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Así divagaba Gudú, cuando llegó su gran día. Partió, con nieve aún en las veredas. Llevaba consigo parte de su leva de la Corte Negra y gente de armas de Olar. En el camino se les añadieron las pequeñas guarniciones del Norte, donde languidecía Randal en delirios de antigua grandeza. Y como guardia personal, designó a siete Cachorros, entre ellos Rakjel, que parecía beber el aire, y observábale cautamente Gudú: su perfil oscuro, las aletas dilatadas de su nariz corta y ancha, la suave pelusa de su mentón. Los Cachorros de Olar se burlaban de él porque le creían barbilampiño. Pero así eran todos los de su raza, y también el fuego de sus ojos negros, rasgados y menudos, sobre los pómulos acusados. Por encima de las orejas, caían sus trenzas cortas, negras, bailoteando junto a las sienes. Algún joven Cachorro le imitaba porque comprendía que protegían del filo de la espada. Y súbitamente Gudú tuvo un estremecimiento: era una peregrina idea, un estúpido recuerdo: la frágil, infantil, incorpórea Tontina también se peinaba así. Sacudió tan singular recuerdo y, sin embargo, la escondida voz que como savia de Reyes del Bosque brotaba de sus ramas, murmuró en su oído: «¿Qué esconderá el oscuro vientre del mundo?».

Llegaron a las estepas más rápidamente que en anteriores expediciones. Les habían precedido cuadrillas de prisioneros, momentáneamente liberados de sus condenas por hurto, homicidio u otra clase de delitos -por los que hasta entonces se pudrían en las mazmorras de Olar-, destinados ahora a allanar la vía que les conducía hacia el Este. «No debe desperdiciarse ni un solo brazo útil», había ordenado el Rey. Y así, mientras algunos veían en su gesto un Rey magnánimo, otros, más avisados, o que mejor le conocían, admiraban su sagacidad.

El antiguo pastor Atre -convertido en veterano Maestro de Armas- había quedado al cuidado de los Cachorros aún residentes en Olar, y su hermano Oci -o hijo, o quién sabe qué, pues jamás se puso en claro- seguía al cuidado de sus rebaños y caballerizas. Y partía Gudú con la satisfacción de conocer cuán escrupulosamente se cumplían todas sus órdenes. En su ausencia, como jefe supremo de la Corte Negra dejó al Barón Silu -con lo que colmó la vanidad de su hueca cabeza y se aseguró su lealtad, puesto que las importantes decisiones no partían de él, sino de sus adiestrados guerreros-. Suponiendo, cautamente, que las cosas marcharían por buen camino, su espíritu se alegraba al contemplar nuevamente el resplandor del sol naciente sobre la inmensa soledad de las estepas.

Allí, la vieja guarnición habíase convertido, con los años, en una ciudad donde residían las mujeres de los mercenarios y soldados, y los niños aún demasiado pequeños para ingresar en los Cachorros. Pacían por doquier los rebaños, se oían golpes de martillos y yunques en las fraguas, y abundaban las tiendas de suministros. «Existe una clase de hombre, especial, innumerable, aunque discreto e inagotable… Son gentes que aparecen de improviso, sin saber cómo ni de dónde, dispuestos a vender, a poner precio, a proveer, a dar y tomar, donde sea y como sea», reflexionó Gudú, a la vista de aquella discreta prosperidad.

– Hay que bautizar esta ciudad -comunicó aquella noche a su fiel Yahek-. Y en honor a tus bravos servicios la llamaremos Ciudad Yahekia.

El viejo guerrero quedó mudo al oírlo. Sólo el tono ceniciento que adquirieron sus mejillas y su calva indicó el grado de emoción que le producían tales palabras. Pero ignoraba que tal emoción era atentamente observada, en sus menores detalles, por su Rey y Señor. Y tal vez, no con las intenciones que él hubiera apetecido.

Tras la cena, reunióse Gudú con sus Capitanes, el noble Jovelio y el valiente Rakjel. Y bebieron copiosamente, como en los viejos tiempos.

– Muy pronto, partiremos hacia la frontera -dijo Gudú-. He estudiado todos los detalles que creo importantes de esta empresa, y os serán comunicados, y recibiréis mis órdenes y la relación de vuestros cometidos, en general acuerdo. Tened en cuenta que, hasta el momento, sólo escaramuzas y pequeñeces sin importancia nos han mantenido fuertes. Ahora es cuando comienza nuestra gloria. -Y añadió despaciosamente, para que hasta en lo más profundo de la más obtusa mente quedaran grabadas sus palabras-: Nuestra, digo, no mía: pues la gloria del Rey Gudú es y será siempre repartida entre quienes la han secundado y hecho posible. Y tanta más gloria, y tanto más poder, tendrá quien más dé y quien más obtenga en esta lucha.

Levantó su copa y brindó solemnemente con sus hombres, que, mudos de placer -cada uno a su manera-, libaron con el que les destinaba a tan extraordinarias empresas.

Al amanecer, partieron hacia el Gran Río, donde aguardaba la guarnición fronteriza. Allí, Gudú dijo a sus hombres:

– Despedíos de vuestras mujeres, pues pasará mucho tiempo antes de que volváis a verlas.

