Su agreste poblado de mujeres y niños moraba en el Subsuelo; pues solían construir sus guaridas horadando, al amparo de los Árboles Gigantes, entre sus raíces. Sólo por el humo de sus fuegos, que parecía brotado de la tierra y confundirse con la neblina que ascendía de los riachuelos, podía descubrírseles. Pero eran escasos los caminantes que se aventuraban hasta allí; y confundían tales cosas con el vagar de fantasmas, duendes y otras criaturas malignas de los bosques. Se murmuraba que, desde hacía mucho, los campesinos no solían adentrarse en aquellas espesuras por considerarlas embrujadas. Si las extraordinarias cabras gigantes se topaban -aun de lejos- con los rebaños de los lugareños, éstos huían asustados. Y si algún inocente pastor tropezaba con alguna de aquellas enormes bestias cornudas, huía espantado, asegurando haber visto al diablo.
Poco a poco, Raigo fue enterándose de estas cosas. Y tomando confianza en ellos, les expuso prolijamente sus cuitas. Un día, pues, Lar, el jefe del grupo que le había socorrido, dijo:
– Hermanos todos, seguirán la ruta de nuestro padre: y caeremos sobre hombres malos y bestias, y salvaremos a nuestro padre y hermanito.
Hubo de soportar Raigo sus sonoros besos antes de que prepararan un nuevo rito. Tensaron una piel de cabra y comenzaron a batirla rítmicamente. A poco, el mismo sordo batir surgido de bajo tierra, se escuchó y esparció por gran parte del bosque: Raigo creyó en un principio que se trataba de truenos y que amenazaba una gran tormenta. Pero no era sino la repercusión, en cadena, de un profundo y secreto lenguaje de tambores. Al fin, el jefe Lar dijo:
– Vamos arriba, hermanito, porque ya los Hermanos Pastores emprenden el camino hacia nuestro padre Gudú.
Raigo estaba un poco asustado, pero al mismo tiempo una gran esperanza le llenaba.
Cuando salieron a la superficie, el sol brillaba sobre la nieve y Raigo contempló un espectáculo que le llenó de pasmo. Poco a poco, tras los troncos, de árbol en árbol, aparecían grupos de Hermanos Pastores, todos de aspecto feroz y a la vez cándido. Montados en sus enormes Machos Cabríos o en corpulentas cabras, le miraban fijamente y le pareció que todas y cada una de aquellas miradas se clavaban en él como hilos de fuego. Esgrimieron cuchillos, y sus hojas brillaron cual pequeños relámpagos entre los árboles. Luego, los Hermanos Pastores lanzaron tan escalofriantes gritos, que Raigo se dijo que acaso ni siquiera los proferidos por las temidas Hordas -tan comentados en Olar- podrían comparárseles.
Intuyó que aquel sería el momento propicio para seguir las instrucciones de la Reina. Así que, desenvainando su espada, gritó:
– ¡Hermanos míos, hijos todos de Gudú, el más grande Rey! Desde ahora, cada uno de vosotros ha sido ofendido y amenazado, como lo está nuestro padre. Hermanos del Bosque y Hermanos Pastores, hermanos míos: ¡juremos no desfallecer hasta exterminar a los malvados hombres-bestias! -pues así llamaban los Hermanos a los guerreros de las estepas.
Un feroz alarido estremeció el bosque, aún más sonoro en el blanco silencio de la nieve. Y conduciendo de la brida a su espantado caballo, que con mucho amor habían cuidado sus aliados, lo montó Raigo, mientras oía decir a Lar:
– Hermanito Raigo, hace cinco noches y cinco días Hermanos Pastores vieron a hombres-bestias pasar, escondidos entre los árboles. Como las Cabras Hermanas son más raudas y más hábiles, deja tu caballo al cuidado de mujeres y niños y tú monta en esta buena Caprina, que ella te conducirá mejor y con más astucia y rapidez, y por mejores lugares, sin ser visto de nadie.
Y dicho y hecho, fue transportado en volandas a lomos de una enorme y roja cabra. Caprina emitió una especie de resoplido que erizó sus cabellos. Tenía tan largos y retorcidos cuernos y tan fuertes y nerviosas eran sus patas, que su propio caballo no le hubiera sostenido mejor.
– Agárrate con fuerza a sus cuernos, hermanito -dijo Lar-. Y déjate conducir por los Hermanos. Los Hermanos llevarán la salvación a Gudú, nuestro padre, y serás su hijo Rey.
Y con tan curiosa explicación -pues entendían las cosas a su modo-, Raigo se sintió lanzado velozmente -más que transportado- por tan agrestes y escarpados lugares como jamás imaginara existían. De precipicio en precipicio creía volar sobre la niebla, y era todo como un sueño alucinante y terrible en el que sólo podía asirse a dos largos cuernos o a la rizada y áspera pelambre que a ráfagas brillaba como una llamarada; saltando sobre praderas, sueño y abismos de terror, a trechos, creía galopar sobre las copas de los abetos y los abedules o sortear precipicios sin fondo.
De vez en vez, se alzaba hasta él una risa larga y bronca. Al fin, se dijo procedía de la propia Caprina, unida a la risa de todas las Hermanas Cabras y todos los Hermanos Pastores. Y no era un sonido capaz de deleitar a nadie. Además, durante el transcurso de tan peregrino como inolvidable viaje, mezclábase a aquel sonido-risa el largo aullido de los lobos. Y cuando la niebla se distendía, se distinguían en los desfiladeros y los precipicios -o así parecía, bajo las pezuñas de su cabalgadura- manadas enteras que levantaban hacia ellos las cabezas, las fauces abiertas y los ojos relucientes, en sedienta espera.
