– Mi buen Trasgo -le dijo-, me siento muy pesada para seguiros por ahí, pero tened por seguro que deseo muy vivamente saber lo que hace el Rey esta noche.
– Con gusto te complaceré -dijo el Trasgo-, pues he visto traer grandes toneles de un vino rosado que todavía no he probado. Y a fe mía que esta noche me daré ese gusto.
– Tened prudencia -dijo Ardid, llena de inquietud-. Temo que alguien os pueda ver: ya sabéis que los hombres ebrios poseen, a veces, ciertas cualidades (aunque efímeras como el vapor del alcohol), y temo mucho por el avanzado estado de vuestra contaminación.
– No temas -dijo el Trasgo-. Mucho he de libar aún, para que cosa semejante me pille desprevenido. Te aseguro una vez más, querida niña, que no es tan grave mi situación.
– No todo lo fiéis al vino -dijo entonces Ardid en voz baja y triste-. Tened por seguro, querido Trasgo, que otros conductos pueden llevaros a la perdición.
– ¡No será el amor! -rió el Trasgo-. Un Trasgo no es capaz de enamorarse de alguien tan feo, perdonadme, como una criatura humana.
– Ay, Trasgo -suspiró Ardid-, no sabéis de lo que habláis. No sólo esa clase de amor puede perderos, sino todo sentimiento dulce y cálido que haga crecer la Raíz Desconocida en tu pecho… Y en cuanto a lo que habláis de fealdad y hermosura, esas cosas poco o nada tienen que ver en ello. Ni tan siquiera la edad, o la maldad de un ser humano, pueden detener el crecimiento de esa maligna raíz: entendedlo bien.
Pero el Trasgo, sediento y presuroso, ya había desaparecido. Era casi amanecido cuando volvió. Y halló a la Reina en el mismo lugar junto a la chimenea, donde sólo unas débiles brasas lucían entre la ceniza. Estaba pálida y seria. Y por vez primera, pensó que la querida niña era una Reina y mujer de muy maduro entendimiento. Dijo entonces:
– Tengo buenas nuevas, querida niña. El Rey está atrapado por la pasión hacia esa Princesa salvaje; y de tal manera lo ha encadenado, que está dispuesto a tenerla aquí como amante, no como cautiva. Y bien dices que el corazón humano gasta malas pasadas: así, presa fácil será de toda suerte de venganzas (tuyas o de ella). Pues un hombre en tal estado es vulnerable a cualquier cosa. Mucho me he regocijado viendo cómo pretendía hacerse admirar de ella, mientras esa mujer le despreciaba con sus feroces ojos de asesina; y he visto cómo ocultaba un cuchillo entre los vestidos. ¿Sabes una cosa? El Rey le ha quitado las cadenas, la ha coronado con muérdago, y ha dicho que esta noche la conduzcan a su cámara. De suerte que, tenlo por seguro, no amanecerá un nuevo día para él: ella le hundirá entre las costillas, o donde mejor atine, su cuchillo. Y esta vez sí que no habrá Físico ni bebedizo que lo remienden.
Dicho lo cual, revoloteó por la cornisa, saltó dos o tres veces sobre el lecho de brasas, y desapareció de nuevo en la oscuridad de la chimenea.
Ardid se había levantado, temblando; sus labios estaban helados y sus manos también. Y no acertaba a decir palabra ni a moverse. De pronto sintió como si aquella raíz maligna de que hablara al Trasgo creciera dentro de ella: y un árbol poderoso extendió sus ramas y la invadió: y notaba en la sangre y en los labios su ácido zumo, agrio como las uvas verdes, embriagador como las uvas fermentadas. Y sin pararse en mientes ni razonar, abrió la puerta y corrió hacia la cámara Real. Y como sabía que la Guardia -aún- no iba a atreverse a impedirle el paso -era la Reina, al fin al cabo-, allí se fue; y ordenó que abrieran las puertas, y entró en la estancia igual que el huracán, dejando que los batientes golpearan contra el muro. Apartó entonces las cortinas, y vio cómo en aquel momento el Rey besaba a la mujer de las Hordas salvajes.
Apenas pudo entender Volodioso qué clase de vendaval furioso le arrebataba de los brazos a su prisionera, cuando vio unos ojos brillantes y oyó una voz que le decía, mientras sujetaba por las trenzas a la mujer esteparia:
– ¿Tan necio eres que no ves lo que oculta entre las ropas? ¿No ves que quiere matarte?
El primer impulso del Rey fue mandarla decapitar. Pero al punto divisó el puñal en las manos de su prisionera, y se sosegó un tanto. Luego, volvióse iracundo hacia la Reina y dijo:
– Eres imprudente, Ardid. Nunca, esta noche, debiste entrar aquí. No te ha servido de nada tu sabiduría.
– ¿No veis que os he salvado la vida? -dijo ella, temblando de ira.
– Eres necia -dijo el Rey con rabia. Y arrebatando el puñal de manos de las dos mujeres, lo arrojó por la ventana-. ¿Crees que soy tan estúpido como para no saberlo? Conozco muy bien todas las argucias femeninas. Y ésta prestaba nuevos bríos y alicientes a este lance. Parece increíble que me hayáis supuesto tan estúpido, y que lo hayáis sido vos también.
