– Señor, ya que vos lo deseáis, mi Señora la Princesa acepta vuestra noble hospitalidad. Pero no por mucho tiempo, pues hemos de continuar viaje hasta dar con el Gran Señor Predestinado (como su estrella indica).
– ¿Qué dice? -inquirió Volodioso, inclinándose hacia Tuso. Este, con gesto de prevención, como de costumbre, hallábase dos pasos a su espalda. Pero antes de oír la respuesta de su Consejero, la impaciencia hizo levantarse al Rey, y aflojando las cintas de su manto real (que le impedían moverse cómodamente), dijo:
– Buen viejo, habla más claro; no entiendo una palabra de lo que dices.
– Digo, Señor -repitió el Hechicero, con la segunda de sus mejores reverencias-, que mi Señora la Princesa tuvo en la cuna -al igual que muchas princesas, como sin duda sabéis- un Hada Madrina, con quien su buen padre el Rey estaba muy bien relacionado. Y así, tal Señora, llamada Hada Feliciante, diole como don su prodigiosa sabiduría. Pero, como todo don, éste hallábase sujeto a una condición (bien sabéis que tales señoras suelen amargar sus regalos con estos detalles). Éste consiste, en el presente caso, en que sólo podría poner toda su ciencia al servicio de un gran Señor que la tomara por esposa. Como os habrán referido, muchas desgracias han sobrevenido a nuestro difunto Rey y a mi Señora (su augusta hija). Guerra y ruina, el país pasto de piratas, andamos por el mundo en pos de ese Predestinado, a quien deba ella prodigar su ciencia, y él, matrimonio y honores. Por tanto, no debéis detener nuestro camino: pues así incurriríamos todos en el enojo de la noble Hada Feliciante. Y, conocedores de vuestra grandeza y generosidad, a ella nos confiamos humildemente, noble Rey Volodioso.
Volodioso parecía confuso. Meditó por un instante, y al fin dijo:
– Bueno, si así lo deseáis, no os retendré demasiado. Pero antes deseo ver a vuestra Señora, y escuchar sus raros parloteos.
– Ah, noble Rey -dijo el Hechicero. Y aunque sus piernas temblaban de insuperable miedo, aún exprimió la fuerza necesaria para una tercera y solemne reverencia-, con gusto os complacería, pero habéis de saber que sólo a una pregunta por persona le está permitido contestar; y que si bien podrá presentarse ante vos, no le está permitido mostrar su rostro a nadie antes que al que será su Señor y esposo, y aun así después del matrimonio; y no puede romper este mandato, pues mucha desgracia acarrearía a quienes sin haber cumplido tal requisito posaran los ojos en ella.
Volodioso, que era impaciente y curioso por naturaleza -ambas cualidades le habían ayudado a ser Rey-, descendió los peldaños del trono, y exclamó:
– ¡Pues, al menos, que pase de una vez!
– Tampoco es esto posible, mi Señor -balbuceó el Hechicero (y aquí ya no pudo volver a inclinarse: pues si tal hacía, seguro estaba de no volver a levantarse en lo que le restaba de vida)-. Tampoco antes de su matrimonio le es dado mostrarse apeada de su caballo Magnífico Níveo.
– ¿Pero cuánta tontería es ésa? -gritó al fin Volodioso-. ¿No sabéis que os puedo mandar degollar de una vez, si no obedecéis al acto?
– No lo dudo -farfulló el Hechicero (ya al límite de su resistencia)-. Pero no os lo aconsejo: Hada Feliciante es de carácter agrio y también sabe castigar muy duramente. Sabed que los asesinos de su padre y usurpadores de su Reino, en este momento, están todos ciegos, y el Reino es una pura ruina, pasto de las llamas. No quisiera que un noble Señor como vos, que tan gentil se muestra hacia mi Señora, hallara un fin tan miserable e impropio de su grandeza: no ignoráis que los poderes de tales Damas no son atacables por humanas fuerzas, ni espadas ni lanzas.
Volodioso hizo a Tuso gesto de que se aproximara, y en voz baja le preguntó qué opinaba de tales cosas, a su entender estúpidas y embrolladas. Pero Tuso -que tenía conocimiento de los males que podían acarrearse a quienes se oponían a las Fuerzas Mayores -dijo con cautela:
– Mejor será, Señor, que uséis de la prudencia. Y veamos, ante todo, si son ciertas o falsas las maravillas atribuidas a la tal Princesa. Por experiencia sé que no debemos afrontar las iras de tales Damas, ya que he visto con mis ojos algunas de sus represalias, y os aseguro que en ferocidad no tienen rival. Por tanto, bueno será andar despacio y con sigilo. Observad y meditad, pues nada malo podéis sacar de ello. Antes bien, sospecho buena fortuna para vos y para el Reino, si adquirís semejantes relaciones o incluso parentesco.
En su interior, Tuso había visto súbitamente brillar la posibilidad de aliarse al anciano y su Señora: y, en unión de ambos, disfrutar de un porvenir más risueño que el suscitado por las esperanzas puestas en el mayor de los Soeces, cada día más lerdo, ruin y taimado.
