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El Trasgo volteó las palomas: primero al Norte, luego al Sur, al Este y al Oeste, diciendo: «Vientos del mundo, Tiempo que vienes con el Tiempo y regresas al Tiempo, Tiempo que galopas al derecho y galopas al revés, Tiempo de la Luz, Tiempo del Espacio, Tiempo Subterráneo y Tiempo Submarino, Vientos del Mundo y de Todos los Mundos, Tiempo del Mundo y de Todos los Mundos: Luz de la Vida, Noche de la Vida, vuela a donde debiste volar, y regresa a las fuentes de la Historia de los Niños». Y, así, las palomas se perdieron en el cielo gris de aquel invierno que conmemoraba, exactamente a aquella hora, los catorce años del Rey Gudú. «Todo está bien -dijo el Hechicero-.

Pero lo que no entiendo es eso de las fuentes de la Historia de los Niños.» «Yo tampoco -dijo el Trasgo-, pero eso no tiene nada de particular: nosotros decimos lo que sabemos, pero aunque lo sepamos, no lo entendemos.» Y como cuando el Trasgo usaba el lenguaje propio de su especie, el Hechicero y él no se ponían nunca de acuerdo, el Maestro juzgó que ya discutirían la cuestión en ocasión más propicia: máxime porque el frío de la Torre le había calado, materialmente, hasta los puros huesos.

3

Habían pasado ya veinte días largos desde la fecha en que Gudú partió de cacería por las regiones altas, y hallábase instalado en el Castillo Negro con Predilecto y los soldados. Entre ellos el Capitán Randal, con quien, siendo niño, había jugado a menudo -ya que se trataba de hombre de confianza de Almíbar-. Gudú distinguía a este hombre de entre todos, pese a que ya no era joven. Una noche -la que hacía veinte, exactamente-, le llamó:

– Randal, tengo oído que existen hombres que pululan por el Sur y otras zonas de Olar -incluso al Este- llamados mercenarios; y que, dado que la paz reina hace muchos años por las regiones que mi padre conquistó, no tienen en qué ocuparse, y andan afligidos y hambrientos, ya que las escaramuzas con la piratería no les reportan ningún bien. Los nobles de la Corte, para quienes se alistan, suelen mal pagarles o traicionarles, si conviene.

– Así es -dijo Randal-. Mucho sabe mi Señor, de esas cosas.

– Algo he oído y leído -dijo vagamente Gudú-, pero quiero decirte, Randal, que tenemos guerra en puertas, y por lo que he visto, la paz de mi madre, la Reina, no ha reforzado el Ejército de Olar, como fuera debido. Pero estas debilidades y olvidos pueden disculparse en mujer que tantas muestras de gran sagacidad y prudencia ha dado en otras cosas.

– Así lo creo, mi Señor -dijo Randal, que, secretamente, adoraba a la Reina desde que era niña.

– No sería malo llamar -en el mayor secreto- a cuantos mercenarios halles, e invitarles a que acudan a este lugar en el término de no más de ocho días.

– ¿Qué decís, Señor? -se alarmó Randal, que hasta el momento había tomado la conversación de Gudú como parloteos de muchacho-. No son hombres para entretener en futilidades, sino fieros guerreros que no malgastan sus fuerzas en asuntos de escasa importancia.

– Pues de importancia, y grande, es lo que se avecina. Así, jamás en tu vida dudes de cuanto yo te diga: y de este modo no tendrás que arrepentirte de haberme conocido -y le miró de tal manera, que Randal sintió flaquear sus curtidas piernas de soldado. Y añadió Gudú-: También deberías informarte de los hombres disponibles, de la leva que han conservado los nobles, y además calcular la cantidad de campesinos y gentes de las Tierras Negras que sería posible reclutar.

– Así lo haré, Señor -dijo Randal. El tono de aquellas palabras no admitía dilación, de modo que partió sin pérdida de tiempo a cuanto y donde el Rey Gudú le había encomendado.

Cuatro o cinco días más tarde, regresó Randal con noticias. El Rey le escuchó con gran atención, y guardó en su memoria cuanto le decía. Después habló largamente con él, y le dio órdenes muy precisas y terminantes. Y, aunque Randal no entendía demasiado el motivo de lo que se trataba -nada más lejos de su mente que una guerra en tan plácidos momentos- y dudando de si aquello era tan sólo de un juego del Rey adolescente, con ánimo temeroso se aprestó a reclutar, en el día fijado, a cuantos mercenarios de distintas razas, orígenes y países pudo reunir. Íntimamente profesaba escasa simpatía por aquellos hombres, pero su amor a la Reina le hacía amar también -y obedecer- a su hijo, en cuantas empresas fuera requerido por ellos.

Gudú llamó entonces a Predilecto y le dijo:

– He enviado a Randal, con sus hombres y otros que reclutará, a una encomienda muy importante. Sólo te pido a ti una cosa: síguele hasta el País de los Desfiladeros según mis instrucciones, y rescata a una joven niñera y a un niño de la casa de un zapatero. Entrégaselos a Randal, y regresa, cuanto antes, a mi lado.

