me besaba todas las noches, antes de irse a la cama con Octavio.

Yo no podía imaginar los detalles de su intimidad pero sabía que eran horas para ellos solos, horas sagradas que no se podían interrumpir, horas en que los dos estarían abrazados en aquella cama grande hablando de sus cosas hasta que les fuera llegando el sueño.

No sé si Merceditas tenía celos de mi madre. Nunca se lo pregunté, por una mezcla de timidez y soberbia y también porque no sabía cómo empezar. Tampoco sabía qué recuerdos guardaba ella de la suya. Un día, al poco tiempo de llegar a la hacienda, me enseñó una por una todas las habitaciones del primer piso y me iba diciendo los nombres que les daban: «Ésta es la del obispo, ésta la del gobernador, ésta la del abuelo Pedro…» Al llegar a una al final del pasillo, me dijo antes de abrirla: «Aquí murió mi mamá.» Luego la abrió de par en par y siguió adelante sin detenerse. La habitación estaba en penumbra, con las contraventanas cerradas y las cortinas echadas. Adiviné una gran cama con una colcha blanca y un tocador con un espejo en el que se reflejaba la puerta abierta. Había frascos en el tocador y un portarretratos con una fotografía de boda que apenas pude distinguir, pero estaba segura de que eran Octavio y ella, la mamá de Merceditas. Cerré deprisa y me fui detrás de la niña que ya bajaba por las escaleras y me decía al verme: «¿Y qué tal si jugamos a la teja?» Me pareció que con aquella alusión a un juego que le habíamos enseñado Amelia y yo en España, pretendía hacerme comprender que estaba contenta conmigo y con nuestra presencia en su casa. Y también que la muerte de su madre había quedado encerrada en aquella habitación que ya nadie utilizaba.

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