Inesperadamente, de lo más alto y lejano de la noche, surgió una voz, renació, pues era una voz antigua, una voz que se remontaba a aquel día en que Sikrosio conoció el terror. Y Gudú creyó entrever en el gran cielo la enorme cabeza, misteriosa y agorera, de un Dragón. Pero antes de que pudiera afirmarse cabalmente en esta visión, tal y como se deshacen las nubes en el cielo, aquella imagen había desaparecido. Tan sólo la tersa y negra noche se extendía de nuevo, inmensa y sobrecogedora, sobre él.
Casi al instante le asaltó una sospecha. «Tal vez yo no tengo deseos, acaso soy únicamente el instrumento de innumerables deseos anteriores…» Y entonces deseó no desear nada; sentirse y saberse solo: sin pasado, sin futuro; inmensamente solo, una estrella errante en la inabarcable oscuridad del universo.
Poco a poco, como si despertara de un sueño, fue levantando la cabeza. Sabía que le estaban esperando, Olar le estaba esperando. Y tuvo miedo. El antiguo terror regresaba a él desde remotas regiones. Como herencia y maldición, llegaba hasta él, ahora. Y por primera vez se preguntó quién era realmente. ¿Sólo aquel que su madre había decidido que fuese? ¿Y qué había decidido para él? Ser, acaso, el arma esgrimida de otro deseo, de otro misterio, de los muchos que le empujaban siendo niño, por pasillos prohibidos, en pos de algo que no comprendía, ni sabía si ansiaba o aborrecía. Acaso algo que quería destruir o aniquilar para siempre. O, por el contrario, algo que secretamente anhelaba sobre todas las cosas conocidas.
Recordaba las enseñanzas recibidas del Hechicero, las revelaciones que le hacía: al parecer, desde tiempos muy lejanos hubo -y aún, secretamente, había- grandes Reyes del Bosque. Enormes árboles con nombre propio -Irmansul era uno, y otros, y otros más, habitantes de las misteriosas tierras septentrionales, como la Encina Sagrada…-; y eran Reyes, verdaderos Reyes que a su llamada muda, secreta, rendían pleitesía pueblos enteros.
La negrura de la noche no tenía respuestas, ni para ésta ni para ninguna otra pregunta. Entonces, pensó que él era un privilegiado, puesto que había tenido acceso a manuscritos y enseñanzas muy antiguas, donde había constancia de otras vidas y anhelos, y derrotas y victorias llevadas a cabo por hombres contra los hombres, mucho antes de que nacieran él y su padre y su abuelo. Pero sólo le eran verdaderamente inteligibles batallas y derrotas, victorias, esplendores, ruinas; no los grandes vacíos que se abrían entre unas y otras… Esos grandes vacíos, ¿qué significaban?… Eso no lo aclaraba nadie; ni los manuscritos ni el mismo Hechicero que los había poseído y se los transmitió como un tesoro.
