– Te ruego que hables en mi lengua -interrumpió Ardid con aire desfallecido-. Y ahora, acompáñame a la cámara de la Princesa, para ver si allí encuentro algo que me pueda esclarecer alguna de mis confusiones.
Y sin aguardar su respuesta -aunque sin duda la hubo-, la Reina entró en la cámara de la Princesa Tontina.
Una vez allí, abandonándose a su auténtica naturaleza, que no se detenía en escrúpulos de tal especie -¿cómo, si no, hubiera sobrevivido y llegado hasta allí?-, dedicóse a abrir todos los cajones y cofres que se le ofrecían a mano. Y quedó aún más desconcertada cuando vio lo que contenían: tanto los cofres y arquetas de vieja y tallada madera que Tontina había instalado en aquel aposento como el grande y pesado armario que con ella trajo, aparecían repletos de objetos tan absurdos y extraños para su entendimiento, que al fin sentóse, cansada, en un pequeño escabel, diciendo:
– Ya ves, querido Trasgo, qué es lo que guarda la Princesa en los lugares donde debían estar su ajuar, sus joyas y, en fin, hasta sus afeites, que en más de una ocasión las damas han querido desentrañar cómo consigue esa piel tan tersa y suave, blanca y dorada al mismo tiempo; y ese brillo en los cabellos y los dientes e, incluso, las uñas; y esa finura en el talle y gracia en el andar…
Aquí Ardid se detuvo, pues comprendió que al menos estas dos últimas cosas no eran producto de afeite alguno. Y mostró aquella gran cantidad de muñecos de toda especie y calidad y forma hallados en los cajones: pues los unos iban vestidos de colores como saltimbanquis y buhoneros, y los otros regiamente ataviados, como pequeños príncipes y princesas, y unos tenían la forma y el rostro del Trasgo o cualquier otro gnomo o criatura no humana. Y los había de madera, tan oscura que sus caras y manos parecían de piel negra; otros estaban hechos de asta de reno, y tan blancos como la propia Tontina o su primo Once. Había también algunos con graciosas figuras de animales, aunque de especie vaga y no conocida por ella. Y tenía también la Princesa, fabricado en madera de grande y fresco perfume, un pequeño castillo de almenadas torres y puntiagudas cúpulas doradas, con diminutas ventanas, y rodeado de un foso de aguas cristalinas; y una fuente, que no dejaba de manar entre la diminuta arboleda de un parque minúsculo. Este último lo había hallado debajo del principesco lecho, cosa que la dejó sumida en gran meditación.
Por contra, vestidos, zapatos y guantes hallábanse en gran desorden arrebujados en el fondo de los cofres, y maravilla parecía que, cuando ella los vestía, tan estirados, pulcros, graciosos y aseados se mostraban, con sus variados colores y armoniosos pliegues. Y lo mismo podía decirse de sus zapatos y diademas. Aunque esparcidos por doquier había profusión de anillos, collares y brazaletes, así como pendientes, Ardid advirtió que jamás los lucía, excepto la sencilla corona que, como Princesa ideal llevaba, siempre puesta. «Al menos -se dijo Ardid con un profundo suspiro ésa no parece podérsela quitar… aunque quizá no duerma con ella.»
Y cuando abrió, con íntima excitación, los innumerables tarros y cofrecillos que suponía repletos de maravillosos ungüentos, afeites y perfumes, grande fue su asombro al comprobar que estaban llenos, tan sólo, de cosas tan raras y peregrinas como arena, bien que fina y dorada, piedrecillas pulidas por el río de encantadores tonos e irisaciones, mariposas doradas que, milagrosamente vivas, huyeron volando, y dulces pegajosos que le mancharon los dedos. En el fondo de los cajones también había migajas de pastel y manzanas mordidas; pero no aparecían enmohecidas ni putrefactas, sino que todas tenían el suave aroma y la frescura de las que han sido recién mordisqueadas por limpios dientes de niño. Con lo cual vino a decirse, muy perpleja, que ése era el perfume que tanto intrigaba en la Princesa: un perfume donde se combinaban -y de muy curiosa, agradable y dulce manera- el aroma de las manzanas, el de los pastelillos recién hechos y el de los tallos recién cortados; así como un remoto -y de pronto añorado- aroma a brisa marina, a sal, a rocas y a luz: pues así era el aroma -lo recordaba, súbitamente- del mundo entero cuando ella lo contemplaba por el agujerito de cierta piedra azul que, hacía tiempo, había regalado a Predilecto. Y notando que todas estas cosas arañaban de una forma muy inquietante su corazón, cerró bruscamente cajones y cofres, y quedó muy pensativa.
– Querida niña -dijo el Trasgo-, no te tortures en buscar tu razón en las cosas que viven de espaldas a tu razón. Procura, en cambio, calmar los pensamientos y envolver de paciencia la vida y el ánimo. Atiende a la Princesa cuando te llama madre, y no manches con tu curiosidad de adulta sus cajones, ni abras el cofre de su valioso tesoro íntimo y privado: pues ten por seguro que a esto ni puedo ni quiero ayudarte.
Entonces reparó Ardid en un cofrecillo de madera más pequeño, que había olvidado abrir por lo pequeño y modesto que le pareció.
– ¿Ése es el tesoro verdadero, íntimo y precioso de Tontina? -dijo, recuperando su audacia. Y sin atender al Trasgo, intentó abrirlo; pero ni con las uñas, ni con el diminuto puñalito que siempre ocultaba en su manga derecha lo logró.
