Así pensaba cuando entró en la aldea, y con dolor comprobó que las míseras cabañas ofrecían un aspecto desolado, abandonado, yermo. Ningún fuego ardía, ninguna voz resonaba entre la arboleda, ningún niño se perseguía entre risas: hasta los pájaros, al parecer, habían abandonado tan desolado lugar. Un gran silencio se aposentaba por doquier. Así lo respiraba, hasta casi anegarse en él, cuando al fin, entre unas empalizadas, divisó un perrillo gris, de ojos como ciruelas maduras, tan joven y tierno que, al parecer, no había aprendido aún ni siquiera a huir; sólo su curiosidad le mantenía allí, casi sonriente -en verdad, parecía sonreír-. Predilecto desmontó, lo tomó en sus brazos y le prodigó cariñosos nombres, mientras se decía que aquel perrito era, tal vez, el único superviviente de algo atroz que no se atrevía a pensar. Se juró a sí mismo salvarlo de la muerte y conocer la causa de tanta desolación. Así estaba, cuando una piedra, y luego varias, vinieron a caer junto a él. Rápido -como soldado que era-, se aprestó a la defensa, y conminó a su adversario a luchar de frente, si así lo tenía por justo.
Apenas había dicho esto, sin resguardarse, solamente en pie en aquel claro del bosque tan seco y triste, con la espada en alto, cuando un nuevo silencio le rodeó. Estaba ya a punto de creer que había sido objeto de alguna broma por parte de las criaturas silenciosas que habitan los bosques, cuando, lentamente, surgieron de la espesura algunas figuras. Eran de baja estatura, delgadas y harapientas, pero todas portaban toscas armas fabricadas con ramas y piedras afiladas. Y de entre todas, una más que ninguna le llamó la atención, por ser, al parecer, quien las capitaneaba. Al fin, descubrió sus ojos: tan negros y tan fieros como jamás vio otros. Cuando le hubieron rodeado, comprobó que se trataba de muchachos, de ocho o diez años a lo sumo, y que aquel cuyos ojos tanto le impresionaban, alcanzaría los quince. Sin embargo, algo había en él que le devolvió la imagen familiar de un rostro, antaño muy conocido. Al punto, le reconoció, y bajando su espada, dijo:
– ¿No eres tú Lisio, el hermano pequeño de Lure?
– Sí -dijo él, y en su voz había un gran rencor-. Lo soy, y te reconozco, Príncipe Predilecto. Vengo a matarte, a ti y a todos los de tu ralea, lobos sanguinarios, que habéis bebido nuestra sangre y secado nuestra vida.
Predilecto sintió cómo aquellas palabras se clavaban en su corazón, igual que dardos. Y una voz interna le decía que no podía esgrimir razón alguna que pudiera desistir a quien las había pronunciado. Así pues, se sentó en la hierba, y dijo:
– Prisionero me doy, y haced conmigo lo que deseéis. Pues si con mi muerte podéis alcanzar la libertad y la vida, estimo que mi muerte será para mí más preciosa que mi vida.
– Tu hermano, el Rey, a quien acompañabas y protegías -prosiguió el muchacho con voz donde se mezclaban lágrimas secas, ya imposibles, y un rencor viejo pero renacido y verde, indomable como junco tierno-, ordenó que esta aldea, ya tan mísera de por sí, fuera evacuada; y todo hombre o mujer, o persona que pudiera ser útil, fue conducida y encadenada, como animales dañinos, hacia otras minas, al parecer más fructíferas que ésta. Y a los ancianos y los desvalidos, mandó asesinar: y si miras hacia tu espalda, verás un cementerio donde cada piedra que luce al sol como un diente de ira, da testimonio de tantas tumbas como cavamos para ellos. Por niños, supimos escondernos, igual que raposos, en el bosque, y no nos encontraron. Pero te juro, Príncipe Maldito, de la estirpe de los Malditos, que pagarás por todos ellos.
– Si es cierto lo que dices -dijo Predilecto, preso de una calma que, extrañamente, se amasaba en un estallido de su muy remota y acallada rebeldía-, creo que no mi vida, sino mil vidas que tuviera no serían suficientes para purgar el gran pecado de ignorancia que he cometido: pues si mis oídos no han oído tamaña iniquidad, ni mis ojos la vieron, no merezco oír ni ver nada más en este mundo. Y ten por seguro que tampoco la vida me será grata, en adelante, con tal peso sobre mi corazón.
Y tomando su espada, la entregó por el lado de la cruz al muchacho. Lisio la tomó prestamente y la alzó contra él. Pero en el último instante, su brazo se abatió, y sus ojos se llenaron de unas ya olvidadas lágrimas. Dejándola caer, se abrazó fuertemente a Predilecto. Y así, todos los niños se les acercaron y les miraban, con sus redondos ojos, donde residía -según sintió Predilecto- todo el pasmo del mundo: el pasmo que produce, en la inocencia, la injusta ley de los hombres. Estrechó a Lisio contra su pecho, y le dijo:
– Lisio, te juro que defenderé vuestras vidas y repararé cuanto daño os he podido hacer.
Lisio se rehízo prestamente y, secando sus lágrimas, dijo:
– Príncipe Predilecto, tú eres tan pobre y tan indefenso como yo. Mi abuelo me lo decía, y veo que no me engañaba. Vuelve a donde viniste y olvídanos, pues nada puedes hacer por nosotros, si nada puedes hacer por ti mismo.
– No hables así -dijo Predilecto, preso de súbita furia-. Nada hay en el mundo que no pueda remediar el valor y la voluntad de vivir. Ten por seguro que así lo haré saber.
