– ¡Ya está bien de juegos por hoy! Vamos a comer de una vez, madre, tengo verdadero apetito.
Y, súbitamente revestida de auténtica majestad y distinción, se sentó con toda compostura a la mesa, exactamente en el lugar indicado, sin que nadie se lo hubiera dicho. A su vez, el Príncipe once ofreció su brazo y acompañó gentilmente a la Reina, que, asombrada y mortificada, presenciaba aquel desbarato de todo protocolo, íntimamente halagada por la cortesía del muchacho, sin parangón en aquella Corte. Comenzó el banquete, y, al parecer, terminó sin excesivas complicaciones ni interrupciones de consideración.
Únicamente de entre todo aquel pintoresco tropel de muchachos, muchachas y animalillos que componían el séquito de Tontina, permanecían absolutamente impávidos, serios, mudos e inmóviles, los lujosos soldados de su Guardia y su hermético, grave, y no menos imponente Capitán.
En el transcurso de aquella larga comida, Ardid susurró a oídos de su querido Almíbar:
– Si tal vez mi hijo se equivocó al torcer el gesto, cuando oyó el nombre de su prometida, quizá me equivocaba yo también cuando le dije que ese nombre no significaba lo mismo en aquellas tierras que en éstas, las nuestras.
Pero tan contento y tan a sus anchas parecía el Príncipe Almíbar, que ni siquiera se enteró de estas reflexiones. Se limitó a mirarla y sonreírle con el acostumbrado arrobo que solía acompañar estas miradas y estas sonrisas.
No habían pasado muchos días a partir de aquel en que Tontina llegó al Castillo Olar, y ya toda la Corte -no sólo la Corte, sino la Reina misma y hasta el último de los pinches y poco gallardos soldados dejados allí por Gudú- se hallaba trastocada, inquieta, confusa y desazonada. Como si un raro viento les zarandease, de aquí para allá, sin reposo. Aquel raro vientecillo que desde hacía unos días agitara cortinajes y tapices, árboles y cabellos, se intensificaba por días, y no aumentaba en fuerza, ni en violencia; más propiamente, diríase que se esparcía, hacíase patente y se adueñaba de los ánimos, como si en vez de aire -suave y fresco, pero no frío; rápido pero no arrasador- se asemejara más a perfume que a otra cosa. Y era una suerte de perfume que embriagaba sin que pudiera percibirse con el olfato; y música sin que pudiera ser audible. Y sí, algo como una corriente luminosa, extraña, absolutamente desconocida agitaba a caballeros y a damas, a soldados, a palafreneros, a criados, a doncellas y donceles, a hombres y a mujeres jóvenes o de avanzada edad.
Las costumbres de la Princesa eran realmente imprevisibles. Aceptó encantada las estancias que para ella se habían habilitado sobre el jardín, en el Ala Sur -donde anteriormente tuviera su cámara Ardid-. Pero, poco a poco, estas estancias se habían transformado de tal manera, que nadie hubiera podido reconocerlas. Pues si bien los muebles y enseres eran los mismos, no su posición, de forma que todo parecía igual y totalmente distinto. En su cámara, colocó el lecho en el centro de la habitación, y en la ventana que daba hacia los árboles del que fuera jardín de Ardid en su época de joven Reina, el surtidor del pequeño estanque volvió a alzarse, más pujante y hermoso que antes; y, en tanto avanzaba raramente la primavera, las flores se abrían todos los días, en especies nuevas y colores antes nunca vistos: y trepaban por los húmedos muros de piedra, hasta la ventana de la Princesa. Por sobre el musgo y la desidia de antaño, ahora crecían las enredaderas, y el jazmín se hermanaba extrañamente con la miosotis, y juntos brotaban de un mismo tallo. Y nadie había conocido jamás en aquella tierra flores semejantes. La rosa escarlata platicaba, al parecer, con el viento y el agua, y se mudaba de tallo y se escondía entre los humildes brotes de la campanilla silvestre. Y así todo era allí insensato, ligero, hermoso y trastocado.