Muy desolada e inquieta, regresó a su cámara, sin oír ni ver el suave reproche del Trasgo, que le decía:
– Ardid, Ardid, hay muchas cosas que, al parecer, morirás sin comprender. En verdad que los humanos sois una rara especie, y no pasa día sin que me deis motivo de admiración y asombro.
Algunos días más tarde, impaciente la Reina por la ausencia de Gudú, envió el último de los emisarios a los Desfiladeros. Y se decía: «Cuando Gudú vuelva, y se case con esta criatura, las cosas tomarán un cariz más sensato, y este viento de locura e insensatez que a todos nos trastorna desde que ella y su séquito llegaron, desaparecerá por donde vino».
Aquella tarde, antes de retirarse a descansar, llamó a la Princesa Tontina, y una vez a solas, con mucha dulzura -toda la dulzura de que era capaz, y a fe que bien sabía aparentarla si le convenía- la hizo sentar en el mismo escabel donde siempre se sentara Gudú para hablar con ella. Y mirando los transparentes ojos de Tontina, dijo:
– Querida niña… -y comprobó que la llamaba como a ella la llamaban el Trasgo y su anciano Maestro: y esto le produjo una emoción remota y muy cálida, de suerte que rectificó rápidamente-, querida Princesa, quisiera preguntarte qué es lo que hacéis en ese árbol plantado en mitad de lo que fue antaño mi jardín.
– Es muy sencillo -dijo Tontina, con evidentes muestras de hallarse pensando en otras cosas. Disimuló finamente un bostezo, pues la habían arrancado del sueño, y añadió-: es el Árbol de los Juegos.
– ¿Y qué clase de árbol es ése?
Ardid, intrigada, empezaba a temer que un viento de brujería invadía lentamente el Castillo. Y si bien ella menos que nadie podía reprochar tales cosas a la Princesa, si de ello se trataba, estaba decidida a cortarlo prestamente de raíz.
– Es muy sencillo -repitió Tontina, cuyos párpados se cerraban suavemente-. Es de la clase de los Árboles de los Juegos.
– Pero criatura -se impacientó Ardid. La sacudió suavemente por los hombros, viendo cómo su cabeza se inclinaba lentamente, para que no se durmiera allí mismo-, explícame de qué está hecho, cómo crece, dónde se encuentra…
– Muy sencillo -dijo una vez más Tontina, sin poder evitar, ahora, un cabeceo cada vez más significativo-. Está hecho de Juegos, crece de los Juegos y se encuentra en los Juegos…
Sus ojos se cerraron, y apoyó suavemente la cabeza en las rodillas de la Reina. Pero la Reina, tomándola de la barbilla, la izó nerviosamente e insistió:
– ¿Y para qué sirve, y cuál es su semilla, y por qué sabe crecer donde nada crece, y alcanzar alturas sin que por ello se vea alzarse, y extender sus ramas, sin que nadie aprecie cómo se alarga?…
– Señora -dijo Tontina, con un bostezo ahora totalmente desprovisto de disimulo-, preguntadle al Trasgo, que os lo dirá mejor que yo…
Volvió a apoyar la cabeza en las rodillas de Ardid, y esta vez quedó profundamente dormida.
– ¿Qué es lo que he oído? -murmuró Ardid, consternada-. ¿Acaso puede verte, Trasgo?…
El Trasgo seguía allí, sentado a sus pies, aunque ella no había reparado en él. Y le oyó decir:
– Me sorprende que no lo supieras, Ardid. Es del todo natural que así sea: aunque, por supuesto, sólo puede verme un instante antes del sueño. Una vez despierta, me olvida hasta el próximo sueño.
– ¿Y cómo es eso? -Ardid notaba cómo un temor difuso se apoderaba de ella-. ¿Ha estudiado, como yo, en el libro de algún sabio maestro, y tiene así contaminados sus ojos, como yo?
– No -dijo el Trasgo-. No es extraordinaria, es de una especie corriente. Sólo antes del sueño, hasta el despertar: y olvida, hasta el próximo sueño. Además, algún día también dejará de verme aun antes del sueño, y nunca más nos recuperará: ni a mí ni al Sueño.
– ¿Cómo es posible, Trasgo?… No entiendo nada: ¿algún día la Princesa se verá privada del placer del sueño? ¿Qué maleficio es ése?
– No se trata de ningún maleficio -dijo el Trasgo, con voz cansada-. Parece mentira, Ardid, que no lo entiendas. Es una cosa corriente, en una criatura muy corriente. El Sueño a que yo me refiero no tiene nada que ver con la gente que duerme, ni con la gente que descansa… Pero en fin, ya que no podremos ponernos de acuerdo, olvida estas cosas, querida niña, y duerme tú, que tanta falta parece hacerte. No te atormentes, que no ocurre nada de importancia ni de interés particular, ni motivo de inquietud alguno, por descontado, en esta Princesa Tontina. Llévala a la cama, y ocúpate de tu hijo Gudú, que a buen seguro es ya hora de que se halle aquí… Ay -añadió el Trasgo; y unas lágrimas terribles, grandes y brillantes como gotas de alguna lluvia antigua y triste resbalaron de sus ojillos de pimienta-, ojalá que él hubiera podido verme, si tan siquiera fuera de forma tan vulgar y rudimentaria como Tontina. Pero él es (y sospecho que en esto nada tienen que ver nuestras manipulaciones) una criatura extraordinaria. No así esta pobre y vulgar Tontina, que no debe dar motivos de inquietud a nadie.