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La verdad es que nunca acabamos de creernos la versión del atropello y las suposiciones y fantasías entenebrecieron aún más el recuerdo del accidente.

Las clases no me parecieron difíciles. Tenía unos profesores excelentes. El trabajo era estimulante, muy bien programado y perfectamente desarrollado. Pero lo que más me impresionó, lo que me hizo sentirme turbada y me alteró por dentro fue el verme sumergida de pronto en un ambiente en el que se hablaba el español de mi infancia. Poco a poco había ido asimilando la suave tonalidad del acento mexicano; me había familiarizado con los giros expresivos, llenos de vida, con las viejas palabras castellanas que creía nuevas porque nosotros las habíamos arrinconado en el olvido. Mi madre nunca perdió su acento, pero su voz era tan mía que no podía detenerme a analizar la diferencia con otras voces que me rodeaban. Al llegar a la Academia regresé a España, a la abuela, a mis amigos. Los alumnos eran en buena parte hijos de españoles exiliados. Muchos hablaban ya con acento mexicano pero los mayores todavía conservaban el viejo tono. Aprendí a distinguir ecos distintos del castellano: catalán, andaluz, vasco, gallego. Al regresar al lenguaje, regresé al país y al deseo de conocerlo algún día. No sé si mi madre pensó en esta reacción mía. No sé si la buscó al enviarme a un centro español para seguir mis estudios. Quizás inconscientemente trataba de acercarme a la tierra abandonada. Por entonces un profesor de lengua nos dijo un día, después de leer un poema: «Esto es lo único que no pudieron quitarnos, la palabra.»

Profesores españoles, amigos españoles, casas españolas que se abrieron para mí con generosidad. Ciudad de México fue la oportunidad de acercarme a una patria que los exiliados evocaban una y mil veces para mantenerla nítida en el recuerdo. Una de mis compañeras de clase más queridas, Elvira, hija de un médico, me invitaba a comer muchos domingos. Solían hacer ese día comida española que yo apenas recordaba, porque mi madre jamás intentó introducir ningún plato nuestro en los menús de Remedios. La explicación la buscaba la misma Remedios y la encontraba enseguida: «Tu madre no quiere cocinar a la española porque no quiere recordar… Que los sabores traen los olores y los olores los lugares, y con esa carrerilla caemos en la pena más grande…»

Más importante que las comidas eran, en aquella casa, las conversaciones. Allí se hablaba de cosas que yo andaba buscando y que me habían faltado, sin saber lo, en los años de aislamiento en la hacienda. En un empeño por conseguir que me adaptara mejor, mi madre había evitado, salvo en lo estrictamente escolar, hacer referencias a España. Nunca añoraba ríos, paisajes, soles, calles, pequeños e inocentes sucesos que pudieran llenar mi necesidad de pasado. De modo que, detrás de mí, se abría una sima, un vacío familiar y social, apenas salpicado de chispazos de la memoria, mínimos recuerdos personales que flotaban en una nebulosa.

Con Elvira y su familia fui reconstruyendo el rompecabezas de mi país, el mosaico de la vida cotidiana. Los padres de Elvira eran madrileños. Me contaban cómo era Madrid antes de la guerra y cómo se había ido agotando con los bombardeos y la escasez, y cómo era la gente de Madrid, valiente y alegre; cómo aguantaban los ataques y luego salían a la calle para gritar: «No pasarán.» Me hablaban del Retiro y de la Puerta del Sol, de la Ciudad Universitaria al atardecer, cuando el sol refleja su último resplandor en el rosa de los edificios y en el verde de los árboles…

Se ponían un poco tristes al hablar de estas cosas. La ciudad lejana, la ciudad perdida despertaba en mí sentimientos nuevos. Sentí nostalgia de la ciudad desconocida. El conmovedor ejercicio de la memoria de mis nuevos amigos iba llenando los huecos del pasado que me faltaba.

Mientras España empezaba a tomar cuerpo en mis ensoñaciones, la presencia real de México continuaba afirmándose en mi experiencia diaria. México era la tierra maravillosa que había cambiado mi vida. Era la tierra fértil, la exuberante variedad de América; el sol, la piedra poderosa tallada por los indios, los volcanes, la plata, el océano, el águila. El esplendor policromado de las iglesias; el color explosivo de las frutas y las flores, el color inventado de los trajes, las cintas, los papeles trenzados. México era el amor profundo a la vida y la irónica aceptación de la muerte. Y era también lo que quedaba de la presencia de España, la arquitectura y las costumbres pero sobre todo el idioma, ese idioma capaz de hacernos vibrar al mismo tiempo con la misma palabra. El idioma, mi única, mi verdadera patria.

«Pero bueno, ¿esa Soledad no tiene familia? ¿No tiene padres para pasar con ellos la noche de Navidad?» Doña Adela se indignaba. Ella sola se preguntaba y se contestaba: «Claro que no tendrá. Te digo yo que por no tener no tiene ni vergüenza.» Mi madre sonreía y aceptaba el chaparrón de su cuñada sin darle importancia.

