Y así se hallaban las cosas en la Corte de Olar, el día en que el Príncipe Predilecto y el anciano Hechicero, con escasa escolta y ánimo turbado por la difícil encomienda con que les enviara Gudú, emprendieron el regreso hacia la ciudad.
XII. UNA PIEDRA EN DOS MITADES
Desde el momento en que su hermano Predilecto partió, el Rey Gudú se sintió azotado por una espera impaciente. Habían llegado al linde de las estepas: allí donde la tierra del Rey Gudú se detenía, como temerosa de unas extensiones que no parecían tener fin. Y aunque lo habían visto, y muchos hablaban del Gran Río, lo cierto es que nadie quería adentrarse, y tan sólo Yahek y sus duros ex mercenarios sentían especial interés por tal empresa. Existía desde los tiempos del Rey Volodioso, una guarnición exigua que de tarde en tarde se relevaba. Los pocos hombres que de allí regresaban a Olar, lo hacían totalmente embrutecidos y aniquilados por una soledad sin límites. Apenas reconocían a sus familias ni a sus amigos. A medida que el tiempo les mantuvo en el confín del Reino, de cara a las estepas, sus ojos, sus miradas, parecían atacados por alguna suerte de ceguera especial: la contemplación, acaso, de la tierra sin fin, de la vastísima llanura que sólo rompía el viento, el lejano aullido de los lobos, el reverberar de un sol que, en ocasiones, enloquecía. Si bien en los últimos tiempos, raras fueron, y de escasa importancia, las incursiones a tierra olarense llevadas a cabo por dispersos o solitarios guerreros de las Hordas, otro enemigo mucho más cruel y maligno les aniquilaba: la espera y la proximidad de lo desconocido; la ignorancia y la vastedad de una soledad a la que apenas se asomaban y que parecía no tener fin.
Éste fue, pues, el aspecto que ofrecieron a sus ojos aquellas regiones, cuando por primera vez el joven Rey Gudú se asomó a ellas. Restos de aldeas carbonizadas, viento y lejanas nubes de polvo o rara niebla, inmensidad abandonada, lejanía, silencio y aullidos de alimañas: el eco de los muertos, en suma. Por el Norte, los bosques avanzaban, espesos y negros, hasta la linde de la estepa. Y la pequeña fortaleza, medio ruinosa, albergaba a soldados que, en tan dura existencia, parecían incluso haber perdido el don del habla.
La llegada de Gudú y su pequeño pero audaz y reorganizado ejército, sacudió aquel silencio donde sólo parecían romper la uniformidad del tiempo los lentos vuelos de los buitres y las aves de rapiña.
Gudú instaló su campamento en la ruinosa fortaleza, extendiéndolo con tacto y astucia a lo largo de la línea que separaba ambos países. A poco, algunas gentes empezaron a salir de los bosques. Primero con timidez, luego con esperanza, se les fueron uniendo. Lentamente, atraídos por el olor de los cabritos asados, el balar de los rebaños y las voces y risas de los soldados, entraron en contacto con ellos: eran leñadores y pastores, a su vez, moradores de zonas tan agrestes. Pertenecían a Olar, ya que Volodioso les había sometido hacía años, pero sólo para cobrarles tributo. Veían, de tarde en tarde, un emisario de aquel Rey que les había derrotado y, en puridad, esclavizado. Por contra, este nuevo Rey aparecía, si rudo y dando muestras con frecuencia de una severidad aún más estricta que la caprichosa crueldad de Volodioso, mucho más razonable y magnánimo.
Así que, a poco, su ejército se había reforzado con casi un centenar de hombres, jóvenes y fuertes. Y Gudú les había prometido pagarles y vestirles. Así lo hacía, y los soldados empezaron a sentir por él una viva admiración. Los relatos de su extraordinaria victoria contra el País inexpugnable de los Desfiladeros crecían, y se adornaban en labios de quienes la contaban de tal modo, que aquel muchacho apenas salido de la infancia iba tomando ante sus ojos y su imaginación proporciones de invulnerable criatura.
Las gentes del Norte practicaban, aunque en secreto, la religión de sus antepasados. Y aunque Volodioso era Rey cristiano y a la cristiandad sometía las gentes y tierras que añadía a su país, duro resultaba a menudo, si no imposible, conseguir que tales órdenes se cumplieran en lo profundo, aunque externamente se fingiera lo contrario. Gudú, en cambio, mostró una tolerancia que mucho tenía de indiferencia en estas cosas: tanto le importaba un dios como otro -dijo una vez a Yahek, que secretamente adoraba al dios de su madre-, puesto que en ninguno tenía excesiva confianza y no veía, por lo menos en la práctica, gran diferencia de unos a otros. Así pues, al menos momentáneamente, juzgó que en tales cosas mejor era no entrometerse, y dio libertad y holgura a tales manifestaciones. Así ganó una batalla, al parecer humilde, pero profundamente sólida e importante para lo que realmente se proponía. «Tiempo habrá -se decía- de que, si tal conviene, tornen las cosas a ser de otro modo. Entretanto, y tal y como las llevo, me parecen oportunas y eficaces.»
Como había tolerado que sus hombres arrastrasen tras sí -si bien que a prudente distancia- su cortejo de mujeres y chiquillos, aunque estaban sujetos a un entrenamiento fuerte, duro y cotidiano, del que anteriormente jamás habían sido objeto, no se hallaban en modo alguno descontentos con tal jefe y Señor. Pero también era cierto que la menor falta de disciplina, el robo entre los hombres y bienes del campamento, o cosas parecidas -como las riñas provocadas por culpa de alguna mujer-, eran severamente castigadas. Así que buen cuidado tenían de evitar tales lances. Pues en semejantes casos, la crueldad de Gudú podía llegar a extremos jamás sospechados: incluso los ejemplares castigos infligidos por su padre, se antojaban a su lado banales y tolerables.
