Partió a caballo un mensajero hacia el cercano Monasterio, y, a poco, regresó con el Abad, quien, a decir verdad, temblaba como hoja en el árbol.
– Andad y casadnos pronto -dijo Volodioso.
Entretanto, un tropel de sirvientes había instalado en el Patio de Armas grandes mesas, ya que la premura no permitía ofrecer un verdadero banquete. Dispusieron en ellas, sobre blancos manteles de lino, vinos y variados manjares. Estaban todos muy alborozados, y, siguiendo la real indicación, todos comenzaron a brindar y beber. El Rey estaba ya ligeramente borracho, aunque se mantenía en pie con firmeza, cuando el Abad se hallaba dispuesto para la ceremonia.
– ¡Apearos de una vez, diablo! No me gusta mirar a mi novia de abajo arriba-dijo Volodioso.
– No es posible, Señor, hasta que no se haya realizado el matrimonio -respondió ella, con firmeza.
– ¡Maldita Feliciante! -Volodioso arrojó su copa, y, colocándose la corona que, rodilla en tierra, un paje le ofrecía, añadió-: ¡Cómo le gustaba a esa Señora complicar la vida!
Aun así, se prestó al último requisito, y el Abad les casó: él a pie, y ella a caballo.
Apenas terminó la ceremonia -tal y como se ordenó, precipitadamente, a sudorosos emisarios-, todas las campanas de la ciudad voltearon. Y entre el alborozo general, el Rey alzó los brazos, tomó por la cintura a Ardid y la bajó, por fin, del caballo.
Entonces, al verla en el suelo y comprobar que apenas alcanzaba más allá de sus rodillas, una gran ira le llenó, y, desenvainando la espada, gritó, rojo de furor:
– ¡Bellaco, embustero viejo! ¡Sinvergüenza, maldito, que me has casado con una enana!
Pero apenas había dicho tal, Ardid alzó el velo que ocultaba su rostro, y ante el Rey apareció una carita redonda, tostada por el sol: y un par de ojos oscuros e iracundos le miraron con idéntica cólera a la suya, mientras decía altivamente:
– ¡Insolente marido, el mío! ¡Soy yo la engañada, que creí erais un gran Señor y sólo veo ante mí un soldadote sin refinamientos ni modales! ¿Quién dice que soy enana? ¡Soy alta y robusta, para mis siete años! Y tened por seguro que a los quince ninguna de estas raquíticas y pálidas damas (por cierto, muy mal vestidas) -y aquí la naricilla de Ardid se frunció con desdén podrá compararse con mi belleza, donaire y real porte.
jamás, en toda su vida de Rey, ni hombre ni mujer alguna había osado dirigir tales frases a Volodioso. Quedó, pues, tan asombrado que enmudeció de estupor y su brazo cayó, sin fuerza.
Durante los breves minutos que este silencio y estupor le embargaron, pudo muy bien apreciarse el crecer de la hierba y el trepar de las lagartijas por las piedras de la Muralla, e incluso el vuelo de las moscas en el, a pesar de todo, aire puro de la mañana. Y estaban todos tan sobrecogidos, que apenas acertaban a respirar. En cuanto al Hechicero, llegado al verdadero y máximo límite de sus fuerzas, no podía ya moverse ni hablar. Y lo que todos tomaron por dignidad y sereno valor sin precedentes, no era otra cosa que pánico petrificarte.
Ése era el turno del Trasgo, el momento en que debía poner en práctica su participación en la escena. Desde su escondite, destapó una calabaza que, durante las últimas libaciones, había almacenado su propia risa, y la envío, con la luz, hacia Volodioso. Envuelta en dulces vapores de mosto, la risa penetró al Rey por ojos, oídos y labios, e invadió su pecho y todo su ser. Hasta que, levantando la cabeza, prorrumpió en carcajadas tan alegres como jamás salieron de su garganta. Naturalmente, todos le corearon. Al fin, secó con el dorso de la mano las lágrimas que aquella expresión de alegría le arrancara, tomó la niña en brazos, la besó en ambas mejillas, y dejándola de nuevo en el suelo, agarró sus trenzas -que resplandecían como el sol poniente- y tiró de ellas con alegre e infantil jugueteo. Luego, dijo:
– Ah, ¡qué noble y preciosa Reina tenemos en Olar! ¡Qué graciosa y maravillosa Reina! Os juro que es la primera vez que un niño no me parece un conejo o una gallina.
En éstas, Tuso había reaccionado rápidamente. Y mientras en su fuero interno se complacía mucho por tener una criatura tan tierna en sus manos, a quien imaginaba podría moldear a su antojo, apresuróse a deslizar estas palabras en los oídos del Rey:
– Señor, ¡qué gran fortuna! Pensad en las ventajas que reporta una esposa semejante: por largos años aún, jamás os dará muestras de celos ni cosa parecida. Y podréis guardar vuestras amantes en el Castillo, como ahora, sin oír las odiosas quejas de una mujer legítima. Siendo sólo una niña, podréis gobernarla a vuestro antojo y prescindir de enojosas obligaciones maritales que no siempre os apetecerán (tenedlo por seguro). Y podréis educarla según vuestra conveniencia, de tal modo que cuando tenga edad suficiente para consumar el matrimonio, a buen seguro no encontraríais esposa más dócil y sumisa. Amén de que, llegada tal hora, a juzgar por sus facciones, será una hermosísima mujer.
