Así pues, llegado el momento en que Gudú daba alcance a su presa y se disponía a lanzar la jabalina, Ondina escamoteó el animal entre los árboles y, emergiendo del agua la cabeza como le aconsejara el Trasgo, bebió un sorbito del elixir maravilloso. Este elixir la convirtió al punto en una muchacha de una insólita belleza, pues, dado que las ondinas y sirenas -y todo ser acuático en general, sean lacustres, fluviales o marítimas- tienen más semejanza con los humanos en cuanto al concepto de la belleza que cualquier otro de especie alguna, se dijo que, si bien con humana armadura y sólido contenido, no transparente y susceptible a placer y dolor, su nueva naturaleza era muy parecida a ella misma. Y no olvidando la recomendación del Trasgo, que la advirtiera de la imperfección del elixir, tapóse con cuidado las orejas con sus largos cabellos, que retenían el reflejo del manantial y el oscuro y verdeante de los bosques. Sus ojos se habían tornado más cálidos y verdes, como los altos helechos y como el joven liquen que cubría las piedras de la orilla. Y su carne, de por sí azulada y nacarada, se volvió ahora suavemente rosada y oro. Y como no disponía de ropa, tal y como estaba, por lo que había atisbado, juzgó no desagradaría al Rey. Sentóse, pues, a la orilla del manantial, y comenzando a trenzar su larguísima cabellera, cuando, con el estupor que tal visión podía causarle, no tardó en divisarla el joven y avispado Gudú.
Conocedor como era de estas cosas, pues sus experiencias en tal terreno habían aumentado de forma prodigiosa, atinó a decirse que, en situaciones como aquélla, la imprudencia y falta de cautela podían estropear resultados felices. Así pues, avanzó con sumo tiento y sigilo, ocultándose entre los helechos y altos juncos -sin suponer que, pese a ello, Ondina le veía por el rabillo de sus largos y relucientes ojos-. Sólo cuando estuvo casi a su lado -y sujetándola fuertemente por un pie, en previsión de que una fuga asustada le privase de cuanto se prometía-, dijo, con la más suave entonación que encontró:
– ¿Qué haces aquí, hermosa muchacha? ¿Quién eres y de dónde vienes? No te he visto nunca y me extraña, porque estas regiones han sido minuciosamente exploradas y recorridas por mí.
– Oh, Señor -dijo Ondina, súbitamente conmovida por una sensación desconocida que la estremeció hasta los huesos. Pues el contacto de la mano de Gudú en su pie desnudo fue la primera experiencia que le cupo en suerte sobre los placeres humanos. Y a fe que nada ingrata le pareció.
– Soy una desvalida muchacha que, despojada de todo, va errando de aquí para allá, en busca de algo con que subsistir…
– Verdad que habéis sido despojada al máximo -dijo Gudú, con una leve sonrisa-. Y aunque lamentándolo por vos, no puedo menos de congratularme por lo que, por su causa, tengo ocasión de contemplar.
Asiéndola con la otra mano del otro pie, la atrajo hacia sí. Si bien con modales no en extremo refinados -pues la arrastró sobre la hierba y los helechos, aunque cuidando de que su cabeza saltara sobre las piedras y su espalda y fina piel no se arañaran en la hojarasca-, la recibió luego en sus brazos, y besó su boca. Fácil es suponer el resto de aquel encuentro. Pues a su vez Ondina experimentó la primera y nada baladí sensación humana en su carne. Y presa de una íntima y punzante alegría, juzgó que, si bien los humanos poseían curiosas costumbres y procedimientos, el amor del más hermoso y grácil tritón era una pura imbecilidad si con aquello se comparaba. Claro está que su recién adquirida carnadura humana contribuía con mucho a tal conclusión. Así fue como, no obstante, al contacto de la piel y la carne, conoció por vez primera la Alegría, cosa, hasta aquel momento, totalmente desconocida, tanto por ella como por los de su especie.
El Rey sintióse realmente satisfecho de aquel encuentro, y considerando que, al lado de aquella criatura, la más joven y agraciada muchacha del campamento semejaba un serón mal relleno, la instó a acompañarle al mismo, diciéndole:
– Muy hermosa me pareces, aunque algo inexperta en estos lances. Pero como estoy consumiéndome en una espera que se me antoja aburrida, antes de iniciar una empresa de mucho interés, creo que no será fatigoso para mí instruiros en algunos detalles que han de beneficiaros mucho a vos, tanto como a mí mismo. Por tanto, creo que os llevaré conmigo al campamento, y repetiremos estas cosas cuantas veces nos sea placentero y agradable a ambos.
– Así será, si lo deseáis, Señor -dijo Ondina, muy divertida-. Y nada debo oponer a ello, pues, como sabéis, nada ni nadie tengo en el mundo.
– Pues ambas cosas serán remediadas -dijo Gudú, alzándola hasta su caballo y llevándola a la grupa-. Si bien, para entrar en el campamento, bueno será que os cubráis con mi capa.
Dicho y hecho, así lo hizo. Y cuando llegó al campamento con tan insólita carga, huelga decir que las miradas quedaron prendadas de aquella adquisición, y que dejó sin habla a más de un bravucón.
