Los problemas y vicisitudes de Ardid no habían llegado a su fin, como tan confiadamente creía.
Apenas había transcurrido la mitad de la tarde, fue llamada urgentemente por dos de las muchachitas que acompañaban a la Princesa:
– Venid, Señora -le dijeron, tan llorosas y azoradas que trabajo tuvo para entenderlas.
Explicaron que su Señora, la Princesa Tontina, se hallaba en verdad en trance de muerte. Desolada corrió la Reina ante tales noticias: y en verdad que halló a Tontina tendida en el suelo, y tal ardor había en sus mejillas y tal brillo en sus ojos -que por otra parte no veían ni conocían-, que temió por un instante que aquellas desdichadas e insensatas emisarias no se hallaran lejos de la verdad.
Suspendió, si bien por contrariedades momentáneas, la ceremonia nupcial, y se apresuró a llamar al Hechicero en su ayuda. El anciano entró en la estancia, y aun mucho antes de observar a la postrada Tontina, recorrió con astuta mirada la sala en general, las cabezas de muñecos que asomaban por doquier y las asustadas flores que, al borde de la ventana abierta, esperaban ansiosamente su veredicto. Entraba a su través el más puro y perfumado aire que podía respirarse en el Castillo, y una vez observadas minuciosamente todas estas cosas, en vez de aproximarse al lecho, acercó su cabeza al hueco de la chimenea y llamó:
– Amigo, ¿has reconocido y recogido algún síntoma del tradicional veneno?
El Trasgo apareció con rapidez inaudita -en los últimos años se hacía cada vez más remolón- y dijo:
– Algunos. Abre su mano derecha.
El Hechicero se aproximó a la Princesa y, tomando su mano fuertemente cerrada, la abrió: contempló algo, y volvió a cerrarla inmediatamente.
– Dime -dijo Ardid, impaciente-. ¿Qué es?
– Nada de particular importancia -contestó el anciano-. Aunque te lo explicara, dudo que lo entendieras. Has de saber, en cambio, que según presumo, lo que ocurre es vulgar y pasajero, y en suma: no reviste interés especial.
– Sea como fuere -dijo Ardid golpeando el suelo con el pie, cosa que no hacía desde los tiempos lejanos de su infancia-, date prisa en hallarle cura, porque sabes que la boda urge.
– Ten calma -dijo el Hechicero, con voz cansada y triste-, ten calma, Ardid: la vida sigue la vida, y a la vida, la muerte. Ante estas cosas, poco podemos los humanos.
– ¿Va a morir? -se alarmó la Reina.
– No en este trance -dijo el anciano-. Pero morirá, tenlo por seguro, como tú y como yo.
– Bueno, pues apresúrate -se impacientó ella-. Conoces lo delicado de la situación, y conviene dar remate cuanto antes a asunto tan enojoso.
Sin embargo, en vez de retirarse, se sentó junto al lecho de Tontina, mirándola. Y mientras el Hechicero se inclinaba sobre el pecho de la niña y escuchaba su corazón, y escudriñaba el fondo de sus ojos -que parecían ciegos- y tocaba levemente sus oídos -que parecían sordos- y colocaba un ramito de orégano entre sus labios -que parecían privados de todas las palabras-, y luego dejó el mismo ramito sobre el corazón de la Princesa, Ardid no dejaba de mirarla. Al fin, en un impulso raro en ella, tomó entre las suyas la mano que, laxa -aunque cerrada como una concha-, caía entre los pliegues de su lecho. Y así, con aquella mano pequeña que tenía el color mezclado del ámbar y la nieve, intentó abrirla; pero aunque con sólo presionarla levemente lo había conseguido el Hechicero, ella no podía hacerlo. Más que una mano cerrada parecía un cofre cerrado: como aquel que contenía el peregrino tesoro, ya sin secretos. Y dijo:
– ¿Qué guarda aquí, Maestro?
– Nada de interés, querida niña: una piedra del río.
– Ah -dijo ella. Y sin saber por qué, suspiró y repitió, como para sí misma-, una piedra del río.
Y pensativa, tal vez un largo tiempo, tal vez un solo instante -nunca podría saberlo- oyó decir con voz aliviada a su Maestro:
– Oh, iasí que buena!
– ¿Qué es eso? -preguntó Ardid, curiosa e impaciente. Y vio que la ramita de orégano se había trocado en una flor de largos pétalos, hermosa y resplandeciente. El Hechicero la tomó delicadamente entre el pulgar y el índice, y dijo, guardándola en los pliegues de su túnica:
– En verdad es una flor muy útil: sirve para innumerables conjuros y no es frecuente la oportunidad de asistir a su nacimiento. Pero, para explicártelo claramente, te diré que la Princesa no está enferma, sino tan sólo… ¿cómo podría decírtelo?, ha sufrido una metamorfosis.
– ¿Qué dices? -se alarmó Ardid-. No irás a decirme que va a convertirse en rana o en cierva, como según pudimos comprobar, sucedió a algunas de sus antepasadas…
– No, no es eso exactamente -dijo el anciano, pensativo. Entonces, el Trasgo asomó la cabeza bajo el lecho y, encaramándose al respaldo de la silla de la Reina, dijo:
– Es sólo una especie de contaminación.
