Yahek permaneció aún en las estepas, donde le reintegrara Gudú, pues pensaba que mejor le serviría allí. Su sustituto en la Corte Negra, y ahora Maestro de los Cachorros, el joven Barón Silu, cumplía bien su cometido. Y la Anciana Bruja de la Estepa pudo comprobar cuán decaído mostrábase el ánimo de Yahek, y cuánto buscaba soledad y silencio, antes tan dado a la compañía de los soldados, a la comida y la bebida. Había perdido el gusto por todas estas cosas, y lo perdía más y más, de día en día. «Yahek sufre -se decía, con íntimo deleite-. Así alimenta mi dolor y prolonga mi fuerza.»
La esposa de Yahek, Indra, le aguardaba en la guarnición, junto a las otras mujeres -como era costumbre establecida por Gudú-, y, cuando su marido regresó de los Desfiladeros, también vio algo en sus ojos.
– ¿Estás herido? -indagó ansiosa. Él nada respondió; antes bien, rehuyó tanto sus preguntas como su compañía. El niño de ambos crecía hermoso y fuerte, y sólo con él, a veces, solía entretenerse brevemente Yahek. Pero la vista del niño, que antes le alegraba, ahora recrudecía el dolor que sintiera al hundir el filo de su espada en el pecho de Lisio. Y más de una vez, mirando los ojos de su hijo, creyó ver cómo se cerraban los ojos de aquel a quien había dado muerte; y le parecía que Lisio era el único a quien había causado tal daño -siendo, como eran, incontables sus víctimas-. Así, incluso la vista de su propio pequeño rehusaba, con lo que Indra empezó a sufrir mucho ante un comportamiento que no atinaba a descifrar.
Al fin, día llegó en que el regreso de Gudú a Olar, para conocer al futuro Rey, no pudo demorarse más. Aconsejado por sus mismos hombres, sin ganas, pero con el convencimiento de que, un día u otro, tal cosa debía suceder, emprendió el regreso. Pero esta vez dejó bien organizado -y con mayor cautela- el orden y mantenimiento de los Desfiladeros.
En esta ocasión, eligió como jefe de los destinados a tan dura como ingrata tarea -gentes desertoras de las colinas, que a él se entregaron y en él se refugiaron, más todo campesino que logró reunir por los alrededores, con lo que acabó por despoblar tan de por sí solitaria región-, a un joven de quince años, de origen estepario, que, en la actualidad, habíase convertido en uno de sus más valientes y adictos soldados y tenía por nombre Kar. Había sido capturado, casi niño, junto a otro joven llamado Rakjel, durante la conquista hacia el Gran Río. En ambos intuía Gudú madera de guerrero, de héroe y aun de Rey; y él consideraba cuidadosamente estos valores y estos peligros, pues tampoco ignoraba la súbita negligencia -por leve que pareciese- en los viejos soldados. Su piedad no era notoria, pero sí su capacidad de estímulo hacia la juventud y la codicia, que bien administrados, podían serle de gran utilidad y provecho. Así mismo, diole a Atri y Oci, los dos ex pastores, como ayudantes. Y con el resto de sus tropas, inició el regreso a la ciudad, en pos de días que imaginaba tan aburridos como inevitables.
Intentaba reconstruir en su mente a Gudulina; pero su rostro se había medio borrado, y el recuerdo que le dejara le pareció, salvo algunos momentos placenteros, en general, monótono y pesado. Había empezado a aficionarse tanto por la raza de las estepas, que a menudo eran sus compañeras de lecho las muchachas de las tribus sometidas. En ellas hallaba un incentivo que no tenía comparación -a su parecer- con las mujeres de su raza. Muchachas de trenzas negras y largos y sombríos ojos, de tan pocas palabras como ardientes y aun violentas maneras -si bien en sólo determinadas circunstancias-, y que unían a un temperamento salvaje, arisco e incluso feroz, la rara suavidad de la pluma y la enigmática y misteriosa inmensidad de su tierra.
Cuando se hallaban ya cerca de Olar, díjole Randal algo que le dejó en verdad pensativo:
– Señor: tened cuidado. Pues si os dejáis atraer por la raza esteparia, puede llegar un día en que de conquistador paséis a conquistado, y no sería bueno para vos ni para Olar que llegarais a descubrirlo demasiado tarde.
Aparte del respeto que le merecía Randal, el mejor y más admirado de sus Capitanes -y Gudú no escatimaba admiración a quien la merecía, y en esto se reflejaba como hombre inteligente-, tal sinceridad había en aquellas palabras, y tanta auténtica preocupación, que Gudú juzgó conveniente tolerarlas, y no sólo tolerarlas, sino reflexionarlas.
No obstante, aún no habían llegado a Olar cuando Gudú también reflexionó sobre otro aspecto de Randal: para desgracia del leal soldado, ya era viejo. Pero guardó en su mente con gran cautela aquella observación, y nada hizo, ni dijo, que demostrara que se había apercibido de ello.
Había enviado ya a Olar emisarios anunciando su regreso. Y con tal noticia, no sólo la Corte -que fingida o sinceramente se manifestó alegre-, o el pueblo -que sólo por la esperanza de alguna prebenda o festejo podía alegrarse de aquella nueva-, también, y las que más, y sinceramente, dos mujeres se sintieron profundamente conmovidas. Y con ellas el anciano Hechicero, ya casi al borde de extinguirse. Pues el Trasgo -de ágiles movimientos pese a sus tres siglos largos- le ignoraba totalmente, como si nunca le hubiera conocido. Ahora centraba toda su ternura en el nuevo Príncipe, al que creía su padre, Gudú.
Sin embargo, aunque mucho y muy tiernamente se emocionaron con aquella noticia Ardid, como madre, y el Hechicero, como viejo Maestro y cariñoso amigo, la una, cansada por la preocupación que sentía por los dos niños -aunque de distinta forma por cada uno de ellos-, el otro, un tanto desvaído por su ancianidad, lo cierto es que, quien en verdad sintióse ante la proximidad de Gudú, no sólo emocionada, sino totalmente conmocionada, fue la enamorada Gudulina.
Desde el punto y hora en que fue enterada de tan fausta nueva, mil y una vez hizo y deshizo su peinado, cambió sus ropas, embadurnó de afeites su rostro y ensayó sonrisas y miradas ante el espejo.
– Eres linda, eres joven -díjole Ardid, fatigada al fin por tanta consulta y tanta prueba-. Ten por seguro que esto, mejor que ningún otro adorno, va a servirte.
Pues sabía cuán poco sensible era su hijo a todo lo que no fuera sustancia en bruto, valedera por sí misma y en perfecto estado de ser utilizada. Pero también sabía Ardid que estas cosas era inútil decírselas a Gudulina. Así pues, dejó que continuara en tan fatigosas como esperanzadas probaturas… «Al fin y al cabo -se decía-, nadie podrá arrebatarle la ilusión de la espera, como podría hacerlo la cruda realidad.»
Era ya verano, si bien tan tierno que podía aún confundírsele con primavera, cuando llegó Gudú a Olar. Mucha fue la alegría de Ardid cuando el clamor llegó hasta ellos, pero también escuchó con pena al anciano, que le pedía: «Niña querida, ayúdame, llévame a la ventana, pues quiero ver al Rey». Y con asombro, comprobó cuán penoso era levantarse de su asiento para el anciano. Desde hacía ya mucho tiempo -durante todo el invierno y la primavera- solía permanecer en el gabinete de la Reina, al amor de su fuego; pero el fuego no parecía reavivar su cada vez más diminuta persona, que sólo la compañía de Ardid y del Trasgo -aunque éste aparentaba ignorarle- parecía mantener con vida. Junto a la alegría de ver nuevamente a Gudú, Ardid sintió la súbita tristeza, la muy dolorosa sensación, de comprobar cuán poco tiempo iba ya a gozar de aquella compañía que ella, quizá, no atinó a valorar debidamente.
Así, le condujo con cariño y dulzura hasta la ventana; y comprobó cuán frágiles eran ya sus brazos, cuán inseguras sus piernas, cuán temblorosa toda su persona. Con un estremecimiento, se dio cuenta de cuánto había empequeñecido: quizás, en un imposible, remoto y misterioso deseo de regresar a la infancia. «Ay, Hechicero -se dijo, conteniendo importunas lágrimas-, bien cierto es que es triste y efímera la condición humana.» Y volviendo la mirada hacia el Trasgo, lo halló, a su vez, transfigurado. No le había reprochado como debiera sus continuas y cada vez más copiosas libaciones, ni vigilado su estado de contaminación. El Trasgo, que se apresuró -entre raros tropezones, antes imposibles- a adelantárseles hacia la ventana, aparecía enrojecido en demasía, de la cabeza a los pies -algo así como una muy madura vid a punto de perder todo su fruto-. Al verles, la confusión y la pena de Ardid aumentaron hasta tal punto que ya sólo para ellos tenía ojos, y descuidó incluso dirigir su mirada hacia aquel a quien había dedicado, no sólo su vida, sino la de tan fieles y ancianos compañeros.
– Queridos -dijo al fin-, ahí está: ahí está nuestro tesoro, nuestra esperanza, nuestro bien. Y en verdad que podemos sentirnos orgullosos.
– ¿Quién es ése? -dijo el Trasgo, con indiferencia y cierto desencanto-. No le conozco.
Y regresó a su agujero; pues el único niño que amaba ahora, dormía, y el Trasgo no quería importunar sus sueños.
Gudulina debía esperar al Rey junto a lo más florido y representativo de la Corte. Recibirle con una reverencia y decir: «Señor, mi corazón se alegra de volveros a ver». Pues todas estas cosas constaban en alguna parte, tal vez en alguna pequeña nota de El Libro de los Linajes, o especificado en las leyes de protocolo, o quizá residía sólo en la memoria de los más viejos. Pero en algún otro lugar existía una ley que, sin haber sido escrita por hombre o mujer alguna, recorría, como el viento y el tiempo, toda la especie humana, a la que pertenecía, ejemplarmente, la joven Reina Gudulina.
Así, cuando, muy engalanada, aguardaba junto a la madre del Rey y el Barón Presidente de la Asamblea de Nobles, la última arena de oro cayó en el reloj de su paciencia. Y, súbitamente, vio que el cielo enrojecía con la despedida de un día, y que la noche -tan luciente noche como ninguna otra le pareciera- llegaba y amenazaba con huir: tan deprisa, que el tiempo era el peor enemigo. Y supo que ni batalla ni Corte Negra alguna podían rivalizar en tan cauta como irreparable lucha. Una noche, una hora, un minuto, valían más que la más esplendorosa joya.