Y no era sólo esto, sino que aún vino a sorprender mucho más un hecho. Cierto día, con sumo cuidado, del carro de los cofres que pertenecían al ajuar personal de la Princesa -y que parecían variar de tamaño a su capricho-, se extrajo, entre gran alboroto de órdenes contradictorias -dadas por todos a la vez, pues la Princesa tenía un muy especial sentido del protocolo-, un arbusto de grandes raíces. Y entre todos – la Princesa, el Príncipe Once y aquella bandada de muchachos y muchachas que a veces parecían diez, a veces veinte, a veces sólo tres- lo plantaron bajo las ventanas de Tontina. Una vez estuvo plantado, tomáronse todos de las manos y, dando vertiginosas vueltas en torno -de forma que Ardid, que todo lo veía y espiaba entre tapices desde sus ventanas, se alarmó pensando que acabarían disparados y maltrechos-, entonaron una canción -según juzgó Ardid- estúpida y sin sentido alguno. Pero al mismo tiempo -se dijo-, aquellas voces, que no habían sido educadas en el canto, a menudo desentonadas y poco organizadas, formaban todas juntas un misterioso coro que llegaba al corazón. Oyéndolos, Ardid evocó ciertas cañas horadadas que su hermano pequeño, el de los rizos rubios, había hincado en la playa, allá donde soplaban los vientos del Sur; y cuando esto ocurría, producían un discorde concierto que entonces -y ahora, recordándolo- alegraba su corazón de niña solitaria. Una dulce y muy leve tristeza la invadió, como olvidado perfume. Pero poco después mayor sería la sorpresa que le produjo comprobar que aquel arbusto iba creciendo, no sabía cómo, ya que no lo perdía de vista día a día, y no se apercibía de que aumentara de tamaño. Sin embargo, allí estaba convertido en árbol, en el centro del corro y de las voces, esplendoroso y magnífico, enteramente cubierto de hojas y de flores. Y recordaba el anuncio del sol en su despertar sobre la tierra. Ardid pensó que jamás vio hojas como aquellas, tan suavemente mecidas, que más parecían oro que rubí -no hallaba otra comparación, aunque no le satisfacía, por imperfecta-, y que lucían por sí mismas, como los ojos de Tontina -y, ahora se daba cuenta, como los ojos de todos aquellos muchachos-; sin que ningún otro sol, ni fuego, ni resplandor alguno precisase para ello, puesto que en ellos estaba la luz, el día, la luna y todo fulgor posible. Y se dijo, pensativa: «Si la música pudiera verse, sería como este árbol». Luego, les vio deshacer el corro, y Tontina, como si se tratase de una chiquilla campesina, se descalzó y trepó por él, y desapareció en sus ramas. Y como ella hicieron el Príncipe Once y algunos muchachos y muchachas. Y también algunas palomas les miraban, y otras les seguían, y dos perdices levantaron la cabeza hacia ellos, y cinco cachorros de lebrel ladraron. Y todos se perseguían en torno al tronco ancho y denso, grácil y transparente a la vez, de aquel árbol. Vio cómo arrancaban hojas de él y leían algo en ellas; y con gran desconcierto, los vio discutir entre sí. La Princesa misma discutía; y no por ser ella le daban fácilmente la razón, como estaba mandado y debía suceder, según entendía Ardid. Consternada, vio cómo la Princesa se enfadaba, y en lugar de imponer su mandato, como hubiera debido ser -si no estuviera allí el mundo trastornándose de forma tan increíble-, se hacía a un lado y se quedaba sola, mohína y como llorosa. Luego, vino un muchachito, la besó en la mejilla y dijo: «No os enfadéis, Princesa, que nos falta uno para el juego y sin vos no podremos jugar». Ella, mirando con el rabillo del ojo a los que muy raramente y sin aparente lógica jugueteaban bajo el árbol, dijo: «Una condición». «¿Qué condición?», preguntaron los otros. «Dadme la piedra verde que encontró Tulipa en el camino.»
«Ah no», dijo la llamada Tulipa con aire ofendido: «Ésa no». Y Ardid, sin salir de su estupor, les vio discutir, hasta que Tontina buscó en lo profundo de su bolsillo e hicieron extraños y totalmente insensatos intercambios: bolas de colores, piedras, huesecillos… Súbitamente, lo olvidaron todo, porque un muchacho avisó que había peces en el estanque; de suerte que todos corrieron a asomarse a aquellas aguas. Luego de charlotear y meter las manos en ellas, y mojarse los cabellos, pies y rostros, descubrieron el juego del surtidor, y empezaron a salpicarse unos a otros con grandes muestras de diversión y regocijo, hasta que sus mejillas se cubrieron de un tinte rosado, y sus frentes y sus rostros y cuellos brillaban de sudor; y tanto la Princesa como los demás, estaban despeinados, sofocados y, al parecer, muy divertidos. Al fin, sudorosos, descalzos, mojados y sonrosados, se tendieron en la hierba. En tanto, el Príncipe Once, sentado a horcajadas en una rama del árbol, les contemplaba con gran aplomo, balanceando ambas piernas en el aire.
Llegadas las cosas a este punto, la Reina no pudo resistir ni un segundo más la contemplación de tanta y tan incomprensible insensatez. Corrió la cortina, dejó de mirar, y llamó al Trasgo, pues recordó que, entre una y otra cosa, hacía muchísimos días que ni ella lo llamaba ni él se presentaba o la requería con sus menudos martillazos.
El Trasgo estaba, a su vez, asomado y sentado en el alféizar de la ventana. Con gran inquietud, Ardid constató que, aun teniéndole al lado, no le había visto. Dijo en tono quejoso:
– Trasgo, mucho te necesito, y no has sido bueno para estar cerca de mí todos estos días en que ando tan desazonada.
– ¿Cómo puedes decir tal cosa, querida niña? -se sorprendió el Trasgo, con evidentes muestras de sentirse dolido-. No me he separado de ti ni un minuto, aunque oculto entre los pliegues de tu vestido. Y me parece raro que tanto haya flaqueado tu memoria, si tienes presente que tantas y tan sabrosas charlas hemos mantenido respecto a estas cosas.
La Reina quedó muy asombrada -parecía que éste iba siendo ya su estado de ánimo natural- y, prudentemente, calló el hecho de que no había reparado en él, ni tan sólo oído su voz. Así pues, le dijo:
– No te extrañe este olvido, porque me veo tan atareada y atribulada, de susto en susto, de sorpresa en sorpresa, que no me reconozco.
– Ya te dije -repitió el Trasgo, como si lo hubiera dicho en más de una ocasión, cosa que ella no recordaba- que no debes tener motivo de asombro, puesto que todo ocurre tal y como debe suceder. No es posible que nada de esto suceda de otra manera…