Nada, nadie revelaba el significado de un signo o una secreta llamada hacia la que encaminar su curiosidad, su ansia de no sabía qué, para lo que ni siquiera vislumbraba una meta. Pero ardía, ardía en ella; y no podía apagarla. «Somos un Reino pequeño, un Reino del cual casi nadie tiene noticia, allí, donde el Gran Rey impera; somos un Reino surgido de la nada, y nadie en Occidente se acuerda de nosotros. Pero yo, yo…» Aquí su voz naufragaba como una barquichuela en la tempestad. Luego, pensó: «Yo soy el Rey de Olar, soy de la madera de los Reyes del Bosque, que vivían aún después de ser talados…». No se le ocurría otra cosa, pero en esas palabras concentró toda su fuerza. Se afirmaban ahora en la memoria los grandes y misteriosos troncos que sólo podían abarcar tres hombres cogidos de la mano. Tan viejos eran aquellos árboles, que casi nadie sabía o recordaba cuándo fueron jóvenes; permanecían en pie, poderosos y feroces, reclamando, exigiendo siempre algo. No atraían únicamente a grupos de muchachos y muchachas, a hombres y mujeres, a niños y niñas y a toda clase de criaturas de la hierba. A su sombra llegaban, y les rodeaban, pueblos enteros: tribus, jefes y mandatarios de oscuras e inquietantes procedencias, no integrados -aunque lo fingieran- en lo que el Abad, y su madre, y el mismo Hechicero, le habían descrito como la Cristiandad. Y sabía también que bajo sus ramas se hacían ofrendas y se llevaban a cabo ceremonias y ritos que se remontaban a tiempos muy oscuros; y, ahora, reconocía en lo más hondo de su ser esa voz, una larga voz que llegaba hasta él desde muy lejos, en el relámpago del terror, junto al viejo Dragón de Sikrosio. «Los Reyes del Bosque…», se repetía. Él era Rey también. Él era el Rey, su madre lo sabía Rey cuando le llevaba en su vientre, aun antes de su nacimiento; tal y como las raíces de la Encina Sagrada saben todo de las altas ramas, siempre cubiertas de hojas, aun en el más crudo invierno. Y rememoraba el recóndito temblor que, a veces, le había sorprendido en la voz del anciano Hechicero cuando le instruía en estas cosas, y en otras muchas. A él debía su conocimiento de la lengua latina, y por él podía leer, y escribir, y recordar… ¿Cuántos, de quienes le rodeaban, aun los de más alta alcurnia, podían vanagloriarse de semejantes cosas? Y sin embargo, aquel temblor en la voz de su anciano Maestro se repetía y le inquietaba en su memoria y en todo su ser. Era un temblor que no agitaba la voz de cuantos le rodeaban. Era otra clase de temblor, que no tenía nada que ver con el valor, o el coraje, o la cobardía.
Gudú sacudió la cabeza, sus negros cabellos le azotaron la frente, y un aliento callado, como alguna palabra impronunciable, se escapó de sus labios. El grande y temible mundo que obsesionara a su padre y a su abuelo, regresaba a él. Pero él era, sobre todo, un hombre; y este convencimiento, de pronto, desvelaba otra pregunta sin respuesta: ¿Era realmente un hombre un Rey? Había oído decir a su madre, en cierta ocasión, que las mujeres de Olar parían hijos, pero sólo ella había parido un Rey. Y la negrura de la noche no respondía a estas preguntas, ni a ninguna otra. Sobre él, y ante él, se extendía la inmensidad del misterio de la vida y del mundo.
Cerró los ojos, con la vaga esperanza de que en la noche de sus párpados pudiera descubrir algo más que en el silencio que abarcaban sus ojos abiertos. Y no vio nada. Nada.
Descendió escalón sobre escalón, con lentitud, hasta su cámara. Y una vez allí, de nuevo volvió a sentirse él mismo, él solo; hombre, pero, sobre todo, Rey, tal y como había querido, y probablemente conseguido, su madre. Y en la memoria de un Rey residían, como piedrecillas depositadas en el fondo del agua -piedrecillas tenaces, acaso sólo valoradas por mentes y ojos de niño-, espinas clavadas en el recuerdo, preguntas sin respuestas, lejanas afrentas que duelen más que dardos o flechas clavadas en la carne, o quizás en algún otro lugar desconocido, ese que las gentes llaman corazón. A él, hacía mucho tiempo, le habían encerrado el corazón en una urna. Pero nadie había encerrado en parte alguna su memoria, y ella le devolvía puntualmente la curiosidad, aquella que le empujaba desde niño a traspasar los límites prohibidos y adentrarse por oscuros y húmedos pasadizos, y asomarse a una zona donde, al parecer, acechaba el enemigo. Y el enemigo que se ocultaba y acechaba a aquel niño de cinco años, persistía y persistía; y el niño de entonces ahora era el Rey.
