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Al día siguiente, Ardid acudió a ver a su esposo, con aire falsamente humilde y afectuoso. Pero el Rey la recibió con desvío, y apenas le prestó atención. Así ocurrió un día tras otro. Hasta llegar uno en que Ardid perdió totalmente la paciencia, y encarándose a él, le dijo:

– Habéis de saber, esposo mío, que si indudablemente habéis sido un gran Rey, en la actualidad estáis destruyendo todo lo que hicisteis. Por vuestros estúpidos caprichos y vuestra manía de andar a la zaga de unas gentes que más nos conviene tener alejadas, debo deciros que si no fuera gracias a mi gran astucia el país no se hubiera salvado de la ruina y la miseria. A estas horas no seríais sino un Rey mendigo, perseguido hasta la muerte por vuestros enemigos, que, no lo dudéis, son muchos. Y tened por seguro que si esa mala víbora no hubiera desaparecido por artes de una magia repugnante que desconozco y desprecio, es muy cierto que vuestra ridícula pasión de viejo por un ser semejante, os hubiera llevado a muy graves situaciones.

– ¿Queréis callar de una vez? -dijo el Rey, que ni siquiera mostraba cólera, sino un profundo hastío-. ¡Esposa teníais que ser, al fin y al cabo! ¿Cómo pude caer en red semejante? Sabed, estúpida y charlatana criatura, que nunca podréis entender, con vuestra infantil forma de pensar, lo que en verdad suponía para mí la Princesa de las Hordas. Ella no era para mí una mujer: era la misma estepa, la tierra desconocida, la enorme ignorancia que me tortura por lo que no ven mis ojos, ni tocan mis manos. No, no era una mujer tan sólo: era el misterio, la pasión de conquistar lo desconocido: era el último jirón de mi juventud.

La Reina quedó muda de estupor. No comprendía aquellas palabras. Nunca oyó una perorata tan larga en labios del Rey, y comprobó que no estaba borracho. Súbitamente le vio despojado de toda su realeza, fuerza y poder: sólo era un hombre perdido en muy vasta y estremecedora soledad.

– Pues entonces -dijo Ardid, lo más suavemente que le fue posible-, pensad que vuestra esposa es muy joven, y que pronto os dará un hijo hermoso y fuerte.

– ¡Dejadme, he dicho! -se impacientó el Rey-. Nada me importan esas cosas. ¡Dejadme solo!

Entonces Ardid cometió el gran error de su vida: insistir con su presencia y sus palabras en el momento más inadecuado, de forma que destrozó la soledad, que en verdad el Rey amaba. Y viendo que el Rey se impacientaba, la ira la dominó a su vez, y levantándose, gritó:

– ¡Sois tan estúpido y majadero como jamás conocí a nadie, Rey Volodioso! Y tened por seguro que esa maldita se llevó lo que os quedaba de juventud, con ser bien poco; porque sólo a un viejo idiota contemplo ante mí, no al magnífico Rey con quien creí casarme. ¡Os juro que vengaré este desprecio, y que mi hijo será un verdadero Rey, y no una piltrafa borracha y enamoradiza capaz de llevar a la ruina un país conseguido a través de tanta sangre y tanto sacrificio!

Entonces el Rey perdió toda la paciencia que le quedaba, y llenándose de furor como de un vino más poderoso que ninguno, llamó a grandes voces venir la Guardia, y ordenó que la Reina fuese encerrada de por vida en la Torre Este. Y que jamás oyera hablar de ella. Luego, llamó a su hermano Almíbar -por ser el único en quien confiaba, y por haberlo dotado de soldados muy bien dispuestos y aguerridos-, y díjole:

– A ti te confío el cuidado de esa arpía, a quien no mando decapitar por dos únicas razones: primero, porque sus consejos son necesarios para la economía del país (y en su encierro, deberá seguir proporcionándolos); segundo, porque está a punto de traer al mundo un hijo mío, y nadie sabe aún cómo será. Pero entiende bien, Almíbar, que la Reina no debe pisar jamás otro suelo que el de sus estancias, ni salir de la Torre, ni recibir a persona alguna sino a ti; y sólo llevará con ella dos doncellas. No quiero oír su nombre en lo que me resta de vida. Y cuando el hijo que lleva -si es varón- tenga edad de presentarse a mí -y juicio suficiente para responder a mis preguntas, y fuerza para manejar la espada-, me lo traéis; y si veo en él alguna cosa buena, lo tendré conmigo. Y si no, decidiré a su tiempo cuál será su destino.

Dicho lo cual, se apagó la estrella ascendente de la Reina Ardid. Vivió en la oscuridad, olvidada de todos, durante seis largos años.

VI. PRÍNCIPES

Los hermanos Soeces experimentaban una viva y razonable antipatía por la Reina, y a su vez, eran ampliamente correspondidos por ella. Ardid odiaba sus rostros de raposo, sus largos dientes, siempre asomando entre los labios, y sus traidores ojos verdes.

El día en que la Reina fue encerrada en la Torre Este, Ancio contaba cerca de quince años. Mucho se regocijó con la desventura de Ardid, de modo que aquella noche se bebió él solo medio barril de cerveza, y anduvo aturdido en sus husmos hasta la mitad del día siguiente. Su pasatiempo habitual -entre pelea y borrachera- consistía en corretear por los bajos corredores del Castillo, o por las dependencias de la soldadesca, y jugar a los dados con ellos. A menudo despojaba a aquellos obtusos infelices de su exigua paga -si la percibían, cosa que ocurría espaciadamente- o de cuanto llevaran encima. Así, ora una daga, ora una coraza, había llegado a almacenar en la sucia guarida de su Torreón un verdadero arsenal, que ocultaba bajo algunas de las pieles que hurtaba un poco por aquí, un poco por allá, cuando pisaba estancias más abrigadas que la suya. Esto causaba gran envidia en sus hermanos, y quizá por esa razón, más que por el abuso que hacía de su descomunal fuerza en los continuos dimes y diretes que animaban sus jornadas, le aborrecían.