– Eso pienso -dijo el Rey. Y añadió-: Mi querida Señora, ¿podéis revelar el nombre de la más joven Reina?
– En efecto: soy la Reina Ardid.
Y sus palabras fueron acogidas con gran contento, en tanto resucitaban lentamente de su congelada estolidez el Abad -que temía ser decapitado por haber bendecido tal unión- y el Hechicero -por razones similares.
El Rey ordenó fuera colocada una corona de flores -en espera de que fabricaran otra de oro- sobre las rubias trenzas de la joven Reina. Y acto seguido, dedicáronse muy placenteramente a comer y beber. La madrugada les sorprendió ya muy avanzada entre risas, vino y chanzas no siempre del mejor gusto. Mientras, la más joven Reina dormía dulcemente, con la corona en las rodillas, pero con las manos tan asidas a ella, que una mirada más lúcida que aquellas que la rodeaban hubiera podido imaginar cuán difícil iba a ser arrebatársela.
Al día siguiente, el Rey ordenó que instalaran lo más confortablemente posible a la Reina en el Ala Sur del Castillo, junto a su fiel Maestro. Y advirtió a su Consejero:
– Tuso, siempre que te sea preciso, guíate por los grandes conocimientos de nuestra sabia Reina. Por lo demás, guardadla bien, hasta que tenga edad de darme un hijo. Y cuando este día llegue, avisadme, pues tal vez para entonces, entre una cosa y otra, la haya olvidado.
– Así se hará, tenedlo por seguro -dijo Tuso-. La Reina será atendida como si de mi hija se tratara: la vaciaré de su ciencia como a un cántaro boca abajo, para servir a vos y al Reino.
– Ahora -dijo el Rey, con sonrisa indulgente-, preguntad a la pequeña Reina qué regalo desea recibir del Rey, en ocasión de unos acontecimientos tan singulares.
Y ante el desconcierto de todos los cortesanos -y del propio Rey-, la pequeña Ardid pidió unas espuelas de oro.
– Que forjen las mejores y más bellas espuelas del oro más puro -dijo el Rey, íntimamente satisfecho con aquellas preferencias-. Y entregádselas con mis más afectuosos saludos.
Así se hizo; y de este modo, la pequeña Ardid se convirtió, a los siete años de edad, en la Reina de Olar.
A decir verdad, como Reina, Ardid sólo disfrutaba el nombre. No estaba aún preparada para todo aquello que su pequeño y ambicioso corazón anhelaba, tanto en cuestiones de venganza como de poder. «Destruiré a Volodioso; y mi hijo será el Rey más grande de cuantos el mundo ha conocido -soñaba-. Mi familia quedará vengada: mi sangre llevará la corona del que arrebató la vida a mi padre y mis hermanos y, a mí, todo lo que poseía en la tierra.» Pero no sabía, pese a su precocidad y sabiduría, que la tierra y el mundo eran más vastos, antiguos, dulces y perversos de lo que ella podía imaginar.
La instalaron en el Ala Sur, tal como ordenó Volodioso, en una de las más espaciosas estancias del Torreón que daba sobre el Lago de las Desapariciones. Junto a sus habitaciones había otra pequeña estancia, donde se aposentó el Hechicero. Y éste, a su vez, pudo disponer de un pequeño recinto donde instalar el laboratorio de sus profundos estudios y averiguaciones. Tuso, con gran amabilidad y amables maneras, se avino ladinamente a todos sus deseos, pues contaba de ese modo ganarse la voluntad de la pequeña, para luego manejarla a su antojo. Si, como había dicho el Rey, la niña daría en su día un hijo legítimo al Trono de Olar, tiempo había para meditar sobre el heredero en quien más le convenía apoyarse.
Poco antes de aparecer Ardid en escena, había llegado a Olar la noticia del nacimiento del séptimo hijo del Rey, habido esta vez de la famosa Lauria. En aquellos momentos, el niño se criaba aún en Lorenta, y mucho le hacía cavilar a Tuso la conveniencia de dejarle vivir o no, cuando se produjeron los últimos acontecimientos. De esta forma -reflexionó- disponía de varias cartas a manejar, pues una sola no era aconsejable llegado el caso de que fallara. Y aunque secretísimas y oscuras razones le instaban a postular la candidatura de Anclo, no desechaba nuevas posibilidades.
Instaló como mejor pudo a la pequeña Reina, y ordenó que fuese atendida según merecía, so pena de graves castigos en caso de que le llegara alguna queja de la niña. Todas las damas de la Corte se esmeraron y esforzaron por su parte en atraerse la simpatía de la joven Reina. Si bien, desde el primer día, Ardid dio muestras de la firmeza de su carácter y de la poca costumbre que tenía de tratar con gentes de tan cortas luces.
Ni un solo día dejó de recibir sus acostumbradas lecciones del Hechicero. Después, montada en su blanco caballo con sus espuelas de oro, galopaba por los alrededores del Lago de las Desapariciones, lugar que la atraía mucho, pero siempre protegida y vigilada de muy cerca por la Guardia que a este fin dispuso Tuso, bajo cuyo mandato puso a Randal. El Capitán estaba tan fascinado por la niña, que se hubiera dejado matar por ella, si el caso lo hubiera requerido.