Alguna vez, el Rey mismo tomó alguna mujer de las que merodeaban en torno a sus hombres. Unas por hambre, otras por verdadero deseo de compañía, otras porque no tenían otra elección que aparejarse con un soldado y beneficiarse de sus privilegios, o morir de hambre y frío entre las ruinas de sus aldeas. Pero jamás mostró interés particular por ninguna y, en general, ninguna era lo suficientemente bella ni refinada como para interesarle particularmente.
Sin embargo, a poco de hallarse acampados en la linde de las estepas, Ondina acertó a localizar el manantial que su severa y purísima abuela tuvo a buen hacer fluir, hacía tiempo, por los alrededores. Y flotó por el agua de los riachuelos, atisbando las costumbres y predilecciones de aquellas gentes. Así, al fin, llegó a distinguir al Rey y le observó con detenimiento. Gudú solía entretener su espera entre largas charlas con Yahek y la caza por los bosques cercanos. También solía, a menudo, sentarse en un altozano que dominaba la estepa, y hacia ella dirigía sus ojos, con avidez y sed. Su corazón latía y su imaginación se espoleaba con los relatos de algún ex mercenario, que más o menos veladamente dejaban entrever pasados contactos -bien que muy moderados- con aquellas gentes y tierras. La idea de adentrarse en el grande y vasto mundo desconocido y dominarlo y desentrañarlo -cosa que no logró su padre- le enardecía. Él mismo, a veces, siguiendo las huellas de cuanto aprendiera del Hechicero, trazaba a su vez algunas cartas donde podían limitarse los contornos de las tierras lindantes, de los bosques y todo aquello que abarcaba su mirada. Y llegó un momento en que estos dibujos, si bien más escuetos y rotundos que los de su anciano Maestro, dábanle una idea bastante exacta de cuál era el lugar donde se hallaba y cómo era este lugar.
– Dicen -le explicaba a veces Yahek, junto a la hoguera que hacía brillar su piel cobriza- que tras el Gran Río, la estepa se detiene bruscamente y allí el mundo acaba. Y quienes llegan allí, se precipitan en el abismo insondable de la Eternidad. Por lo que, a juicio de muchos, las Hordas en sí mismas son espectros demoníacos de aquellos que murieron sin confesión, y allí cayeron para siempre… Por ejemplo, aquellos que cometieron incesto, o se mancharon con la sangre de su madre o de sus hijos… Por tal, ahora son sólo espectros huidizos como diablos, y como diablos aparecen y desaparecen.
– A fe mía -dijo Gudú- que jamás vi diablo alguno entre ellos que no chillara como criatura humana y carnal, si se le aplicó un tizón ardiendo.
– Pero… -añadió Yahek con gran recelo en la voz- recordad a la muchacha cautiva, aquella que quemasteis por bruja: ni un quejido se oyó de sus labios.
– Porque el humo la asfixió antes -respondió Gudú-. Y aún creo que me excedí en generosidad, ante su insolencia.
Pero tales razonamientos, si bien guardaba silencio respetuoso, a la vista estaba que no lograban convencer al viejo guerrero. Había tomado por mujer a la hija de Usurpino, y si bien ésta en un principio le arañó y le cubrió de insultos, llegó un momento en que pareció reverdecer toda ella en una rara juventud. Y si no aparecía bella a los ojos de Gudú, sí presentaba ante todos algunos matices de lozanía y plenitud, que suavizaron su expresión, hasta volverla no sólo apacible, sino incluso complaciente con Yahek. Hasta el punto que éste la liberó de sus cadenas, y ella le preparaba la comida y escogía para él bayas y frutos con que, de improviso, el nacimiento de la primavera y el deshielo habían inundado los bosques.
Este fenómeno no se limitó a la mujer de Yahek, sino que un raro aire pareció desentumecer y aliviar a todos los componentes del campamento. La primavera iniciaba su acostumbrado ciclo de amor a la vida, por ruda y primaria que fuese. Algunas cabras y ovejas parieron cabritos y corderillos. Y al mismo tiempo, alguna mujer alumbró un niño. De suerte que un eterno balido parecía recorrer el campamento, tanto humano como bovino. Y aunque el Rey parecía ajeno a este fenómeno, un día, adentrándose en el bosque tras un ciervo, fue objeto a su vez del conocido y antiquísimo embrujo.
A su entender, Ondina ya había observado lo suficiente de los seres humanos como para iniciar, por su cuenta, la primera experiencia. Estaba tan encaprichada con ello y tal era la curiosidad que sentía por conocer aquellas sensaciones, que sólo la magnitud de su estupidez podía compararse a la violencia de sus deseos. Fiel al pacto que había acordado con el Trasgo, decidió iniciarse con el Rey Gudú, ya que, en puridad, su sentido de la honorabilidad así lo aconsejaba -su abuela la había instruido muy minuciosamente en tales asuntos-. Al contemplarle de cerca y en carne y hueso, Gudú le pareció menos desagradable de lo que había supuesto en un principio. Era muy joven, lo que le predisponía favorablemente en relación a sus gustos. Tenía fiereza en la mirada y agilidad y fuerza en sus movimientos, así que juzgó no era bocado despreciable. Pues si sus preferencias se decantaban hacia los de facciones más delicadas, suave cabello y graciosos movimientos -sus cánones de belleza se aproximaban más a los que rigen la beldad del tritón que la del hombre-, algún escondido encanto tendría para ella, una vez tomada su figura humana.