Y sin apercibirse del asombro de Dolinda, Ardid saltó a tierra con agilidad que recordaba los tiempos, ya lejanos, en que fue conocida como La Más joven Reina.
Por supuesto que la escrupulosa y nunca olvidadiza Ardid había enviado emisarios a Leonia, enterándola de sus propósitos. Y por supuesto que, al tiempo que embarcaba en la nave, repasaba mentalmente la respuesta de aquella mujer -hasta el momento, legendaria, fantasmal y tumultuosa como una tormenta; y ahora, casi de improviso, tan cercana y carnal como ella misma-, que contestaba a su misiva con no menor y aún más enrevesada y superior ceremonia: «Querida Reina Ardid, hace mucho, mucho tiempo que deseo conoceros… Y nada me alegra más que vuestra visita y pretensiones respecto a mi hija. Así pues, mucho me place deciros que hace tiempo deseo y aguardo el placer de una larga parrafada -aquí se quebraba en insólito tono la tan bien ornada misiva, si bien no dejó de alegrar, como alegra la pimienta el guiso más insulso, el ánimo de Ardid- con mujer y Reina de tan sagaz conducta, y tan sureño como noble origen».
«¿Qué querrá decir esta pajarona? -se preguntaba Ardid, camino del muelle-. ¿Quién habrá chismorreado en sus orejas sobre mi origen? Ah, el Sur, después de todo, siempre será el Sur.» Y reprimiendo una risita cómplice, avanzó hacia la nave que, con todas sus velas desplegadas, saludaba al viento en su arribada.
– Hermosa luz, en verdad, Señora -murmuró, estremecido de placer, su Paje Mayor, en tanto la ayudaba a descender.
– Hermosa, es cierto -dijo Ardid-. Y hermoso el mundo, en verdad.
La nave se llamaba Estrella del Adriático -nombre exótico y peregrino-, y su Capitán, un hombre de tez oscura como corteza de nogal, y cabellos largos, negros y rizados, les dio la bienvenida con toda clase de reverencias y zalemas. Tan blancos eran sus dientes y tan claros sus ojos, que Ardid sintió como si una suave brisa que trajese tiempos lejanos acariciara su espalda, nuca y contornos. Con graciosa reverencia, dijo el Capitán:
– Reina y Señora, si así lo deseáis, incendiaré la Estrella del Adriático, con toda su tripulación dentro, yo mismo incluido. Y, por otra parte, si deseáis poner rumbo a la Isla de la noble Leonia, lo mismo os conduciré, aun contra temporales o malignas sirenas; y es más, contra el mismo tridente de Neptuno.
– ¿Qué dice este hombre? -se asustó Dolinda.
– Niña querida, es el lenguaje del Sur -murmuró tranquilizándola.
Y dirigiéndose al Capitán, le dedicó la mejor de sus sonrisas, mientras con el tono más suave entre los muchos tonos suaves de que disponía, manifestó:
– Capitán, estimo más conveniente para todos, dirigirnos a la Isla de Leonia, donde, si no me equivoco, nos aguardan. Reprimid para más tarde, si ello se terciase, vuestro cautivador ofrecimiento.
– Así será, Reina y Señora… -dijo el Capitán, al tiempo que murmuraba, lo suficientemente bajo para que no le mandaran desollar vivo, y lo suficientemente alto para que halagara como un leve perfume los oídos de Ardid-:…, y por Júpiter, que muy apetitosa mujer.
– ¿A quién convoca? -dijo la curiosa y fascinada Dolinda.
– Bah, viejos dioses, viejos mundos, viejos tiempos -respondió Ardid-. Algo oí de ellos a algún esclavo. En resumen: cosas del Sur, querida. No prestes mucha atención a ellas, o serás tratada de ruda o excéntrica.
Pero el sol y las palabras, y los viejos dioses y los viejos tiempos, y la piel y los ojos y la voz y el olor de las gentes, aunque no siempre perfumadas, sí excitantes, la iban calando como si sorbiera un vino de gran potencia: no sólo por los labios, sino por los ojos, la piel y hasta los cabellos, que despeinaba la brisa hasta el punto de que, ya entrados en la mar, no quedaron sujetos trenza ni rizo. Y así, el sol y el viento levantaron la sangre en sus mejillas y la luz en sus ojos. Y sin cuidarse de que avanzaban mar adelante, poco a poco convertidas en criaturas cada vez más parecidas a las que les rodeaban, también iban sumiéndose en un velo de nocturnidad y estrellas insólitamente grandes, cuya mirada les atravesaba como afilados y dulcísimos puñales.
– Es hora de dormir -advirtió Dolinda, inquieta, al apercibirse de que el sol se hundía en el mar.
– ¿Dormir? ¡Qué disparate! -dijo la Reina-. El sueño llega pronto al Sur: pero las ganas de dormir sólo las trae el primer sol…
Y ordenó les sirvieran comida y bebida. Y jóvenes marineros de piel tan negra como ébano o dorada como frutas maduras, sirviéronles uvas, pechugas de paloma confitadas, almendras, miel, y queso tan tierno y blanco como jamás probaron antes.
