Con gran excitación, la Reina contempló la espalda del Trasgo. Muy gentilmente éste se colocó de forma que ella pudiera leer con comodidad. Y la Reina leyó:
Querido hermano Tuso, Veo que las cosas han tomado un giro favorable y que, después de tanta paciencia, vamos por fin a conseguir los frutos deseados. Tengo ya todo a punto, como planeamos, de forma que el Rey, nuestro primo, será esta noche encarcelado, y, dado los cargos que almacenamos contra él, en breve decapitado. Como tengo al ejército y los nobles bien avisados, las cosas se llevarán con más legalidad de lo que el pueblo está acostumbrado a sufrir de Argante. Y tal como dices, mi hija Indra está en edad sobrada de matrimonio, pues si la memoria no me falla, ha cumplido ya los veinticinco años, y me parece muy oportuno, y como bajado del cielo mismo para nuestra fortuna, el curioso deseo de matrimonio de vuestro joven Rey. Creo que nuestros planes van perfilándose de la mejor manera, incluso superando nuestras esperanzas. Así pues, te envío el retrato de Indra, aunque de cuando tenía doce años, pues ha engordado mucho desde entonces, y se le marca en el rostro en demasía la amargura que la caracteriza. Nuestra sobrina e hija hará un buen papel, os lo aseguro, pues está de sobras aleccionada para la cuestión. Mucho me hubiera gustado ver a nuestro común sobrino, Furcio, pero como no me parece pertinente descubrirme aún ante él, momento llegará para que la desgraciada familia que componemos, tan esparcida y diezmada, pueda volcarse en expansivas demostraciones de afecto. Mucho me gustaría saber qué es de nuestra hermana, la Condesa Soez, pues dicen que casó con un cortesano muy particular, y habita en algún lugar del Sur. La recuerdo estúpida y glotona, y tan perezosa que mejor nos tendrá dejarla aparte en estas cuestiones. Cuando Ancio sea Rey, y mi hija Reina, ya podremos reunirnos nuevamente, y continuar esta labor que, tras largos años, ya empezaba a no verle solución. Así pues, ten por seguro que en el momento en que tú leas estas cosas, el Rey Loco ya estará posiblemente separado de su poca cabeza, y la Asamblea de los Nobles -a los que tanto despreciaba Argante, y tan bien he manejado yo- me habrá nombrado sucesor. Has de saber que las minas no están ni con mucho agotadas, que las piedras preciosas se dan con prodigalidad, y que las cosas se aclaran mucho para nuestro futuro; que, digo yo, hora es ya de ello.
Te besa en ambas mejillas tu hermano Usurpino.
Quedó la Reina sumamente afectada por esta lectura, y si bien la invadieron graves pensamientos su boca sólo acertó a decir -como ocurre con frecuencia en trances semejantes- una futilidad:
– ¡Ahora comprendo por qué Ancio se deja tratar como un mulo por Tuso!
Tras este comentario, convocó rápidamente camarilla íntima. Y no tardó en acudir a ella el Hechicero, que despertó a Almíbar. El Trasgo, con evidentes muestras de satisfacción, dejó que el anciano Maestro copiara lo transcrito en su espalda, y se maravillara de la exactitud con que podía conducir la luz. «Cuántas cosas ignoráis los humanos», pensó el Trasgo, pero no dijo nada.
– He visitado las minas -añadió el Trasgo, tras reconfortarse con una ligera libación-, y tened por seguro que las de las pedregosas tierras de los Desdichados son una estupidez sin sentido al lado de las que disfrutan los del Desfiladero de la Muerte.
Allí relucen los diamantes, el oro y los rubíes de tal forma, que (sabéis bien que ésa es mi especialidad) pocas veces he visto nada semejante.
Almíbar -que, aunque no le veía, poco a poco comenzaba a oírlo- dijo:
– ¿Por qué no trajiste alguna piedrecita? ¡Ya sabes cómo me gustan los collares!
