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Y con su acostumbrada actividad, cerró de golpe tableros de ajedrez y cofres de juegos. Y, asomándose al hueco de la chimenea, conminó al Trasgo a acudir prestamente a su presencia.

Así, salieron todos de su sopor o individuales obsesiones, y aquella noche leyeron nuevamente con gran detenimiento El Libro de Linajes -si bien, prescindiendo del elaborado por el Hechicero, cuyos frutos dieron tan amargos resultados-. Una vez examinadas todas las posibilidades, Ardid llegó a la conclusión de que, en verdad, poco había donde escoger. Gudú -como temía, y acertaba- no era partidario de mujer mayor de veinte años, ni fea, o gorda, o tuerta o totalmente imbécil.

– Pues, si no me equivoco -dijo, pensativa, cerrando el libro-, sólo tres candidatas parecen posibles: la Princesa Dursia, hija del Rey de las Montañas Sudestes, cuya candidatura no me atrevería a apoyar calurosamente, ya que su padre se arruinó materialmente contra su vecino del Este, y andan, según creo, maltrechos y labrando ellos mismos sus propias tierras; la hija del Señor de los Valles Oríndicos, que es gente pacífica pero sin interés de ningún tipo, tal que ni tan siquiera Volodioso, lindante a sus tierras, juzgó valían la pena invadir; la última, que a mi juicio (si bien con recelo y suspicacia, que no sabría definir, pero que ya se esclarecerá) merece más halagüeñas perspectivas, es la hija de la propia Reina Leonia.

– Aquel bebé rollizo -rió bobamente Almíbar-. Oh, querida, no está en edad de dar hijos a nadie.

– Querido, hace años, quizá cuando la visteis por última vez, sería un bebé. Pero tened en cuenta que, a la sazón, cuenta quince años, y a juzgar por lo que aquí se dice, no es fea, ni tan estúpida como, por ejemplo, la hija del Señor de los Valles, que nunca acierta de primer intento llevarse el pan a la oreja o a la boca…

– No es posible -dijo Almíbar-. Debe haber un error…

– En tal caso, saldremos de dudas -dijo Ardid, más por cortesía que por verdaderas dudas.

Y como verdaderas dudas no le cabían en modo alguno, envió nuevamente al emisario, con la lista, exigua, pero debidamente informada, a Gudú. Otra opción era casarse con una noble muchacha de su propio Reino. Cosa que, con todo respeto, no creía aconsejable.

A poco, llegó la respuesta del Rey. Su mensaje era parco: «Id a por la hija de Leonia. Pero observadla bien, y escribidme al respecto de cuanto la oigáis decir y veáis hacer. Y como sólo en vos confío para tal menester, bueno será que para ello vayáis vos misma a visitarla. Luego, si quedamos convencidos, seré yo quien vaya a la Isla y me casaré allí. Pues si antes no la veo, nada decidiré al respecto, aun fiando en mucho -como fío- vuestra sagacidad».

Apenas la Reina Ardid terminó de leer aquella misiva, levantó los ojos, inundados de una luz muy particular. «Ay, la Isla de Leonia… ¿existirá alguna niña en el mundo, que no sueñe con ella?…» Y de pronto la volvió a ver, con un dolor y amor inmensos, recuperando su corazón de siete años. A través de una piedra azul, horadada y partida en dos mitades, su mirada de niña pudo atisbar, por vez primera, una isla que giraba sobre sí misma, como un sueño imposible de alcanzar, «la Isla de Leonia…».

Con acento que despertó la curiosidad de Almíbar -que a su lado dormitaba, tras una espléndida y madura noche de amor, pues los años sazonaban sus relaciones, en lugar de marchitarlas, y ésta era la única zona o aspecto de Almíbar que no declinaba-, murmuró: «La Isla de Leonia…».

– Almíbar, debéis acompañarme en un viaje singular.

– ¿Un viaje? -rezongó Almíbar-. Oh, queridísima, sabéis que los viajes, últimamente, no me parecen tan atractivos como antaño…

– No es un viaje corriente, querido mío -y le tendió la misiva de Gudú.

Apenas Almíbar posó los ojos en ella, se quejó, suavemente, de dolor en riñones, espalda y miembros inferiores. Por lo que, sin duda, los viajes por mar no eran aconsejables para él.

– Pues bien -Ardid saltó del lecho con recuperado brío-, si no me podéis acompañar, deberé iniciar sin vos tal empresa: puesto que, si habéis leído con detenimiento la misiva del Rey, mi presencia allí es imprescindible.

– ¿Vos a la Isla de Leonia? -pareció despertar Almíbar, con súbita inquietud-. Oh, Ardid, niña mía, no sabéis qué decís: es una isla muy agradable, pero no aconsejable a mujer sola…

– Si os referís a las murmuraciones que el vulgo propaga sobre las relaciones que Leonia mantiene con la piratería y demás aledaños, mucho me duele recordaros que, si prestáramos oídos a otras gentes que no sean los aduladores habituales, iguales o mayores calumnias o deformaciones malignas escucharíamos de cuanto en esta recta y severa Corte acontece. Querido, sabido es que la envidia y maledicencia humana no tienen fin. Pues si bien la inteligencia tiene un límite, la tontería y la malicia no tienen fondo visible o alcanzable.

