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Ocurrió que al cabo de un tiempo, su caballo adentróse en la espesura sin que él pudiera dominarlo; pues, atontado por la fiebre, oía en su delirio risas ahogadas y malignas donde se entremezclaban los deformados rostros de Raiga, Contrahecho, la Reina y su mismo padre, convertidos en monstruos de largos colmillos que pretendían devorarle: como en las viejas historias del Libro de los Linajes que les leía su abuela.

Sin fuerzas para detener a su montura y casi inconsciente, llegó a un paraje lejano y abandonado, que se le antojó la ruta hacia el Norte, aunque no creía haberse desviado de la ruta del Este. Cayó entonces al suelo y perdió toda noción de cuanto sucedía en torno. Debió permanecer en aquel estado durante demasiado tiempo, pues cuando al fin recuperó la conciencia de cuanto le ocurría, y de dónde se hallaba, el terror y el estupor le invadieron. ¿Dónde y entre quiénes se encontraba? Un pensamiento le hizo desesperar de su empeño: seguramente, los guerreros del Este habían alcanzado a su padre o, al menos, le habían adelantado a él en gran medida. Y no se equivocaba en la última consideración, pero sí en la forma en que había sucedido y sobre todo las criaturas entre quiénes se hallaba.

Hacía mucho que los guerreros de Urdska le habían adelantado en su camino, antes aún de su caída. Siendo mucho más avezados y arteros que él, no habían tomado el sendero de los prisioneros, sino que, atajando por la montaña, ocultándose en grupos o dispersados a toda mirada, según su costumbre, le llevaban una larga ventaja. Estas cosas las sabía y temía Ardid cuando le envió, pero sabía también que sólo con Raigo podía jugar su última carta, y así, aun con todas las probabilidades de fracaso en su contra, la jugó.

La constatación de tan cruel descubrimiento invadió la mente de Raigo aún antes de observar a quienes de todos modos le habían salvado de una muerte cierta. No sólo se trataba de la crudeza del invierno: hambrientos lobos merodeaban por aquellos parajes. La certeza de su fracaso le sumió en tal desespero que tardó en comprobar que las dos palomas de la Reina -la jaula estaba vacía, a su lado- habían perecido o huido. Y con ellas toda esperanza de salvar a su padre.

Cuando al fin Raigo pudo percibir más claramente cuanto le rodeaba y quiénes eran sus salvadores, quedó tan asombrado como temeroso: jamás había contemplado criaturas semejantes. Según le pareció, se hallaba en una especie de guarida, o cabaña, bastante grande, pero de tan bajo techo, que sus moradores debían permanecer sentados. Tenía forma circular y en el centro ardía un gran fuego. La chimenea, hogar y cocina constituía el núcleo del extraño lugar. Tanto las paredes como la techumbre estaban hechos de ramajes y troncos, ensamblados con barro. Así pues, cuando al fin levantó la cabeza y, aún muy débil, contempló los todavía desdibujados cuerpos que a su alrededor se movían y murmuraban ininteligibles sonidos -que tal vez eran palabras, pero no al menos en la lengua que él conocía-, se sorprendió al descubrir un rostro solícito, o al menos anhelante, que se inclinaba hacia él. Era una extraordinaria cabeza, tan cubierta de pelambre roja, que al resplandor del fuego semejaba otra hoguera. Largas y rizadas barbas se enmarañaban y unían a ella; y un par de amarillos, redondos y casi inhumanos ojos le contemplaban fijamente.

Quiso hablar, pero no pudo: por la debilidad en que se hallaba, o por el súbito terror que le invadió ante aquella criatura que no se decidía a catalogar de humana. Una mano ruda y callosa, pero de infinita ternura, se deslizó bajo su nuca y alzó su cabeza con suavidad. Raigo pensó en la delicadeza con que -según había observado durante su ocultamiento en la cabaña del Lago trataban a sus animales los más ásperos campesinos.

Aquel gesto fue seguido por débiles clamores que, pese a su rudeza, transmitían un afectuoso interés hacia su persona. Otras cuatro cabezas se apelotonaron entonces junto a la primera: y el brillo que chispeaba entre las pelambres -unas rubio leonado, otras rojo cereza- le informó de que, tal vez, le sonreían con agudos dientes de lobo. Pero si, al parecer, eran lobos, se mostraban bien dispuestos hacia él.

Al fin, extendió torpemente su mano en busca de la espada, y con alivio comprobó que continuaba pendiendo de su cinto. Apretó el puño sobre el pomo como si fuera su único asidero en el mundo. Entonces, los ojos de la primera de aquellas criaturas se entristecieron y oyó cómo decía, torpemente, pero en la lengua que él conocía:

– No mates, no mates… Hombres Pastores aman al niño rubio.

Sintió una ligera irritación al oír que le consideraban un niño, pero intuyó que no era pertinente demostrarlo. Comprendió que su faz barbilampiña, apenas cubierta de dorada pelusa, y su cuerpo les debían parecer los de un tierno infante, frente a la corpulencia de aquellos semilobos o semijabalíes. Así pues, recuperando aquella sabia prudencia que tanto le había inculcado su abuela, nada dijo y aguardó los acontecimientos.