Bancio y Cancio, los gemelos, cumplían por aquellos días trece años. Ofrecían, a los pocos que gustaban de contemplarles, un prodigioso parecido físico y tal vez moral: pues no podía dilucidarse con exactitud quién de ellos era más cobarde, fantasioso, embustero, lenguaraz y bravucón. Por otra parte, solían enredarse de continuo en feroces luchas. Por la menor cuestión lanzábase uno contra otro sin previo aviso, y dábase la curiosa circunstancia de que todas las añagazas ocurríanseles en común y a la vez, de forma que recibían por igual golpes, atroces insultos y amenazas escalofriantes.

En cierta ocasión -y siendo aún muy niños- arrojáronse el uno contra el otro animados por una misma idea entre las cejas y los dientes, de suerte que salieron de esta empresa cada uno con una oreja de menos. Esto es: Bancio había arrancado de cuajo la derecha de Cancio, cuando Cancio aún mordisqueaba la diestra de Bancio; y de esta guisa, estupefactos y doloridos, comprendieron la similitud prodigiosa con que se ponían en movimiento sus impulsos agresivos. Por todo ello, ambos aparecían privados de un órgano auditivo, y solían tapar como mejor podían las cicatrices producidas por los fraternos colmillos, cubriéndolas con mechones de pelo rojo y áspero, muy semejante en calidad y aspecto a manojos de estopa.

Por lo demás, jamás se separaban, y en verdad casi formaban una sola fuerza. De entre los cuatro hermanos, eran los peor dotados en cuanto a corpulencia y vigor, si bien lo suplían por la dureza de sus nervios; además, eran bastante ágiles. Desgraciadamente, ambos cerebros habíanse repartido también por igual la escasa porción de lucidez que les tocara en suerte: con lo que la indigencia de su entendimiento resultaba tan notoria como deprimente. De todos modos, alguien aseguraba que, en lo profundo, aquellos amarillos y desgalichados gemelos, a despecho de obsequiarse de continuo uno a otro con los vaticinios más sombríos -especialmente relacionados con súbitas y despiadadas muertes-, se amaban con recóndita ternura; y que esta ternura, aunque asfixiada en la mísera apariencia de sus espíritus, era un fuerte lazo de unión y mutua protección: más fuerte que todas sus peleas, insultos, y los agoreros presagios con que abundantemente se rociaban. Y cosa curiosa, con ser los más necios, eran los de lengua más suelta, aunque no constituían con ello una excepción.

Los otros dos hermanos -Dancio y Encio- que siguiéronles en edad, habían muerto. Dancio, a causa de las desgarraduras que causara en sus carnes de infante un enloquecido mastín a quien el pequeñuelo, incautamente, intentara sacar los ojos con un punzón. Y Encio -algo más crecidito que su difunto hermano- pereció miserablemente ahogado en una hedionda charca, por culpa del airado desplante de un raposo -animales que era muy ducho en atraer mediante ingeniosas trampas-, a quien, sin cerciorarse previamente de su conformidad, destinaba idéntica suerte.

En cuanto a Furcio, el menor de los seis -cuatro aún vivientes, dos mal llorados-, durante los amargos días de la joven Reina, acababa de cumplir ocho años. Era Furcio criatura tan desarrollada y apuesta, tan robusta y desprovista de cualquier sospecha de candor, que muy bien pasaría por criatura de mucha más edad. Como dato particular -aparte de ser el único hermoso de los Soeces-, revelóse este niño tan lujurioso como un mono, y a despecho de su tierna edad, tales inclinaciones podían apreciársele sin rebozo alguno y de forma muy evidente. Por estas señas era muy conocido entre las damas que componían la Corte, a quienes avergonzaba y divertía a partes iguales, mientras soportaban en silencio los obscenos gestos que el joven Príncipe, encaramado en las altas ventanas, o entre los pliegues de algún tapiz, solía dedicarles. Y no sólo era conocido -dada la tendencia al compadreo y fullería que arrastraba a todos los hermanos a dependencias de sirvientes y soldados-, sino mal soportado por toda mujer, joven o madura, que en el Castillo morara: desde la matrona ceñuda a la tímida pinche de cocina. Además de estas particularidades, Furcio ostentaba un curioso sentido de contradicción, y lo lanzaba, sin distinción alguna, contra toda criatura que tuviera la oportunidad de tratarle. Así, en circunstancias verdaderamente insólitas por lo severas, surgían de sus labios sarcásticas e inesperadas carcajadas: de suerte que quienes las escucharon -y jamás olvidaron, a buen seguro-, por mucho que se preguntaran el motivo que las provocara, jamás llegaban a descifrarlo. Por contra, hallándose entre la más alegre y placentera concurrencia, el pequeño Furcio contraía su bello rostro en lúgubre expresión, y tan húmeda y agorera mostrábase entonces su mirada, que nadie podía contemplarle sin que se amargara su ánimo. Ni la más tenebrosa profecía hubiera resultado tan estremecedora como el anuncio de inminentes, suntuosas y punitivas tinieblas con que amenazaban sus preciosos ojitos de color turquesa.

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