– Ay, querido -dijo Ardid, acariciándole como a un niño-, ¿cuántas veces tengo que decirte que si un trasgo da una piedra preciosa a un ser humano, ésta se vuelve inmediatamente carbón encendido?
– Ah, sí -dijo Almíbar-, lo había olvidado.
– Pero otra cosa vi recorriendo los túneles subterráneos que muy poco me agradó -añadió el Trasgo-. Y esto es que sobre mi cabeza oí pasos precipitados, y atinando que me hallaba bajo algún pasadizo del Castillo, asomé con cuidado la cabeza. Entonces vi que el personaje que ya sabemos hermano de Tuso acudía con dos soldados armados a una estancia pequeña, donde entraron, y yo con ellos. Allí había una nodriza que tenía en brazos una criatura muy pequeña (me digo yo si tendría sólo algunos meses). Y era una criatura completamente desgarradora, pues su cabeza era grande y su cuerpo pequeño, y tan jorobado y contrahecho como no vi otro. Entonces, el hombre malvado dijo a la nodriza: «Mujer, ha llegado la hora -y, dándole una bolsa donde tintineaban monedas, añadió-: lleva al Príncipe Contrahecho hasta la casa del zapatero Lain, como te tengo ordenado. Y que allí lo guarde y espere mis órdenes. Pero que en modo alguno diga nada de todo esto, pues sabéis que en ello os va la cabeza». «Así lo haré, Señor», dijo la nodriza. Y envolviéndose en un manto con el niño en brazos, y guardada por los soldados, partió por el pasadizo. Yo los seguí hasta las afueras de la aldea, y entraron en una casucha muy humilde, donde vive, al parecer, ese zapatero. Y él tomó al niño en brazos, y cerró la puerta. Y los soldados regresaron al Castillo.
– Ah -dijo Ardid-, tengo amarga experiencia de cosas parecidas. Y no olvidaré nunca que si por vosotros no fuera -y miró a Almíbar, que descabezaba aún restos de su sueño con una sonrisa de fingido interés, al Hechicero y al Trasgo-, tal vez la suerte de mi hijo no sería hoy muy diferente.
Besó uno por uno a los tres. Parecía muy conmovida: y en verdad, aquella vez lo estaba.
Pero tampoco la Reina Ardid había permanecido ociosa en el transcurso de aquellos diez días. Entre el Hechicero y ella, y ayudados por Almíbar -que de estas cosas, por interesarle más que un juego, mucho sabía-, consultaron minuciosa y prolongadamente El Libro de los Linajes. No era un libro incompleto y vulgar como el que se guardaba en el Castillo -y en la mayoría de los castillos-, sino uno mucho más completo, elaborado pacientemente por el Hechicero durante largos años. Era un libro especial, no de fácil interpretación, donde quedaban patentes y muy a la vista los entronques viles, las usurpaciones, los incestos, los crímenes, la pureza de la sangre, las auténticas líneas de vena real, las mezcolanzas adulterinas, las supercherías: en fin, las auténticas y las falsas dinastías.
Esto era muy importante para la Reina, pues entre sus escasas debilidades se contaba la pasión por la dignidad y solemnidad, la pureza dinástica y el suntuoso protocolo. Cosas que, a decir verdad, la pobrecilla había distado mucho poder ejercitar en la poco regalada vida que llevó, y aún llevaba. Pues si había conseguido refinar en gran parte aquel país, distaba aún mucho de ser lo que se deleitaba imaginar en sus sueños. Y cuando en ellos se adormecía, suavemente, como una dulce melodía ya perdida, reaparecía en su mente la imagen de una isla especial, una isla que parecía inasible en su duermevela, como la misma representación de lo imposible: era una isla que parecía girar sobre sí misma reluciente como una joya, vista a través de una piedra azul, horadada.