Entonces, la primera de aquellas criaturas le acarició con verdadera delicadeza y ruda timidez, diciendo:

– Oh, niño de oro, niño de oro…

Y los demás, prorrumpiendo en extrañas demostraciones de alegría y ternura, se acercaban a él, apelotonados, y rozábanle ora los cabellos, ora los hombros, con expresiones tan tiernamente pueriles que le confundieron. Aún no sabía si se hallaba entre amigos o entre estúpidos y sanguinarios ogros que, tras aquellas muestras, le devorarían limpiamente -como le había instruido su maestro Amor sobre ciertas tribus norteñas y misteriosas-. Y regresaban a su memoria las veladas de la Abuela Ardid leyéndoles junto al fuego historias de extrañas criaturas que, al parecer, ella había conocido en algún tiempo remoto y maravilloso. Así pues, hizo acopio de todo su valor, y murmuró:

– Oh, Caballeros… mucho agradezco todo lo que habéis hecho por mí hasta ahora. Pero sabed que no habéis amparado a un menesteroso ni tampoco a un ingrato, así que tened por seguro que si, como espero, me ayudáis a salir del grave trance en que me hallo, os consideraré como mis hermanos y me tendréis por tal el resto de mi vida. Os digo que yo soy heredero de un reino poderoso, y si me ayudáis a recuperarlo, mi Reino será un día tan mío como vuestro y mi alegría será vuestra alegría, y mis triunfos, vuestros triunfos.

Esta clase de discursos, habíalos aprendido de su sagaz abuela -si bien hasta el presente no se felicitaba de ello.

El efecto que sus palabras causaron al extraño grupo fue pasmoso. Tanta fue su emoción que adquirió ribetes de terrorífica: hasta el punto de que Raigo llegó casi a lamentar sus excesos oratorios. Pues la dulzura se tornó en exaltación tan agreste, que prorrumpieron en aullidos salvajes y, dando muestras de una gran agitación, lo transportaron entre sus fuertes brazos, de forma que temió le rompieran un hueso. Lo llevaron cerca del fuego: y el mayor de todos ellos -al parecer su jefe- sacó de entre las pieles que le cubrían, un agudo puñal que esgrimió ante las llamas con siniestro brillo. Raigo cerró los ojos, creyendo que había llegado su último instante. Pero, en vez de esto, levantaron su manga hasta el codo y practicaron en su brazo una delicada incisión de la que brotó una gota de sangre tan hermosa como un rubí. Luego, por turno, hicieron lo mismo en sus propios brazos, y vagamente Raigo recordó -pues medio se desvanecía de terror y debilidad- los ritos de hermanamiento que también practicaban -según le contara Amor- lejanas gentes.

Al fin se desmayó, y no sabía cuánto rato estuvo así, pero cuando volvió en sí, alguien acercaba a sus labios un cuenco de madera lleno de leche caliente y espumosa. Esto le reanimó lo suficiente para mirar con ojos desorbitados a sus insólitos y contradictorios salvadores. Y al fin, cuando ellos debieron juzgarle lo suficientemente repuesto, dijeron en su torpe lengua:

– Niño rubio… ¿es verdad lo que en sueños decías?

– ¿Qué decía?

– Que eres hijo del Rey Gudú… y malos y traidores hombres quieren arrebatar vida a él y a ti… Pero nosotros somos hermanos del niño rubio, y por eso también hijos de Gudú, Rey. ¡Iremos contigo a salvar a nuestro padre y hermanito de malos hombres y bestias!

Y estas palabras fueron la primera luz de esperanza que iluminó el desfallecido corazón de Raigo.

Los Hermanos de los Bosques eran una tribu pastoril, procedente del Norte más oscuro y tenebroso; allí donde sólo Volodioso había llegado y, tras sofocar alguna rebelión y aniquilar a los culpables, plantó las enseñas de Olar e instaló en sus límites guarniciones solitarias y embrutecidas. De allí procedían Atre y Oci, empujados por la curiosidad que les despertara su nuevo señor y, muchos años antes, el miedo. Siguiendo a sus hermanos de lejos, desde la montaña cubierta de bosques, el resto de su tribu contemplaba, con desorbitados ojos, los progresos y proezas de ambos.

De vez en cuando, Atre y Oci subían hasta los bosques, y allí les hablaban con respeto y veneración de Gudú. Y también de Yahek, que se había hermanado con Atre. A menudo instábales a secundarles y unírseles frente a sus rebaños. Pero los pastores eran muy jóvenes y temerosos, y nunca habían pensado en tal cosa. Continuaban escondidos en lo más espeso del bosque, y sólo en el invierno, cuando nadie o casi nadie merodeaba en torno, se atrevían a descender hasta las cercanías de aquella ruta que arrastraba a los prisioneros hacia las estepas. Conducían inmensos rebaños de cabras, de enorme corpulencia, y guiados por misteriosos jefes Cabríos -con los que sus pastores se entendían a través de una suerte de gruñidos-, habían permanecido tiempo y tiempo en sus bosques, espiando y observando a las huestes de Gudú, y experimentaban una mezcla de temor y admiración hacia tan extraña raza de hombres sin vello, entre mujeril e infantil. Ellos eran de complexión extraordinariamente robusta, aunque, a menudo, de combadas piernas o jorobados, que no tenía parangón con los hombres conocidos por Raigo. Y eran tan peludos, que apenas los ojos y dientes podían distinguirse en sus rostros. El vello les cubría enteramente el cuerpo, y cuando en el calor casi sofocante de sus cabañas se despojaban de las pieles de cabra y lobo que les cubrían, parecían poseer debajo otra cobertura similar, dorada, o casi tan roja como el fuego mismo.

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