Predilecto empezaba a entender que era preferible no informarse de los propósitos de su hermano, si quería seguir a su lado -y el cariño que le profesaba era lo único que, junto al profundo respeto por la Reina, le retenía allí-. Mejor no hacer preguntas. Se unió, pues, a Randal y un grupito de hombres, y después de un largo viaje en la noche, con un sorprendente conocimiento del terreno y sus vericuetos, consiguieron entrar por sorpresa en la casa del zapatero.

Todos dormían, y, por lo visto, no eran gentes dadas a la lucha ni mucho menos a la heroicidad: abandonaron a la muchacha y el niño en sus manos, casi sin rechistar. Y Randal y Predilecto, según órdenes recibidas, regresaron al Castillo Negro, sin comprender muy bien todo aquel tejemaneje.

Y así estaban las cosas cuando, en la madrugada del siguiente día, el centinela de la Torre Vigía avistó, entre las brumas del amanecer, la llegada de una caravana singular que se aproximaba al Castillo Negro. Los soldados y el mismo Príncipe Predilecto se alarmaron, pues no tenían noticia de que alguien tuviera intención de atravesar aquellos parajes, excepto algún campesino con su rocín cargado de leña. Y aun esto parecía raro, pues si bien los bosques eran nutridos, sus árboles estaban tan cubiertos de escarcha, y tan helados y enfangados los caminos, que sólo los caprichos de un Rey adolescente y, al creer de los soldados, juguetón, podía tener la peregrina idea de corretear por un lugar donde la misma caza pretextada -y no llevada a cabo- se hacía difícil, si no imposible.

Pero al tener noticia de la comitiva, Gudú sonrió misteriosamente, y dijo:

– Bajad el puente y recibid esa comitiva, pues no dudo se avecina algo importante.

A poco, le avisaron que se habían reconocido la carroza y los caballos del Príncipe Almíbar, seguidos por los de la Reina y otras muchas cabalgaduras, donde en la bruma de la mañana podían distinguirse las enseñas de varios caballeros y nobles del Reino.

– Señor -dijo Predilecto, inquieto-, algo extraño ocurre, para que vuestra madre la Reina acuda tan presurosa. Preciso será disponer los hombres, por si alguna mala nueva nos traen.

– Hazlo así -dijo Gudú-, y desde este momento te nombro Capitán Supremo de mi Ejército, con mando absoluto; y será tu brazo derecho el Capitán Randal, a quien ascenderás según tu criterio.

– No pido eso -dijo Predilecto, pues las palabras del Rey no le proporcionaban la más mínima alegría-. Sólo os digo que debemos estar preparados.

– Y yo te repito lo dicho -corroboró Gudú.

Cuando al fin se acercó la comitiva al foso, y el puente fue bajado, las carrozas de la Reina y Almíbar entraron en el Patio con gran ruido y precipitación, seguidos de todos los demás. Y no escapó a todos la súbita presencia, revestida de gran altanería y ferocidad mezcladas, del Consejero Tuso y del Príncipe Ancio, que a su vez -como los demás nobles- se acompañaban de algunos de sus soldados armados.

El Rey Gudú descendió las escaleras con gran majestad, impropia de su edad y de un Rey aún no coronado: pero al verle, todos los presentes sintieron un escalofrío en la espalda, que les indicaba se hallaban, por vez primera, ante su único Rey posible.

– Hijo mío -dijo la Reina, revestida de su máxima capacidad de solemnidad-, si hemos venido a turbar los lícitos esparcimientos que un joven como tú practica, en vísperas a convertirse en hombre ducho y diestro para la guerra y para la paz -aquí se detuvo para dar más efecto a sus palabras-, no dudes de que se trata de algo muy importante para el Reino. Y es por ello que la más respetable y sólida representación de nuestra Asamblea de Nobles nos acompaña en este trance.

– Hablad, Señora -dijo Gudú, con gran calma. Y a pesar de que el Castillo se hallaba en el más completo abandono, todos tuvieron la sensación de encontrarse en el corazón de un grande y poderoso Reino, y de que aquel muchacho era el inflexible, astuto, fuerte y valeroso Señor capaz de mantenerlo.

– Pues he aquí -dijo la Reina- que, tal y como se había decidido en presencia de todos los nobles, vuestro Consejero el Conde Tuso me ha presentado la Princesa candidata a unirse a vos en matrimonio. Tal como fue acordado en la Asamblea última, yo debería dar mi aprobación a tal Princesa…

Dirigió una mirada hacia los nobles que la rodeaban, ateridos de frío pero expectantes. Algo murmuraron, en señal de asentimiento, y ella prosiguió:

– Pues bien, hijo mío, la candidata presentada por vuestro Consejero Tuso no me ha agradado en absoluto. No sólo porque es fea, pelirroja y dentuda (y no quiero ver los pasillos de nuestro Castillo de Olar invadidos de criaturas dentilargas con ojos de conejo), sino porque tampoco me agrada su ascendencia: pues es hija del actual Rey que, según noticias llegadas a nuestros oídos, ha expulsado del trono con demasiado ímpetu a su primo Argante, ha matado a su mujer y a su hijo, el Príncipe, y ahora reina ferozmente en el País de los Desfiladeros.

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