– Pero nosotros no lo veremos -dijo Lisio-. Porque mi abuelo bien lo sabía, y antes de morir me dejó por herencia, desde lo más oscuro de su sangre, que un día nosotros invadiremos la tierra: y la tierra será de hombres, no de héroes, ni de reyes, ni de fantasmas. Y así, las leyes tomarán nuevos cauces, y tal vez algún día, el cielo y la tierra podrán llegar a un entendimiento, y la luna bajará a beber de nuestro mar, y la tierra subirá a tomar la luz del sol. Sólo sucederá esto el día en que todos nos miremos a los ojos y escuchemos nuestras palabras, y hablemos la misma lengua: la lengua del amor. Pero ni tú ni yo lo veremos, ni los hijos de nuestros hijos, ni los hijos de los hijos de nuestros hijos. Ésta fue la única herencia que me legó mi abuelo, y así la conservo; para transmitirla de sangre a sangre, de corazón a corazón, de voluntad a voluntad…
Predilecto, muy confuso ante tan, para él, incomprensibles palabras, dijo:
– ¿Y cómo conocía tu abuelo esas cosas?
– Porque de voluntad a voluntad, de sangre a sangre, todos los hombres desdichados cuidaron de que su única herencia posible no se perdiera.
Predilecto quedó muy pensativo, y al fin se dijo que, a su vez, él era partícipe de tal herencia, y como tal, no la dejaría perder en vanas palabras, vanos actos, sinrazones y egoísmo que cubrían la corteza del mundo. Tanto es así que, por contra, la horadaría como con lanzas, como con dardos, y desentrañaría la verdad que, acaso, latía en la última piel de las cosas y de la vida.
– ¿Y Lure? -dijo, con un raro temblor-. ¿Dónde está?
– Se la llevaron -dijo Lisio-. Con las otras muchachas y muchachos, con los hombres y mujeres, encadenados, hacia las tierras del Este: en el País de los Desfiladeros necesitan nuevos Desdichados.
– Tomad cuanto tengáis con vosotros -dijo Predilecto-, y seguidme. Pues, aunque no rico ni esplendoroso, tengo un Castillo y una tierra, en el Sur; y allí os alojaré, entre los que componen las gentes que me cuidaron en la niñez. Tendréis amparo y cobijo hasta que llegue el momento en que, juntos, levantaremos la ira del mundo contra la estupidez, el egoísmo y la crueldad. Y os juro que no faltaré a mi promesa, y con mi vida pagaré si la traiciono.
Y así, les condujo, y llegados a las cercanías de Olar, les ordenó aguardar fuera de la muralla. Tiempo después, regresó con una pequeña carreta llena de víveres y agua, y ordenó a su viejo y querido ayo Amer que les condujese al Sur, y les alojase y cuidase, tal como él había prometido, en su Castillo y tierras. Cuando les vio partir, bordeando el Lago, hasta desaparecer camino a la tierra de los olivos, de las viñas y del mar azul, algo se partió en su corazón; y una súbita revelación llegó hasta él: «Allí -rememoró- fue donde conocí a la Princesa. Allí, entre las hojas húmedas de una huerta, una tarde remota en que florecían las ramas de los ciruelos y el mirlo cantaba en las ramas del cerezo. Allí, aquella tarde oía yo el manar del manantial, y la luz se volvía verde y oro, entre las hojas; entonces, en aquel momento, yo vi a Tontina, con el cabello suelto y los pies descalzos, y se sentó a mi lado; y juntos, con las manos unidas, nos metimos en el agua; y una cuenta bordada se desprendió y se cayó de su jubón, y con las manos en el agua, juntos la buscábamos, y la perdíamos, hasta que ella se adelantó a mis manos, y el agua y la luz y el mundo entero la tragó».
Como si despertara, el frío del atardecer anunció que la noche volvía, y en tanto regresaba al Castillo, se dijo que aquella niña de su memoria, o de su sueño, que aquélla no era Tontina: pues si Tontina fuera, ahora sería una mujer y no una niña de once años. En el tiempo que añoraba, él tenía diez años, y ella parecía de su misma edad…
Cuando de nuevo atravesó las murallas de Olar, lo olvidó todo: su recuerdo, su revelación e, incluso, su promesa al joven Lisio. Porque un aire repleto de gritos de mercader invadía y corría, como el agua de un poderoso río, arriba y abajo las calles de la ciudad. Y los cascos de los caballos; y la ronda de los soldados que ordenaban cerrar las puertas de la ciudad; y el mismo olor de los guisos; y las voces, y la noche abigarrada de Olar, en suma, eran más fuertes que todos los conjuros, que todos los recuerdos y todas las promesas.
Al cuarto día de su extraña postración -en la que ni veía ni oía ni hablaba-, Tontina parpadeó, y el color volvió a sus mejillas. Pidió entonces que la llevaran al jardín y la colocaran en la hierba, bajo el Árbol de los Juegos. Así se apresuró a hacerlo la Reina: ella misma mulló la suave hierba con las manos, como si de un colchón de plumas se tratase. Y con gran cuidado, allí la depositaron. Los muchachos del séquito y el Príncipe Once vinieron a besarla en la frente. Luego jugaron a las prendas, hasta la noche. Pero Tontina no mostraba el interés anterior por esas cosas, y a menudo se distraía, como si pensara en muy distintas cosas. Once trepó al Árbol y, balanceando las piernas desde una rama, arrancó una hoja y leyó en ella algo que le hizo exclamar: