– ¿Recordáis un árbol que, en tiempos, fue llamado el Árbol de los juegos? Pues en verdad que ha crecido de forma maravillosa y rápida. ¿Tenéis noticia vos, querido mío, de la razón de tanta maravilla?
Pero la sonrisa huyó de sus labios, y el frío inundó su cuerpo todo, y un gran temblor se apoderó de sus manos.
– Maestro, Maestro -balbuceó. Y llorando, y gimiendo, se arrodilló a su lado. Y así, abrazada a sus rodillas, y sumida en un silencio que ni lágrimas ni dolor podían romper, halláronla sus doncellas.
El Rey fue avisado de que alguna grave circunstancia se cernía sobre su madre. Y temió -por vez primera- que aquella que siempre tuvo como sagaz y sabia consejera, le faltase ahora. Interrumpió así su partida de caza, y al galope acudió en su busca. Se sabía aún muy joven como para prescindir de tan certera como sabia criatura, y no podía imaginar su ausencia. Cuando subía precipitadamente la escalera que le conducía a su cámara, recordaba que su madre no sólo jamás había defraudado al Rey, sino que, en más de una ocasión, le evitó un grave error. Con ánimo tan preocupado, entró en la cámara de su madre. Pues si el amor a ella le llevara, no hubiera mostrado semblante más demudado. Al verla viva, aunque postrada por incomprensible dolencia, respiró aliviado.
– ¿Qué ocurre, que tanto me habéis alarmado? -dijo, inclinándose hacia ella. Y entonces vio que los brazos de su madre se aferraban en un abrazo insólito, del todo punto inexplicable, a las rodillas de un anciano, al parecer inánime.
– Ha muerto -dijo Ardid-. Ha muerto mi querido Maestro. -¿Y por eso habéis osado interrumpir mi caza? -dijo Gudú, violentamente. Pero salvábale de la ira el alivio de comprobar que se trataba de tan nimia nueva-. No volváis a incurrir en tal error… ¿Cómo mujer tan cuerda como vos puede cometer semejante torpeza?
– Ha muerto, Gudú dijo la Reina-. ¿No ves? Ha muerto, y jamás veré su rostro ni oiré su voz.
– Y bien -dijo el Rey, impaciente, iniciando la retirada-, ¿qué esperabais? Harto vivió ya, y pienso que, para lo que ya servía, mejor es así, tanto para vos como para él.
Entonces, la Reina volvió hacia él el rostro y, por primera vez, Gudú sintió un escalofrío -si no de terror, sí era portador de un frío desconocido- que recorrió su nuca y su espalda:
– ¡Oh, madre! -añadió, presa de estupor. Y tocando las mejillas de la Reina, al punto retiró la mano, como si hubiese tocado un reptil: pues así le pareció el húmedo contacto de su inexplicable y aborrecido llanto.
La Reina, entonces, recuperó su dominio. Precipitadamente secó sus mejillas, y buscó y halló una extraña y nada alegre sonrisa, en tanto decía:
– Sólo se trata de una estúpida debilidad de mujer. Volved a vuestras ocupaciones. Os juro que ésta es la primera y última vez que os expongo a tan ingrato espectáculo.
– Así lo espero -murmuró Gudú. Y se alejó.
El anciano Hechicero no podía ser enterrado en el Cementerio de los Reyes ni en el de los nobles. Por otra parte, tampoco era posible en el Monasterio de los Abundios, puesto que el Abad no lo hubiera tolerado. Así que Ardid dispuso en su jardín una pequeña parcela junto a la sepultura de Dolinda, como última morada de aquel que tanto amó y a quien tanto debía.
El entierro fue íntimo, y tan privado que casi nadie en la Corte tuvo noticia de él. El anciano -a quien, sin saberlo, tanto debían todos ellos- apenas si era recordado. En total soledad, si exceptuado queda el Trasgo que, acurrucado en su hombro, lloraba, aunque no entendía, partió tan entrañable compañero…
Poco después, Gudú decidió que aquella vida cortesana había tocado a su fin. Ordenó que sus soldados se dispusieran para la partida, pues aquel invierno debía retenerle en la Corte Negra, sumido en preparativos de una empresa que consideraba, por el momento, de gran importancia. Ante el llanto y las súplicas de su joven esposa, que no podía comprender, tan bruscamente, el declive del tiempo hermoso ni el color maduro de las hojas, ni el frío viento que traía el aire sobre el Lago, Gudú mostróse impaciente e irritado. Y besándola distraídamente, dijo:
– No podéis quejaros, pues no existe mujer alguna que haya logrado retenerme tanto tiempo a su lado. Y cuando nazca el nuevo hijo que, según decís, se anuncia en vuestro vientre, dadme noticia de su sexo, pero no me importunéis ni con visitas ni con misivas. Pues volveré para conocerle cuando mi tarea de Rey, más importante que tales minucias, lo juzgue oportuno. Y ya que bien asegurada parece la sucesión -si éste nace, y el otro muriese-, creo que he cumplido sobradamente en esta ciudad y en esta Corte con mis obligaciones.
Y partió. Entonces, Gudulina buscó a Ardid y, sollozando, apoyada la cabeza en sus rodillas, preguntaba: «¿Por qué es tan corto el amor?», y la Reina nada contestaba. Y a su vez, en la más grande soledad que jamás conociera -pues ni el pequeño Gudulín ni el dulce Contrahecho lograban llenar el gran vacío de su corazón-, pensaba: «¿Por qué es tan corta la vida?».
El propio Rey Gudú andaba perplejo y en silencio junto a Randal. Y al tiempo que dudaba en enviarle al confín norteño, a las tan pacíficas como en verdad agónicas regiones donde la guarnición de un caduco barón guardaba los límites del Reino por aquel lado, dijo:
– Randal, dime, ¿conoces algo más grande y bello que la gloria?
– No sé, Señor -respondió el soldado, que inútilmente intentaba ocultar su ya avanzada edad. Y añadió, titubeando-: Acaso, tan sólo el amor.
– ¿El amor? -se extraño Gudú. Y espoleando su caballo, dijo, con su breve y peculiar risita-: ¡Eso no existe! Verdaderamente, Randal, creo que eres hombre acabado.
Y el invierno reunió de nuevo a los soldados junto al Rey.
Como siempre ocurría en ausencia de Gudú, la Corte languidecía, y el amor de Gudulina, de nostálgico y lloroso, tornóse en furioso y enloquecido. A menudo, escapaba en su corcel, y paseaba su embarazo por los bosques, rondando de lejos las almenas negras del odiado recinto que la separaba tan cruelmente de Gudú. Y anochecido, regresaba a Olar con semblante sombrío y ojos brillantes que, ya, habían olvidado, al parecer, las lágrimas. Poco a poco se tornó áspera y cruel con sus doncellas, y hosca con la Reina. Empezó a circular por la Corte la sospecha de que portaba un maligno encantamiento. Por todo lo cual, la Asamblea de Nobles envió batidas por las aldeas, en busca y captura de algún hechicero, bruja y demás ralea culpable. Fueron conducidos a la hoguera un par de ellos, de forma que la no hacía demasiado tiempo alegre plaza del mercado, se tiñó de un negro, grasiento y peculiar humo que, pese a la distancia, incluso llegaba a las ventanas del Castillo y estremecía a Ardid.
La misma Reina empezó a ser causa de murmuraciones: pues reverdecía su leyenda, y más de uno rememoraba un tiempo en que de muy extraña forma llegó a Olar, y de más extraña forma aún llegó a ocupar el trono. Pero estas murmuraciones se acallaban al considerar cuánto se habían enriquecido, y la muelle y regalada vida que proporcionara a aquellos que compartían tan oscura memoria. Así, las bocas se sellaban y el invierno avanzaba, sin que nadie se ocupase del curioso carácter que, en tan tierna edad, mostraba el pequeño Príncipe Gudulín: futuro Rey de Olar en virtud de las tan duramente conseguidas nuevas leyes de sucesión.
Gudulín, que cumpliría pronto tres años, era una linda criatura de grandes ojos negros -que recordaban a su abuela- y crespos cabellos -que recordaban los de su padre-. Y mostraba una rara afición: clavar cuanto objeto punzante hallaran sus inquietas y gordezuelas manos, en la carne de quienes se prestaran a tal cosa. Con deleite singular observaba el dolor, y con más deleite aún buscaba y guardaba en sus bolsillos agujas, punzones y espinos, cuando aún apenas se mantenía sobre sus piernecillas -que mucho recordaban, también, las de aquel otrora ignorado o despreciado Príncipe Gudú, objeto de la burla de criados y parientes-. Cuando recorría, como su padre, unas veces a cuatro patas, otras apoyándose torpemente en los muros, los vastos pasillos, un mismo espíritu aventurero y curioso parecía guiarle. Y muy vigilantes debían andar su aya, las doncellas y la propia Reina -pues Gudulina parecía ignorar su presencia excepto para rechazarle por importuno y molesto-, para conseguir que no se zafara de sus cuidados y escapara como una ardilla de sus vistas.
Martirizaba a su juguete-bufón el pobre Contrahecho, cuya carne, de por sí triste y amarillenta, a menudo aparecía señalada por la contumaz y maligna afición del Príncipe. Pero nada decía el pobrecillo pues, creyéndose sirviente, a los sirvientes imitaba: y sabía no era aconsejable, a los que a tal clase pertenecían, mostrar quejas ni rebeldía alguna contra quien se tenía por dueño de sus vidas.
Sólo alguien no solía separarse -y podía hacerlo- del pequeño Príncipe: el viejo Trasgo, que en él y por él vivía. Y como las punzadas no podían dañarle, antes bien le producían regocijo, a gusto y con hartura clavaba el niño en él cuantos punzones o agujas le placían. Desde la cuna, Gudulín podía verle. Creía Ardid -que de inmediato lo notó- que era a causa de su avanzada contaminación. Ahora casi todo el mundo -si se hubieran tomado la molestia de interrogarse por súbitos e inexplicables reflejos, bruscas sacudidas y fugaces sombras- sin demasiado esfuerzo le habría visto. Por todo ello, Ardid mucho sufría por él. Era el último amigo verdadero que le quedaba, aunque ya pocas conversaciones de sustancia pudiera mantener con él: pues andaba preso, tan borracho como obseso, por la compañía de Gudulín. Trasgo era el último refugio de su solitario corazón, pues si amaba mucho al pequeño y gran afecto y compasión sentía por Contrahecho, ninguna de estas criaturas podía suplir en ella la desaparición de un tiempo joven, apasionado y bello, y que ya sólo era posible recuperar -aunque únicamente como el agua recupera el reflejo de los árboles, y el cielo el brillo de los días en el recuerdo.