Así, Raigo recuperó el tiempo y los días perdidos. Y de tan buena forma que al tercer día el jefe Lar detectó -con olfato y oídos- la presencia de los guerreros de Urdska. Ordenó entonces detener su rebaño-ejército, levantó su largo y nudoso cayado de pastor y profirió un grito que cualquiera -menos los Hermanos Pastores- hubiera confundido con el de un animal del bosque. El rebaño entero se paró al instante.
Reunió a todos entre los árboles y díjoles:
– Hombres-bestias andan cerca. Sigilo y cuidado.
Y diciendo esto sacó de entre sus pieles y esgrimió su cuchillo, más temible que una espada. Al unísono todos los Hermanos le imitaron y cientos de cuchillos flamearon en la espesura. Entonces, Lar llamó a Raigo a su lado y le dijo:
– Tú, Hermanito de Oro, sigue al jefe Lar y no te apartes de él, pues vamos a salvar a nuestro Padre el Buen Rey Gudú.
Y aunque este epíteto, según no pudo menos de considerar Raigo, no era el más apropiado para designar a su padre, obedeció sin rechistar. Montó ahora sobre la cabra de Lar, agarrándose fuertemente a la cintura de éste, y emprendieron una suavísima carrera: apenas parecían rozar el suelo. Y no tardaron en avistar, uno a uno, cautos como lobos y tan silenciosos como los abedules, varios hombres-bestias. No parecían caminar sobre rocas, nieve y hojarasca, sino sobre la misma niebla. Entonces, llegó el momento en que Lar lanzó un silbido tan largo y estridente, que hizo estremecer a los hombres de Urdska. Todos ellos volvieron atrás la cabeza, pero, caso curioso, en dirección opuesta a donde estaban los Hermanos Pastores. Y, en aquel instante, los Hermanos se lanzaron sobre ellos, tan silenciosa como rápidamente.
El bautismo guerrero de Raigo no fue como siempre imaginó. Con la destreza y rapidez de matarifes, exhalando roncos y a la vez suaves gemidos, los Hermanos Pastores cayeron, uno a uno, sobre los despavoridos soldados, que veían estupefactos cómo surgían de la niebla aquellos rojos y demoníacos jinetes. Sobre cabras de refulgentes ojos verde-amarillos, se arrojaban sobre ellos y limpiamente los degollaban uno a uno. Entonces, Raigo se enardeció con el olor de la sangre, levantó el brazo y, a poco, cercenaba cabezas con su espada y hendía gargantas que apenas tenían tiempo de gritar.
Era algo extraño lo que ocurría, tanto fuera como dentro de él: la nieve se levantaba bajo las delgadas pezuñas de las cabras, y bajo una nube blanca, brotaba la sangre como ardiente surtidor, manchaba la nieve, los rostros, los filos de los cuchillos y su espada. Y un placer siniestro, un goce iracundo y embriagador le subía a los ojos, a la lengua. El zumbido de aquella risa ronca, caprina y diabólica, retornaba: hasta que se dio cuenta de que él mismo la imitaba a la perfección; y le parecía el más deleitoso y dulce sonido de la tierra.
El último fue Usklaidoj, jefe del grupo de Urdska. Habíanle acorralado, e iba a ser lenta y gozosamente degollado por un Hermano, cuando Raigo gritó:
– ¡Dejadlo vivir!… Él es la pieza convincente para que nuestro Padre, el Rey, nos crea y conozca por fin la verdad.
Le ataron fuertemente con sus irrompibles ligaduras de tendones de cabra, y le arrojaron de través, como un odre, sobre el gigantesco lomo del Jefe Caprino. Sus largas trenzas caían hacia el suelo, ensangrentadas por una herida, aunque no profunda, que le cruzaba el mentón.
Estaban ya muy cerca de las estepas. Tanto, que a poco, les llegó el olor a guisos, leña y humo de Ciudad Yahekia. Raigo formó ordenadamente a los Hermanos, y se dispuso a entrar en ella y solicitar ser recibido por su padre, el Rey. Ensartadas en el extremo de sus cayados se recortaban en la nieve las cabezas y negras trenzas de los hombres de Urdska. Y los Hermanos esgrimían las lanzas y espadas arrebatadas a los esteparios; con un júbilo que, si pudiera despojarse de su cruel verdad, hubiérase tomado por cándido regocijo infantil. Así de inocentes, tiernos y feroces eran los nuevos Hermanos del Príncipe Raigo. Y fieles, en verdad, según tuvo ocasión de comprobar ampliamente. Tan fieles eran como feroces podían volverse si llegaba a incumplirse algún juramento para ellos tan sagrado como su hermandad, o a traicionarse su confianza.
Pese a su aparente triunfo, Raigo no ignoraba el peligro que corría al aproximarse con tan singular ejército a las guarniciones y a Ciudad Yahekia. Existía la posibilidad de ser atacados por más numerosos y diestros soldados. Así pues, reflexionaba y sabía que no sería fácil explicar tales cosas al jefe Lar y los Hermanos, pero menos lo era tener acceso al Rey acompañado de tal guisa.