El Trasgo, ahora, golpeaba con su martillo bajo las torpes pisadas del pequeño Príncipe, y era el verdadero causante de sus continuas escapadas y su continuo perderse por los vastos pasillos del Castillo desde que, un día, viera el niño cómo el Trasgo apuraba con deleite su pequeña ánfora de vino y, arrebatándosela de las manos, agotara en su boca las últimas gotas. Esto regocijó de tal manera al Trasgo que, poniendo un dedo sobre los labios, dijo al niño -que, por su edad, aún no entendía a los humanos pero sí el Lenguaje Ningún- que de un buen y ahora compartido secreto se trataba.
El nuevo hijo que se anunciaba en las entrañas de Gudulina había sido engendrado en la última primavera de la plenitud de su amor. Según calculó Ardid -y ni siquiera en este cálculo se equivocaba-, el parto tendría lugar hacia la Navidad cristiana. Dirigiéndose al Trasgo -que en verdad no la escuchaba- dijo: «Es curioso: todos los niños de esta dinastía nacen en invierno».
Así, poco antes del cumpleaños del Rey, ante el asombro de todos, Gudulina dio a luz no un niño, sino dos. Y como de tal cosa hubo antecedentes -y no gratos- en la familia, no se hicieron demasiadas conjeturas sobre el suceso -aun a pesar de la suposición de brujería o hechizo que pesaba sobre la joven Reina-. Al contrario del anterior nacimiento -engendrado más por obligación que por amor-, este nuevo alumbramiento produjo tal dolor y tan grave estado en Gudulina, que llegó a temerse por su vida. Y ni físicos ni sanguijuelas, ni médicos de más o menos sospechoso origen, llamados a toda prisa -y alguno sacado de la mazmorra-, pudieron asegurar que tan desfallecida criatura reviviría.
Los gemelos eran, esta vez, niño y niña. Y tan parecidos entre sí, que difícil sería distinguirlos si no hubiera sido por tan oportuno distintivo como vinieron al mundo. Fueron bautizados en los Abundios sin boato alguno, con los nombres de Raigo y Raiga. Y, confiados a una joven nodriza, fueron relegados a la estancia de los niños sin que merecieran gran interés, ni tan sólo de la propia Ardid -al menos por el momento.
El Rey fue avisado, al fin, de la gravedad que atravesaba la salud de su joven esposa. Y ante el estupor de la Corte, el monarca envió una concisa misiva en la que enteraba a todos de que, si sanaba la Reina, mucho le alegraría, y si, por el contrario, moría, lo lamentaría en extremo. Pero como ni uno ni otro caso obligaba su presencia en Olar ni desviaba el curso de los acontecimientos, no veía utilidad alguna en regresar, pues -decía- más graves asuntos requerían su presencia y le retenían donde ahora estaba. Su sucesión estaba asegurada con los últimos nacimientos. Nadie volvió a hablar del asunto ni a insinuar la posibilidad de su regreso.
Excepto, naturalmente, Gudulina. En su delirio, sólo pronunciaba un nombre, y este nombre no era el de su madre, ni el de su suegra, ni el de sus hijos, sino tan sólo el nombre que, a su sentir, llenaba el mundo y la vida entera. Y así, con este nombre en los labios, asiéndose a él, venció lentamente la fiebre. Y un día, cuando ya declinaba el invierno, volvió a recuperar las fuerzas y pudo abandonar el lecho. Pero ya no era la Gudulina que todos conocieron, ni la caprichosa, preguntona y un tanto impertinente niña que llegó de la Isla de Leonia, ni la radiante y joven mujer que tan sólo unos meses antes conocía las dulzuras del amor y de la vida. Ahora, un brillo siniestro lucía en su mirada, y a poco, todos -desde la Corte al pueblo- entendieron que la Reina Gudulina había perdido totalmente el seso.
La vida de Ardid no era una vida animada: pues si incoherentes se volvían sus conversaciones con el cada día más embriagado y olvidadizo Trasgo, peor y más deshilvanada -y más triste y penosa- era la compañía de la joven Reina. Ya que ni por un solo instante podía con ella entablar alguna razonable charla, ni tan sólo consolarla de las horribles visiones que la atemorizaban ni de las demasiado livianas esperanzas que, sin apenas transición, la convertían de exaltadamente alegre, en temible y siniestra criatura. Puede decirse sin exageración alguna que los días de Ardid no eran alegres, como alegre no era tampoco aquel invierno. Y por más que volvía sus ojos a los niños, éstos eran aún muy pequeños: y uno por extraño -tanto que le recordaba a su madre, por el brillo de sus ojos, lo que la estremecía-, y por cándido y en extremo sumiso el otro, no podía enderezar en alguna empresa útil su sagaz inteligencia, ni su ánimo todavía vigoroso.
Se aficionó mucho a retirarse en la antigua cámara de su Maestro. Y estando allí, un día, abrió un libro, otro día recompuso un retortero, otro reconoció una palabra: el caso es que, lentamente, sintióse de nuevo más y más interesada en aquello que, a medio aprendizaje, abandonara, aun antes de su muerte, el amado Maestro. Muchos amaneceres la encontraban allí, y muchas noches pasaba en vela. Luego, cavilaba y se decía que, si en un tiempo creyóse no sólo la mujer, sino la criatura más culta y avispada del Reino -y de más allá-, sabía muy poco y mucha era su ignorancia. Y que en la ciencia y el conocimiento de humana o no humana especie, era tan pobre y tan ciega, que ni con mil vidas lograría asomarse a incógnita tan grande, vasta y cegadora. Y así, sin saberlo, espoleábase su curiosidad y su deseo.