Octavio acabó irritándose: «Por favor, Adela, ¿a qué vienen esos insultos?» Don Ramón asentía, sumido como siempre en sus distracciones interiores. No pude oír el final del ataque a Soledad porque Rosalía nos llevó a su cuarto. Me pareció que había cambiado mucho. Era ya una chica mayor. Se pintaba discretamente. Se peinaba con el pelo largo ahuecado sobre la frente. Se derrumbó en la cama y nos invitó a imitarla. «Tengo noticias frescas. Buenas noticias», empezó. Pensé que iba a contarnos alguna historia de Soledad. Pero no. Se trataba de confidencias personales. «Tengo novio», declaró en tono bajo y profundo. «¿Quién es?», preguntó Merceditas. «No le conoces», contestó Rosalía un poco despectiva. «Tú sí, Juana. ¿Te acuerdas de aquel morenito que te gustaba, el de mi fiesta de quince? ¿El que estudiaba en Estados Unidos?» Claro que me acordaba. «Pero era muy joven para ti», repliqué. Ella se echó a reír a carcajadas. «No es él, hija mía, no es él. Es su hermano mayor…» Nos contó que salían por la tarde, a dar un paseo por el Zócalo, una media hora escapados, cuando ella salía de la clase de inglés, tres manzanas más allá. «Nos hicimos novios en la fiesta de cumpleaños de una amiga. ¡Qué baile! ¡Qué fiesta! Hasta las diez y media de la noche…» Yo no sabía qué decir. Rosalía tenía dieciocho años, había empezado a poner cimientos a lo que deseaba construir en la vida. Por decir algo, pregunté: «¿Y el hermano?» «Ése sigue estudiando con los yanquis. El mío no, el mío ya trabaja con su padre porque no le gusta estudiar. Y digo yo que al no tener que hacer carrera, no tenemos que esperar tanto tiempo y nos podemos casar antes. ¿No te parece?» Merceditas escuchaba un poco ajena a todo el asunto. Se levantó y fue a coger una muñeca empelucada y vestida de satén que adornaba el tocador de su prima.

En ese momento se oyó la voz de doña Adela llamándonos: «Señoritas, vengan a merendar, que el chocolate se enfría.» Con el dedo en los labios Rosalía nos pidió silencio. Cuando entramos en el comedor había cambiado el tema de conversación. Ahora se trataba de la cena de Nochebuena. «Como queráis», decía doña Adela, «pero yo creo que debíais venir todos aquí.» Octavio movió la cabeza negando esa posibilidad. «Al contrario. Sois vosotros los que debéis acompañarnos.»

Al volver a la hacienda en el coche de Octavio, me asaltó la inquietud de una pregunta.

¿Por qué atacaba doña Adela a Soledad? Pero no me decidí a hacerla. En parte porque temía que eludieran la respuesta. Y, sobre todo, porque prefería no saber.

Así que nos reunimos todos, la familia de Octavio y nosotros cuatro y, por supuesto, Soledad. Nadie se planteó la remota posibilidad de que pensara irse a otro lugar en esos días. Y su presencia resultó al final un completo éxito. Belén, árbol, adornos, dulces en la cocina con Remedios y sus cacerolas de fondo, en todo intervenía Soledad. Por la tarde los niños de la escuela vinieron a cantar villancicos y a felicitarnos la Navidad, también a iniciativa suya. Había colocado globos por todas partes y en el techo de la escuela colgó una piñata llena de caramelos y dulces y pequeñas sorpresas. Aquella noche, al final de la cena hasta doña Adela sonreía y miraba a Soledad como diciendo: «¿Por qué, por qué he cogido yo manía a esta encantadora criatura?»

Tengo en mis manos una fotografía. Es una fotografía interesante. Marca el final de muchas cosas claramente retratadas y el comienzo de algo, oculto. La fotografía tiene dos planos. Casi podría cortarse en dos por una línea que dividiera de izquierda a derecha la cartulina. En el plano superior se ven tres imágenes, tres cuerpos, tres cabezas. A la izquierda Octavio, y a su lado mi madre, sentados en un sofá de respaldo bajo. Entre los dos, de pie, detrás, emerge la figura de Soledad. En un segundo plano, sentadas en el suelo, hay dos niñas, dos muchachas, Merceditas y yo. La distribución de los personajes es tal que en las sucesivas contemplaciones de la fotografía he llegado a imaginar un juego. Uniendo las cabezas entre sí puede resultar un pentágono. Ese pentágono va a durar muy poco. El punto más alto, la cabeza de Soledad se va a esfumar y la figura geométrica será sólo un cuadrado perfecto: la misma distancia entre las dos cabezas superiores, a la misma altura de las dos inferiores, también simétricas. Más adelante, el cuadro dará lugar a un triángulo rectángulo, cuando una de las dos cabezas, la que está debajo de mi madre, la mía, se mueva del retrato, salga, desaparezca. En ese orden, en el orden del juego imaginario, se produjeron de verdad las transformaciones futuras, las que iban a sucederse una tras otra después de aquella fecha, 1 de enero de 1947, que aparece en la fotografía.

Recuerdo muy bien ese día y también el origen del retrato. Fue Soledad la que propuso inmortalizar aquel momento. Era la mañana de Año Nuevo, antes del almuerzo que Remedios, ayudada por sus indias, preparaba en la cocina. Olía a pavo con mole, a tortilla de queso, a compota de peras. Entró Damián a felicitar el año y también a despedirse.

Bajaba a Puebla a celebrar la fiesta con unos parientes lejanos.

Soledad le abordó, le puso en las manos una máquina pequeña, un cajoncito apenas, y le dijo: «Vamos, Damián, háganos una fotografía familiar, ahora que estamos todos juntos.» Ella nos distribuyó: tú aquí, tú allí, tú arriba, tú abajo y al final se quedó ella de pie, triunfal y sonriente entre los dos adultos sentados. También he pensado muchas veces que, de algún modo, esa fotografía pretende marcar las diferencias. Ella está por encima de los demás, destaca, sobresale.

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