– Qué hermosura -dijo Ardid, escanciándose el final de una delicada ánfora, que contenía elixir tan exquisito que tuvo remordimientos por no haber llevado consigo al Trasgo-. ¡En verdad, aquí la vida es vida!…
Y satisfecha, al parecer, de tamaña redundancia, juzgó que por el momento pondría punto final a sus desvaríos; y ordenó preparar su litera que, comprobó con deleite, estaba cubierta de seda roja y cojines de plumas. Allí reposó, entonces, embriagada de sol, del redescubrimiento de cómo pueden albergar los ojos negros singular mirada, y del chispeante vino, que tampoco escaseó en la cena.
Había entrado sobradamente la mañana cuando la Isla de Leonia apareció, radiante, entre la espuma, las brumas y el sol. Y como a pocas brazadas se hallaría a su alcance, el Capitán ordenó despertaran a la Reina y sus acompañantes, que dormían con la placidez y dulzura de los niños.
– Así es esa gente del Norte -dijo el Capitán a su Segundo, un sarraceno de mirada feroz y dulce sonrisa-. Tú les oyes y crees que son gente de durísima especie; y apenas beben dos traguitos, se tumban a dormir como bellacos. Asco de mundo, querido Solmantuanimán, asco de mundo: ¡qué pocos quedamos y qué triste agonía nos aguarda!…
Y dicho y hecho, escudriñó a su derredor y se aseguró no acusaran demasiado retraso, porque por más nimias faltas, la radiante y cruel Leonia podría tenderlo al sol, untado en miel, hasta que las hormigas apenas dejaran su recuerdo en este mundo.
A poco, abanicándola y acercando a su nariz pomos de jazmín y menta, dos jóvenes negros despertaron a Ardid; y en bandeja de plata le ofrecieron té, aguamiel, queso y frutas.
– Señora y Gran Reina -dijo uno de ellos, cuyos negros bucles rozaban los dorados aros de sus lóbulos-. El Capitán, mi dueño, os manda avisar que la Isla de la Reina Leonia se aproxima a vos, como la abeja a la rosa, como el sol a la azucena, como la luna a los amantes.
«Qué cosas tan gratas y estúpidas dices, esclavo», pensó Ardid, recuperando dulcemente la noción del día.
– Las islas no se acercan a las naves, sino al contrario… -dijo-. Vete, y avisa a tu Señor, de que pronto estaré dispuesta para desembarcar…
Y al tiempo que despertaba a Dolinda, que aún dormía junto a ella, dijo:
– Abre los ojos, mujer: lo que vas a ver hoy no se te borrará de la memoria en tanto vivas…
¡Ay, la memoria, la maldita y amada memoria!… Ardid revivía en unos instantes todo el olor, el color, el sonido que acompañaron los primeros días de su vida… «Y qué cosas tan misteriosas son la vida y la memoria», se dijo.
Laváronse en jofainas de plata y se perfumaron delicadamente con pomos de esencia que encontraron junto a ellas.
– Péiname con esmero, Dolinda -dijo Ardid, excitada como en sus buenos tiempos-. Coloca broches de perlas y esmeraldas en mis trenzas y esparce polvillo dorado en mis cabellos, para disimular las canas. En verdad, deseo aparecer lo más agradable posible.
– Sois muy hermosa, Señora -dijo Dolinda-. Tan hermosa como la más joven, y aún mucho más: pues vuestra sabiduría y vuestra experiencia maduran en vuestros ojos como granos de uva al sol.
– Veo que pronto aprendiste el lenguaje del Sur -dijo Ardid, halagada-. Pero no olvides que voy a cumplir los treinta y dos años, y que a mi edad, tal vez por cuidarse menos o por no disponer de medios a su alcance, otras parecen ya viejas, achacosas y aun desdentadas…
– Pero no vos -Dolinda le ofreció un espejo-. Y juzgad por vos misma, Señora.
Y al hacerlo, la propia Ardid tuvo que admirarse de su aspecto. Pues ni a los quince ni a los veinte años ofrecía tan singular y sazonada plenitud: y enturbió sutilmente tal apreciación el inoportuno pensamiento de que, tal vez, si como era ahora la hubiera conocido Volodioso, no la hubiera relegado tan fácilmente. «No sólo se trata de mi aspecto exterior-reflexionó, en tanto dejaba el espejo sobre la cómoda-. Existe otra clase de belleza que sólo puede alcanzarse tras la primera juventud, y poco antes de la vejez… Quizá se trata únicamente de la belleza de la vida, del conocimiento, del amor… y el desamor. Pero, en suma -y suspiró levemente-, presiento que esta belleza es frágil y fugaz, como el falso verano que, en ocasiones, invade los campos del invierno y hace brotar cándidas flores, cándidas hierbas que al día siguiente amanecerán segadas de la tierra.»
En éstas, a grandes voces, se anunció la arribada a la Isla. Aunque las gaviotas y los gritos, y las rápidas pisadas de los marineros, y el olor a la tierra y a los hombres la habían anunciado de antemano.
La Isla era pequeña, aunque parecía inexpugnable a todo asalto, ya que estaba rodeada de acantilados y arrecifes, donde las olas se estrellaban con ímpetu inexplicable, pues aquel mar parecía tan suave como los ojos de un niño. Por sobre las rocas, Ardid atinó a descubrir una muralla que a trechos se le antojó rosada, a trechos dorada y, a trechos, de un verde tan profundo como el musgo o la yedra.