– Está bien -dijo Volodioso-. Veamos, pues, tanta maravilla, por confusa que parezca. Después decidiré qué debo hacer con vosotros.
Salieron todos, en verdad unos llenos de excitación, de recelo otros, al Patio de Armas, donde, a lomos del blanquísimo caballo de ojos azules -que maravilló a toda la Corte, e hizo rebullir la codicia de Volodioso, apasionado por estos animales-, se erguía una esbelta aunque, al parecer, menuda figura.
Ardid aparecía cubierta con su velo. Y era tal el resplandor de sus vestiduras y tules, que todas las damas sintieron una punzada de envidia en sus corazones: y hallaron que sus ropas eran burdas y mal confeccionadas. En lo que no les faltaba razón, pues la Corte de Volodioso sólo muy recientemente tuvo la posibilidad de conocer y adquirir las mercaderías de la Reina Leonia.
Volodioso quedó muy impresionado ante aquel espectáculo. No en vano el Trasgo, que permanecía oculto y al acecho, había conducido la luz de tal manera que casi cegaba mirar hacia la pequeña Ardid y su rica montura. Así impresionado, dijo el Rey:
– Princesa, quisiera que respondierais a una pregunta mía.
– Así lo haré, Señor -dijo Ardid. Y su voz sonó tan fresca y jugosa que embriagó los oídos de Volodioso como un dulce vino: pues sólo en la lejana Lauria había hallado semejante tersura y ausencia de chillidos, cosa que mucho le desagradaba. Pero precisamente las damas de Olar, deficientemente informadas aún del verdadero refinamiento y sus cánones, creían que debían forzar y aguzar sus voces, con el deplorable resultado que conocemos.
Volodioso consultó con Tuso, y éste le aconsejó preguntase a la Doncella cuántas horas había luchado y cuántas había descansado. Tuso conocía muy bien aquellas respuestas: éstas y otras cosas estaban apuntadas en sus secretos libros de zorro cortesano.
Así lo hizo el Rey, y Ardid repuso:
– Lo haré con gusto. Pero como mi ciencia no es cosa de brujería ni adivinación, sino de profundo estudio y lógica, debéis decirme antes cuántos inviernos y primaveras, cuántos veranos y otoños pasasteis en luchas o en paz. Así el cálculo será perfecto y sin artificios.
– Bien -dijo el Rey-, os complaceré.
Y sirviéndose de los dedos, acumulando victorias, escaramuzas, amoríos, heridas, fríos y calores, expuso por separado lo que consideraba -y tal vez así era- la exacta cantidad de estaciones pasadas en guerra o en paz.
Tras meditar breves instantes, la jovencita, oculta tras el resplandeciente velo, emitió con su clara y fresca voz los días justos -que a lo largo de su vida con el Rey, tan minuciosa y trabajosamente, había apuntado Tuso-. El Consejero quedó entusiasmado ante la posibilidad de habérselas con semejante aliada, por lo que se apresuró a decir al Rey:
– ¡Es tal y como ha dicho, Señor! Tengo para mí que deberíais guardarla con vos… aun a costa de ese matrimonio. Porque si el matrimonio resulta bien, buen negocio habréis hecho. Y si resulta mal, eliminar una esposa no es difícil. Según deduzco de las palabras del viejo, nada podrá en contra la tal Feliciante: he estudiado estas cosas y sé que, una vez cumplida la profecía, toda venganza queda neutralizada.
El Rey quedó perplejo. No le seducía otro matrimonio, pues si bien el anterior fue eliminado sin dificultad, no le parecía que aquella jovencita fuera tan fácil de manejar como un rorro de seis meses. No obstante, su curiosidad era tan grande que manifestó:
– Yo no veo el rostro de la Princesa, anciano. Decidme, al menos, una cosa: ¿es fea?, ¿o, por lo menos, es soportable?
– Oh, no es fea en modo alguno -dijo el Hechicero-. Antes bien: bella como la luz del día. Sus ojos acumulan el brillo de toda la inteligencia de la tierra, y su sonrisa rebosa el candor de la infancia. Es joven como el rocío, y fresca y tierna como las rosas -con lo que, en puridad, no decía una sola mentira.
Todo ello agradó al Rey, pero aún insistió:
– ¿Rubia o morena?
– Rubia, Señor, pero con ojos negros.
– ¡Me gustan las rubias! -dijo lleno de gozo Volodioso-. Bien, en este caso, no veo inconveniente en casarme con ella. Y como soy un gran Señor, muy poderoso, no dudo en que, por fin, habéis topado con el Predestinado. ¡Pero si me engañáis, os juro que os descuartizaré vivos, para escarmiento de todos, haga lo que haga después esa Señora Feliciante, o como se llame!
– No os engañamos en absoluto, mi Rey -dijo el Hechicero. Pero el temblor que oscurecía sus desfallecidas palabras quedó materialmente aplastado por las exclamaciones de la Corte, que con violento y súbito júbilo celebraba la gran decisión de su poderoso Señor.
– Entonces, llamad al Abad Abundio -dijo Volodioso-, y celébrese aquí mismo el matrimonio.