A medida que acababa el invierno, y la primavera de nuevo se extendía lentamente sobre Olar, Gudulina pareció aplacarse. Pero su aplacamiento extrañó a todos, pues más que tal cosa era una suerte de ensimismamiento que la mantenía horas y horas en profundo silencio y con los ojos tan ajenos a cuanto la rodeaba, que diríase tan sólo contemplaban algo que bullía en su interior. Pese al frío que todavía se hacía sentir -como acostumbraba a suceder en aquellas regiones-, pedía que ensillaran su caballo y, sin escolta, a pesar de las serias advertencias de que era objeto, partía a galope. Y ordenaba esto con tal severidad que nadie, ni doncellas ni criados ni sirvientes, lograba disuadirla; y más de una vez cruzó un rostro dispuesto a acompañarla, con una fusta que aún hería menos que sus encendidos ojos.
Sumida, como estaba, en sus intentos de investigación y recuperación de antiguas enseñanzas, Ardid permanecía ignorante de estas escapatorias. Hasta que un día su Doncella Mayor -ahora llamada Cindra- le advirtió tímidamente de las extrañas incursiones que practicaba la joven Reina en los bosques, y en las enramadas que bordeaban el Lago. Ardid ordenó, entonces, que la vigilasen estrechamente y que, sin ella notarlo, algunos sirvientes y soldados del Castillo la siguieran y protegieran del peligro que pudiera acecharla.
Así se hizo y, contrariamente a lo que esperaba la malicia de quienes la seguían, la joven Reina no tenía citas ni encuentros con ningún joven o maduro varón. Sola, recorría los parajes, y únicamente de tarde en tarde hablaba con algunos pobres muchachitos y muchachitas que, entre temerosos y fascinados como ella, se asomaban a la superficie del Lago. Luego, Gudulina, o bien permanecía largo rato contemplando la luz última del sol en el agua, o se sentaba bajo algún árbol, pensativa y arrebujada en su manto de pieles.
Intrigada por estas cosas, la Reina Ardid siguió a Gudulina y, oculta en la enramada, la vio hablar con los niños, con ellos asirse de las manos, asomarse al Lago y, luego, huir de allí. Y aunque a su vez y repetidas veces ella se asomó al Lago, nada veía, excepto el brillo del cielo y la dorada bruma huyendo o brotando de las aguas.
Hasta que un día, dio alcance a Gudulina, y ésta, al verla, no pareció sorprendida. Al fin, llegadas junto al Lago, Ardid detuvo su montura, descabalgó y ordenó a la muchacha que hiciera lo mismo. Gudulina obedeció, sin resistencia. Y tomándola fuertemente del brazo, dijo clavando sus ojos en los enajenados de la muchacha:
– ¿Adónde vas, Gudulina? ¿Qué es lo que buscas… o ves en el Lago?
Gudulina entonces pareció despertar de un largo sueño y, estremeciéndose, se abrigó más en sus pieles. Después, empezó a llorar, muy suavemente:
– No sé, madre dijo con voz débil (y la nombró así, por primera y última vez)-. No sé: tal vez amor.
Luego, se dejó conducir, sin resistencia, por Ardid, que había quedado sumida en estupor y profunda tristeza.
Envió a sus más leales sirvientes al lugar de estos hechos para que interrogaran a aquellos niños. Al fin, éstos vencieron su terror, y aunque en un principio no querían hablar -pues no querían ser «llevados a la guerra», como ellos decían, o en el temor de peores castigos-, uno de ellos rompió entre sollozos su silencio y confesó que, desde hacía mucho, mucho tiempo -su hermano mayor se lo había dicho en secreto, y otros muchachos y muchachas, ahora crecidos o ausentes, también lo habían visto-, a aquella hora y en aquel punto, bajo la tersa piel del agua, podía descubrirse -reflejados como árboles, barcos o nubes- los cuerpos enlazados y errantes (como naves a la deriva) del Príncipe Predilecto y la Princesa Tontina.
Era un niño pequeño, de ojos brillantes, oscuros y dulces como ciruelas. La Reina se inclinó hacia él y preguntó:
– ¿Qué más veis bajo las aguas?…
– Oh sí -dijo el niño, ahora más tranquilo-. Vemos, a veces, un ejército.
– ¿Un ejército? -se alarmó Ardid.
– Sí, Señora: pero es un ejército muy extraño. Tienen todos los brazos extendidos, y las manos parecen sujetar lanzas. Pero lo cierto es que sus manos están vacías, y no sujetan lanzas ni cualquier otra cosa: están así, quietos, esperando…
– Esperando… ¿A quién o qué esperan?
– No lo sé: esperan… sólo esperan.
Ardid se incorporó. Un viejo y conocido eco, una sombra, una voz se alejaba ahora de su memoria.
– ¿Y qué más?… -indagó.