Ardid, desfallecida, notó cómo sus labios temblaban, y no podía pronunciar palabra.
– Así que márchate en buena hora, estúpida mujer -dijo-. Y no vuelvas a entrometerte en mis asuntos, si quieres vivir en paz.
Con estas palabras la despidió aquella madrugada. Y Ardid en lo profundo de su corazón supo que era para siempre.
Desde aquella hora, el Rey no volvió a dirigir la palabra a Ardid, ni a acordarse tan siquiera de ella. Sólo tenía pensamiento para su feroz enemiga, que no desperdiciaba ocasión de demostrarle su odio. Y cuanto mayor era el odio de ella, más grande era la pasión del Rey, de forma que toda la Corte estaba asustada.
Tuso consideraba aún imprudente entrometerse en aquella situación, si bien ésta comenzaba a inquietarle. Volodioso había mandado alojar a la prisionera en una cámara contigua a la suya, y cubrirla de adornos y vestidos. A cambio, sólo desprecio recibía de la misteriosa mujer, a quien jamás oyó la voz.
Así estaban las cosas cuando Ardid decidió por su cuenta hallar la solución. Sabía que, a pesar de los halagos que recibía del Rey, de hecho, la mujer de las Hordas salvajes permanecía prisionera. Y aún más, de nuevo permanecía con las manos atadas a la espalda, pues de no ser así, arañaba con tal furia que el Rey mostró en su rostro las huellas de sus garras, como si una alimaña hubiera desgarrado su carne. Y teniendo noticia de que la mujer esteparia sólo tenía ojos para mirar hacia el Este, asomada a la ventana, Ardid reflexionó que la mejor solución para deshacerse de ella era consiguiendo que escapase.
Eligió una tarde en que el Rey, despechado y taciturno, salió de caza con su hermano Almíbar. Ardid penetró entonces en la cámara de su Maestro y le pidió, con lágrimas en los ojos, polvos de adormidera amañados en vapor, para con ello dormir a la Guardia encargada de la vigilancia de la prisionera. El viejo sintió de improviso un gran temor, y le dijo:
– ¿Cómo es eso, niña? ¿Qué leo en tus ojos? ¿Qué es lo que así te aflige? Debías sentirte feliz viendo a tu enemigo en manos de esa fiera que, a buen seguro, un día u otro, acabará con su vida: y de este modo, a fuer de satisfecha tu venganza, te verás Reina y madre de un legítimo heredero. ¿Qué más puedes desear?
– Calla Maestro, y nada me preguntéis -dijo ella-. Sólo os pido que, por el gran cariño que me tenéis, lo hagáis.
El viejo movió la cabeza con pesar. Al fin, laboriosamente, hizo lo que ella pedía. Pero con evidente disgusto, pues aquellas mescolanzas eran cosa propia de aficionados sin categoría alguna, e impropio de un sabio de altura como él.
Ardid se aproximó a la cámara donde guardaban a la prisionera, y esparciendo el vapor del sueño, los soldados quedaron totalmente atrapados en las redes de un profundo sopor. Luego, entró en la cámara, y por señas, indicó a la Princesa que la siguiera. Ésta la miró fijamente a los ojos, y un hilo invisible, pero cierto, pareció enlazar sus miradas. A partir de ese instante, se limitó a obedecer.
Ardid la condujo a las caballerizas; y usando nuevamente del vapor del sueño, durmió a todo sirviente, mozo o palafrenero que halló al pasar. Y desatando el hermoso corcel negro de la mujer esteparia, que celosamente conservaba el Rey en sus caballerizas, indicó a su dueña que lo montase. Ésta lo hizo inmediatamente de un ágil salto. Luego, Ardid condujo con gran cuidado montura y amazona hacia la parte Sur, allí donde plantara un día su jardín: y por la secreta puertecilla medio oculta entre la maleza, la invitó a salir. Sólo entonces cortó, con su cuchillito, las ligaduras de sus manos. Entonces, la prisionera la miró de nuevo con sus relampagueantes ojos y, poniéndole una mano sobre el hombro, pronunció en voz baja unas palabras en la lengua de Olar, que asombraron a Ardid:
– No ames al lobo, ¡destrúyelo! -dijo. E hincando los talones en los ijares de su corcel, se perdió velozmente en la oscuridad, hacia el añorado Este.
Aquellas palabras se clavaron profundamente en el corazón de Ardid. Llena de temor y sombríos presentimientos, regresó y se encerró nuevamente en su cámara.
El Rey Volodioso quedó consternado al conocer la desaparición de la muchacha esteparia. Pero como nadie había visto lo sucedido, y nadie podía dar razón de cómo ocurrió, y dado que la Guardia permanecía impertérrita a su puerta, y ésta aparecía sin huellas de haber sido forzada, un escalofrío de temor recorrió los huesos de todos los habitantes del Castillo, hasta el último pinche de cocina, sin exceptuar al propio Volodioso. Tuso, que abrigaba sus temores respecto a la Princesa Guerrera, dijo al Rey:
– No tengáis ahora duda alguna, esa mujer era una bruja maligna, y sólo pesar os hubiera traído el conservarla.
El Rey quedó muy mohíno. Estuvo todo el día a solas, sin querer ver a nadie, ni comer; sólo bebiendo, hasta muy avanzado el alba.