Así que dijo al Trasgo:
– Querido, tenemos que hacerte una consulta, ya que, aun contando con la gran afición que tiene por estas cosas nuestro querido Almíbar y la profunda ciencia de mi amado Maestro, hay unos puntos en ello que sólo tú podrías esclarecer. Es el caso que tal como mi hijo me pidió, he buscado una Princesa digna de casarla con él. Y consultando El Libro de los Linajes del Maestro, hemos dado al fin con la de más purísima sangre, auténtico linaje real e intachable dinastía. Sabemos que desgraciadamente habita muy lejos de aquí. Sabemos cómo se llama. Sabemos qué edad tiene y cuán linda y encantadora es. Pero lo que no sabemos es cómo comunicarnos con ella, o, mejor, con su real padre, y hacerle nuestra proposición.
– Bien, mostradme su caso -dijo el Trasgo. Así lo hicieron, y se enteró de que el nombre de la tal Princesa, tan extraordinariamente auténtica, era Tontina, y que habitaba en las Remotas Regiones de Los De Siempre.
– ¿Dónde podríamos localizar ese país? -dijo Ardid-. A pesar de las muchas y sorprendentes averiguaciones que sobre la configuración del vasto mundo ha llevado a cabo nuestro Maestro, lo cierto es que no sabemos dónde situarlo ni cómo llegar a él.
El Trasgo tomó el libro y miró aquella página al trasluz. Luego acercó el oído a sus palabras y martilleó suavemente sobre ellas. Tres palabras se desprendieron de las otras hasta caer blandamente a sus pies: «Arrancada del Tiempo». Entonces, el Trasgo saltó hasta el respaldo de la silla de Almíbar -que no le veía, pero sonrió cortésmente al vacío-, y dijo:
– No es difícil, queridos: como humanos que sois, no tenéis noticia exacta de algo que es tan claro como la luz del día. En fin, proveeos de dos palomas mensajeras, la una con el pico azul y la otra rojo. Y cuando las tengáis, avisadme, que las enviaré sin pérdida de tiempo. Ellas nos traerán la respuesta, y creed que todos los días tengo un motivo de asombro ante la extraña ignorancia que, para cosas tan simples y transparentes, mostráis los de vuestra especie. Y, ahora, dejemos esta cuestión y libemos todos, para celebrar tan buenos augurios.
Pero libó él solo, y se embriagó desconsideradamente. En verdad, su sed era más larga y profunda de lo que parecía; y por aquella vez ninguno se atrevió a reprochársela.
Dos días costó a la Reina procurarse, por medio de su camarera Dolinda -que a su vez envió al mercado de la Plaza a los más listos pajes y doncellas-, las dos palomas requeridas. Una vez éstas en su poder, el Trasgo les sopló en la frente. De inmediato se iluminaron con el color del fuego y sus ojos resplandecieron como diamantes. Luego las tomó, una en la mano derecha y otra en la izquierda, y trepó a lo más alto de la Torre, hasta las almenas. El Hechicero siguió al Trasgo. ¿Cómo iba a perderse aquello?… Y cuando se halló bajo el cielo, el enorme cielo que lo dominaba todo: el Castillo y Olar y el mundo, le pareció que lo veía por primera vez. Tantas y tantas horas había pasado con la cabeza inclinada sobre sus pergaminos, que casi había olvidado el olor del viento que traía rumores y aromas de bosques, de voces o gritos de criaturas desconocidas -incluso humanas-, que creyó contemplarlo por primera vez. Le pareció mucho más grande que el mundo -al menos el mundo que él conocía-, y las nubes, aquellas nubes tantas veces vistas con indiferencia, cruzaban la noche, ahora, con un nuevo significado. Acaso -pensó- eran ecos, residuos de algún sueño acariciado largamente por los hombres. Una luz o resplandor que parecía música -como puede ser música el vaivén de la hierba- se extendía sobre Olar. Pero era una luz tan huidiza, tan fugitiva, como nubes o sueños.