El Rey ordenó entonces que confeccionaran y tejieran, con lana de oveja de las que se proveían e hilaban las mujeres, una túnica y unas medias para su hallazgo -como la llamó, pues desconocía su nombre-. Como todas sabían que una orden del Rey no debía ser aplazada más de lo conveniente y razonable -y aún mucho más rápidamente de lo razonable y conveniente-, lo cierto es que seis mujeres tejieron hasta el alba. Pero aquella noche, en la tienda del Rey, cuando Ondina recibió sus primeras y preciosas enseñanzas en el arte que tanto deseaba conocer, no precisó en verdad la túnica en cuestión. No obstante, cuando volvió a lucir el sol, Ondina pudo salir de la real tienda sin necesidad de cubrirse con el manto de Gudú. Y experimentó entonces una curiosa sensación de placentero deleite al vestir por primera vez aquella rara cosa que, a lo que veía, resultaba imprescindible para circular, por lo menos, entre las gentes de aquella zona.
Añadió bayas silvestres, helechos y alguna que otra fruslería al trenzado de su larga cabellera. Y así, a la tarde, puede asegurarse que el mismo Gudú quedó paralizado de asombro ante la belleza y esplendor de tan agreste como delicada criatura.
– ¿Cuál es tu nombre? -le preguntó, al fin, aquella noche. Pero Ondina había olvidado consultar este detalle al Trasgo, y como su inteligencia no llegaba a tanto, se limitó a sonreír, con lo que al Rey se le antojó gran encanto y misterio, y en verdad no era otra cosa que profunda estupidez.
– Bien, en tal caso te llamaré Sonrisa -dijo. Y como la cuestión en sí no revestía excesiva importancia, Sonrisa la llamó aquel día y los restantes, hasta que se cumplió el décimo de su encuentro. Y entonces Sonrisa desapareció sin dejar rastro.
Mandó buscarla el Rey por los alrededores y él mismo batió el bosque en su busca: pues, comparadas con Ondina, las demás muchachas le producían profundo hastío sólo mirarlas. Sin embargo, bastante contrariado, hubo de resignarse a su pérdida. Y casi la había olvidado cuando Ondina, deseosa de repetir tan divertidas y curiosas experiencias, tomó un nuevo aspecto femenino: y esta vez optó porque sus cabellos fueran del color del cobre batido y tuvieran sus ojos la espesa y lenta dulzura de la miel, y su mismo tono dorado. Había aprendido algo más de las costumbres humanas, de forma que tejióse ella misma una túnica de musgo y plantas acuáticas, que tenía el tacto del más suave tejido. Y así, entró ella misma en la tienda del Rey aquella noche. Y éste quedó maravillado de su aparición y de su diligencia y buen ánimo por complacerle. Por lo que, pensó, no podía decirse que fuera un ser desafortunado.
Y como tampoco esta vez la mujer dijo su nombre, decidió, por cuenta y decisión propia, llamarla Dorada. Y nada hubieron de objetar a ello, ni la muchacha ni cualquier otro (como, por otra parte, era de esperar).
Así sucesivamente, Ondina fue tomando variados aspectos que, espoleada por la imaginación de cuanto veía y oía, le producían gran diversión y regocijo. Y como, en cierta ocasión, a punto estuvo de que el Rey descubriera sus orejas puntiagudas -cosa, al parecer, inevitable, contra la que no existía, ni existe, elixir alguno-, atinó a trenzar su cabello y cubrirlas con dos rodetes, tal y como viera hacer a alguna mujer del campamento. Y con espinos silvestres los sujetó, de forma que se sintió más cómoda y segura, al tiempo que, en verdad, bonita y aseada en extremo.
Pero Ondina era tan caprichosa como el propio Gudú, y si bien el joven Rey no le desagradaba en absoluto -incluso le tenía por hermoso y atractivo-, lo cierto es que sus ojos fueron posándose aquí y allá: y halló jóvenes de aspecto muy saludable y prometedor entre los soldados. Así que, de vez en vez, y a escondidas, a ellos se presentó también. Y, cuidando de no ser vista por el Rey en estas ocasiones -rápidamente habría despojado al beneficiario, de la presa y de la vida a un tiempo-, probó otras nuevas y divertidas aventuras con muy distintos muchachos. Y hasta con granados y curtidos soldados: que sus nuevos conocimientos le abrían caminos de gran contento, antes insospechados. Y se decía que, si aquello era lo que su abuela, la Dama del Lago, despreciaba, como peligrosos caminos de humana contaminación, bienvenida fuera la tal contaminación, que tan placenteras ocasiones daba para adquirir sensaciones infinitamente más sustanciosas que las ingrávidas caricias y helados besos -agua por medio- de los gráciles y ya a todas luces insoportables tritones. Tal como el Trasgo se había dicho en un tiempo, la contaminación -si es que llegaba- bien valía lo que daba a cambio. Pues en verdad, jamás Ondina se había divertido tanto, ni de tan variada y agradable manera. Los hombres -pensaba, al regresar al manantial, cumplido el trato de los diez días- no eran en modo alguno tan despreciables como durante cuatrocientos años su abuela habíase esforzado en hacerle comprender. «Pobre abuela -se dijo-. Más le valdría abandonar un poco tanta pureza, tanto poder y tanta sabiduría y probar de cuando en cuando un sorbito, aunque fuera, de las muchas y encantadoras delicias que puede ofrecer la humana y mortal naturaleza. Cuántas cosas ignora, la pobre, desde su inmenso saber.»