Se vio de nuevo, sentado en su escabel, frente a su madre. Ella le enseñaba a mover peones, reyes, reinas y ejércitos minúsculos sobre un tablero. Eran juegos de astucia, en los que su madre parecía, entonces, más astuta que él. Pero cuando él ganó la primera batalla a su madre, Ardid se mostró la mujer más feliz del mundo. Incluso llamó a su lado al Hechicero, y los tres celebraron, alegremente, aquella victoria. Ahora, al revivir aquella escena, reconoció que, a menudo, y sin darse cuenta cabal de ello, reproducía en su imaginación aquellas tardes: el tablero en las rodillas, entre su madre y él. Y creyó escuchar, de nuevo, el golpeteo de la lluvia en el alféizar, nudillos que golpeaban y llamaban en alguna puerta escondida de su pasado. Todo residía en su mente, todo sucedía en su imaginación, y él lo sabía. No era ligero ni irreflexivo en sus proyectos y decisiones; no era visionario ni apasionado al estilo de su padre o de su abuelo: sus pasiones eran de muy distinta naturaleza. Como si las tuviera ante los ojos, veía desarrollarse batallas y conquistas: paladeaba victorias, no dudaba ni un segundo de su poder.
Pero ahora no se trataba del enemigo conocido, ni de las pequeñas y escurridizas tribus esteparias que su padre y él mismo habían derrotado. Ahora se enfrentaban al Enemigo verdadero: la estepa, el terror de Sikrosio, el imposible sueño de Volodioso; el Este, el Gran Enemigo Verdadero se abría como una trampa. Y no podía imaginarlo, no sabía. Sólo podía imaginar el inmenso vacío donde acababa el mundo -el suyo-, y donde, acaso, nacía otro muy distinto.
En la soledad de su guarida, Gudú meditaba y releía las empresas de otros hombres, el pensamiento de otros tiempos, las glorias y derrotas de otros ámbitos. Frente al fuego, con los pesados y viejos libros en las rodillas, le sorprendió el alba sin haber dormido apenas: Eneas, Alejandro, Escipión, Vegecio, Julio César…, allí reencontraba la clave de tantas y tantas experiencias desaparecidas y deseadas. En su interior maldecía las tinieblas que, inexplicablemente para él, arrastraba el mundo conocido.
«Oscuridad por todas partes. A la oscuridad de una larga noche hemos venido a parar nosotros. Pero hubo un tiempo, una luz, que alguien añora. Mi madre dice que la conoce, que viene del Sur… Pero no lo cree. La Reina es una mujer valiosa, me alegra tenerla como madre; pero no logro descifrar qué secreto guarda para sí y no me revela. Sabe algo que no dice… Otros hombres, otros tiempos, otra luz… Y Gudú, el Rey Gudú, yo, saldré de las tinieblas e incendiaré el mundo.» Fantaseaba, soñaba, creía. El alba llegaba, como la primavera y los primeros pájaros que aleteaban tímidamente por el renacido verdor entre el deshielo. Lejos quedaban los tiempos en que, sólo guiado por su intuición y la ayuda del Hechicero, por su audacia y osadía, venció al Rey de los Desfiladeros. ¡Qué torpes le parecían ahora aquellas primeras victorias! La excitación se adueñaba de él, abría los postigos de su ventana y esperaba el sol: no para complacerse en las primeras campanillas azules ni en los tímidos brotes del musgo naciente, sino para constatar que las nieves se alejaban de la estepa y que el rigor del invierno quedaba atrás. «Hechicero, viejo Maestro: yo te saludo», reía, con una carcajada que apenas emergía de su garganta. Se sentía fuerte, había logrado afianzar la sucesión del trono: tres hijos, que no uno, quedaban tras él. Y si la pequeña Raiga mostraba las dotes de su abuela, sería cosa de estudiar, si fuera preciso, una ley que le permitiera ascender al trono.