– En todo caso -dijo Almíbar, con creciente desazón-, os ruego me llevéis en el alma y pensamiento, como a vos os guardo yo en los míos.

– Descuidad -dijo Ardid, iniciando su tocado mañanero-, eso es habitual y cotidiano, querido. Tanto como comer, beber y respirar el aire. Os amo, y eso basta.

Pero una oscura vocecita repetía en sus entrañas que el único ser humano que amó la Reina Ardid -excepto a Gudú, el Maestro y el Trasgo, aunque de forma distinta y diversa- era el cien veces maldecido Volodioso; y aunque Almíbar, y todos (excepto tal vez su anciano Maestro), le habían olvidado o lo ignoraran, ella no dejaba pasar un solo día sin que, de alguna forma -aun la más impensada, como el súbito piar de los pájaros que anunciaban la primavera, o su regreso hacia el Sur-, lo recordase.

Así pues, el ajetreo, las prisas, las órdenes, las severas advertencias y precauciones con que rodeaba Ardid todos sus actos, renacieron con el verano en la Corte de Olar.

«La Reina ha rejuvenecido», decían los jóvenes. «El último verano», suspiraban los viejos, con melancolía. Y ella, en tanto, renovó afeites, probó peinados, desempolvó lienzos y galones, ordenó bordados y mandó deshacerlos y descoserlos, con súbitas inspiraciones que, a decir verdad, sumían en secreta desesperación tanto a Almíbar -que disponía y organizaba con buen tino tales encomiendas- como a sus sufridos y leales -a fuerza de años y vicisitudes, así como de recompensas o castigos maestros, sastres y bordadoras.

Y estaba madura y espléndida la Reina, como la propia estación, cuando, al fin, besando en la frente y mejillas a sus íntimos, y acompañada de su fiel Dolinda y algunas damas, pajes, sirvientes y soldados, partió siguiendo la ruta del río, como era costumbre, hacia el cálido Sur, en cuyo puerto más próximo -cercano a las tierras de su padre- se embarcarían hacia la isla soñada.

«Soñada, soñada», se decía, al tiempo que su corazón despertaba de las recientes brumas, rumbo al Sur. Y en su mente de nuevo revivían aquellos tiempos, aquella luz; y recordó a Predilecto, y lloró un poco por él; y a Tontina, y lloró otro poco por ella. Pero en verdad, ¡cuán placenteras eran aquellas lágrimas! Lágrimas que manaban de una secreta y aún intacta ilusión, de una perdida o jamás gozada infancia.

Y así, cabalgaban rumbo al Sur, un día en que el calor hacía desfallecer a todos, cuando una suave brisa disipó el sofoco, y un viejo y entrañable olor hizo saltar a Ardid de los muelles cojines de su litera y asomar su rostro al sol, a las costas, al mundo, en suma.

– ¡El Sur! -gritó, como una muchacha cualquiera que busca caracolas y caparazones marinos, para fabricarse brazaletes y collares, que vaga descalza por la arena y acerca su oído al nácar de las moradas marítimas, para oír, eternamente, el suave respirar del mar. Igual, pues, que tantas muchachas, antes y después de ella, saltó hacia el sol y corrió en pos de aquella que era su tierra, su reino y su vida. «Éste es mi país -se decía, descalzándose como antaño, sintiendo cómo sus plantas recibían el calor del mundo-. Ésta es mi tierra.» Y así, abandonó la comitiva a la orilla del mar, y en él se bañó, desnuda como antaño, y dejó sueltos sus cabellos, plata y oro mezclados, y dejó que el mar se asomara a sus ojos y sintió sal en sus labios y en su lengua. «Ésta es mi tierra, éste es mi reino, ésta es mi vida», decía, aún dormida, en tanto la comitiva se encaminaba hacia el puerto.

Cuando llegaron al puerto, atardecía. Y allí esperaba, amarrada, la nave que Leonia enviaba gentilmente en su busca. Pues sólo con lanchas pescadoras contaba el Reino de Gudú, tan vuelto de espaldas al mar como lo fue el de Volodioso. Entonces llegó hasta ellos el murmullo de un gran clamor de voces y vaivén de gentes.

– ¿Qué tienen las gentes del Sur, Dolinda -dijo Ardid a su camarera y única amiga-, que tan distintas las hacen de nuestras gentes?

Y la propia Dolinda abría los ojos y miraba aquí y allá con asombro y estupor; y en su corazón de muchacha tardía, casada con hombre viejo, imposible madre, una desazón dulce y maligna crecía, viendo y oyendo a aquellas gentes de rostro dorado, cabellos revueltos y ojos punzantes, que vendían frutas y cintas de colores, y ánforas, y collares de cuentas, seguramente sin valor, pero tan lindos como jamás esmeralda o rubí le parecieron.

– Oh, Señora -dijo al fin-. Bien dice mi esposo que no debemos fiarnos de gentes del Sur: pues envenenan el corazón y engañan los sentidos.

– Sea como sea, querida -dijo Ardid, aspirando el aire salado, el suave y dorado perfume de la costa marina-, sea como sea, bendito veneno y benditos sentidos.

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