Así lo hicieron los hombres.

Yahek entró en la tienda de Indra, que, junto a la nueva Lontananza y los niños, estaba preparando el yantar. Se sentó sombríamente cerca del fuego. Los dos niños jugaban en el suelo: ambos eran lindos, tostados por el sol y fuertes como cabritos.

– ¿Dónde está esa bruja? -dijo, bruscamente.

– No es ninguna bruja, Yahek-respondió Indra-. Te lo ruego, olvídala: es una pobre vieja que no daña a nadie. Y has de saber que a menudo contempla con ternura a tu hijo.

– ¡No debes consentirlo! -rugió Yahek, levantándose. Y desenvainando su espada contempló el filo con ojos desorbitados-. ¿Está sucia de sangre, de sangre fresca? ¡Te he dicho que no la uses para degollar cabritos, maldita mujer!

Jamás la toco, Yahek -dijo Indra, con cansancio. Había oído aquella frase infinidad de veces, e infinidad de veces tomaba la espada y fingía limpiarla de una sangre inexistente, tal como ahora se disponía a hacer, cuando Yahek se la arrebató y volvió a envainarla.

Después, cogió al pequeño y dijo:

– Sus ojos respiran odio… ¿Qué me odien?

– Nadie te odia -dijo ella, suavemente.

– Sí, esa mala bruja hace que mi hijo me odie. Te prohíbo que se acerque a él: y ten por seguro que si me entero de ello, te cortaré en dos. Ahora, ven, he de partir con el Rey y no sé cuándo volveré. Quiero despedirme de ti…

Pasó con ella la noche. Pero se revolvía, inquieto, y sus sueños fueron, al parecer, atroces: tanto, que gemía y decía que se veía bañado en sangre, y murmuraba: «He matado a un hombre». Como si no hubiera matado muchos mas de los que podría recordar en todo lo que le quedaba de vida.

Al amanecer, se fue. Y dejó a las dos mujeres llenas de pena y de zozobra, pues las dos habíanle tomado cariño: una como esposa, y otra, casi, como si fuera su propia hija. Mientras tanto, la ignorada hija del Rey y Lontananza despertó y asomó su cabecita por la tienda. Y como viera en la lejanía a los hombres formados, y bajo el cielo y el naciente sol resplandecer el casco de Gudú, corrió hacia ellos, dando gritos de júbilo. Su madre salió en su persecución, azorada. Y llegó a tiempo de sujetarla para que no se metiera bajo los cascos de los caballos.

– Nunca te acerques a ellos, Gudrilkja -dijo-. Nunca, hija mía.

– ¿Quién es? -preguntó la niña, en su media lengua. Y vio Lontananza que sus azules ojos tenían la misma expresión colérica y centelleante de los ojos de Gudú.

– El Rey -dijo Lontananza-. Vámonos; el Rey siempre está lejos, y nadie le puede alcanzar.

– Yo seré Rey -dijo la niña.

Al oírla, la madre se estremeció, y le tapó la boca con la mano.

– Las mujeres no son Reyes -dijo-. ¡Y creo que es suerte para nosotras!

Pero la niña estuvo tres días diciendo a sus amiguitos y a todos cuantos la escuchaban, que con los años crecería, montaría en un caballo negro, su cabeza reluciría como el sol y sería Rey.

Cruzaron el Gran Río y, como en anteriores ocasiones, sólo la soledad y el silencio parecían aguardarles.

– No os fiéis, Señor -dijo Rakjel al tercer día, tras varias incursiones infructuosas-. Los Diablos surgirán de la tierra en el momento más impensado.

– Lo sé -dijo Gudú-. Tú fuiste uno de esos Diablos, y en verdad que mordiste la mano de Yahek, que aún conserva la cicatriz de esos dientes. Pero ya ves: el Rey Gudú sabe domarlos y, si lo juzga atinado, colmarlos de honores.

La rara sonrisa de Rakjel brilló en su cara atezada. Tenía colmillos de chacal, y esa sonrisa, sin saber bien por qué, complació vivamente a Gudú. Súbitamente, le dijo:

– Rakjel, desde este momento asciendes a Capitán.

Rakjel dejó de sonreír. Sus ojos, estrechos, negros y brillantes como caparazones de escarabajo, relucieron. Inclinó levemente la cabeza y murmuró:

– No os arrepentiréis, Señor.

Gudú comunicó la nueva graduación del muchacho a sus hombres. Y aunque notó el despecho del noble Jovelio, fingió ignorarlo.

Como si las palabras de Rakjel albergaran invisibles lazos de comunicación con los de su raza, lo cierto es que los Diablos aparecieron aquel mismo día. Pero la táctica guerrera de las Hordas era siempre la misma, y Gudú la conocía. No se trataba de un ejército: sólo de un grupo, aunque rápido y valiente. Acabó venciéndoles y, aunque capturaron algunos prisioneros, nada importante se produjo. Y la estepa, por contra, permanecía inalterable ante sus ojos: ancha, larga, indescifrable.

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