– ¿Contaminación? -dijo Ardid, más nerviosa de lo aconsejable-. ¿Qué clase de contaminación?
– En verdad -dijo el Trasgo-, lo que ocurre es que dejó de ser, si no totalmente, sí en parte, quien era. Es decir, que saltó la barrera del Plazo Establecido.
– Pero ¿queréis volverme loca? -se lamentó Ardid-. Hablad en mi lengua, os lo suplico.
El Trasgo y el Hechicero cambiaron impresiones en voz baja y, al fin, el Maestro dijo a Ardid:
– Verás, la vida humana está compuesta y condicionada por plazos que, de una u otra forma, pueden tener su prórroga o su fin. En este caso, un plazo ha vencido: pero a lo que parece, con ciertas prórrogas. En definitiva, y para elegir una fórmula que puedas alcanzar, te diré simplemente que la Princesa Tontina ahora ha abandonado a Tontina sin dejar de ser Tontina… Y créeme, no hay motivo, al menos por ahora, de alarma. Pasarán seis o siete días, a lo sumo, y Tontina volverá a levantarse del lecho, a ver, y oír, y hablar. En suma, a comportarse normalmente. Y tengo para mí, que al menos en el aspecto que a ti te place, se comportará mucho más normalmente de como lo ha hecho hasta el presente.
– Bien, si así es, tengamos paciencia -dijo Ardid-. Pero ya me parece casi imposible ver el día en que esta muchacha deje de proporcionarme inquietudes y sobresaltos.
– Muy pronto dejará de hacerlo -dijo el Trasgo-. Tenlo por seguro, querida niña.
Y con estas palabras -que no alcanzó en su profundo significado-, Ardid quedó tan cansada que, a poco, se durmió.
– Dejémosla descansar -dijo el Hechicero-. Falta le hace.
– Así lo creo -añadió el Trasgo-. Pobrecita niña, querida… ¡qué sabe ella!
– Querida niña es, en verdad.
Y besándola ambos en la frente, cada uno regresó a su lugar adecuado.
Pero no había pasado mucho rato cuando Ardid despertó sobresaltada. Contempló a Tontina a su lado, que parecía dormida. Arregló los pliegues de su vestido, alisó sus cabellos y, suavemente, colocó sus manos en posición descansada. Entonces, descubrió una cabecita negra que, bajo la almohada, parecía contemplarla. Con una honda y lenta ensoñación, tan vieja como el mundo, tomó aquel muñeco: lo examinó entre sus manos, le dio vueltas y, al fin, volvió a dejarlo junto a la Princesa; al lado de la mano que permanecía tan fuertemente cerrada.
– Es extraño -se dijo-. Nunca pensé, hasta ahora, cuán pronto perdí mi infancia… si es que la tuve algún día.
Y recordó de nuevo aquel muñeco que había enterrado en la cueva, junto al mar; le pareció que apenas había transcurrido el tiempo desde aquel atardecer en que contemplara las siluetas de las cabezas de su padre y su hermano hincadas en las picas, sobre las ruinas del Castillo. Algún día -pensó- iría allí y desenterraría aquel muñeco, y tal vez lo guardaría en alguna parte -en algún cajón, en algún saco, en algún secreto lugar-, donde nada, ni nadie, excepto su tímida y temblorosa memoria, pudieran encontrarlo.
Desde que fue enterado de la enfermedad de Tontina, Predilecto se hallaba preso de una desazón que le sumía en profundas inquietudes. Algo extraño sucedía en él, pues lo que tan candorosamente creyó como el único horizonte de su vida -la lealtad, el afecto, el agradecimento, tanto al Rey como a Ardid-, se había tornado día a día más complejo y oscuro. Estas cosas ya no constituían tan simples como incuestionables causas. Eran, por contra, origen mismo de duda, de miedo, de meditación; y de una creciente, aunque vaga y remota, rebeldía. El conocimiento de la Princesa le había sumido en un mar de perplejidad y desasosiego: por un lado, una extraña piedad se apoderaba de él al comprobar cuán ciegamente vivía la Princesa Tontina en un mundo que era del todo distinto a como ella suponía; y por otro, era en aquella piedad donde más claramente se apercibía de que, aunque en distintas circunstancias, él mismo sufría esa misma clase de ceguera.
Casi sin reflexión -cosa en él muy extraña-, montó en su caballo y -como hiciera en otro tiempo, cuando acompañaba a su padre, y no hacía mucho a su hermano- se adentró en los bosques, en busca de paz y serenidad. Y así, sin que tuviera entera conciencia de ello, llegó al borde de las Tierras Negras, donde habitaba el sufrido pueblo de los Desdichados. Entonces, su corazón reavivó la vieja simpatía y amistad por aquellas familias, cuando la joven Lure le había sanado la herida. Y experimentó el gozo de reencontrar tan entrañables amigos. A medida que se acercaba allí, iba descubriendo algo antes nunca pensado: que ellos eran sus únicos y verdaderos amigos, pues nada más que su amistad y afecto esperaban de él; y que sólo su persona era lo que les agradaba, y nada que pudiera beneficiarles en su desesperanza.