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– ¿Adónde vas? -le gritó, mientras mantenía la espada alzada sobre él.

Y antes de que el desertor respondiera, o atinara en lo que sucedía, otro cuerpo se abalanzó sobre él con vigor inusitado -pues sólo ya parecían sombras quienes de un lado a otro vagaban aún, y muertos los que permanecían quietos, como árboles, o como piedras.

– ¡Cerdo! -aulló, silbante, la voz del intruso: e iba dirigida al desertor, no a Lisio-. ¡Cerdo, me robaste! Me robaste y pretendías huir sin mí…

Cancio alzó la daga y la clavó en la espalda de su hermano Bancio. Luego, extrajo lentamente el arma, que apareció teñida de rojo. Y quedó así, quieto, mirándola con desorbitados ojos. El gran cielo seguía allí, sobre ellos; y el viejo Capitán Kelio, que aún seguía a Lisio, recostado en el tronco de un árbol, junto al riachuelo, les miraba, y tanto él como Lisio sentían cerca, como si batieran en sus mismos oídos, un aleteo de aves negras y voraces. Entonces, lenta y trabajosamente, el soldado se levantó y, acercándose a Cancio, le atravesó con la espada: sin esfuerzo por su parte ni resistencia por la del Príncipe. Así que cayó de bruces Cancio sobre el cuerpo de su hermano Bancio; y a su vez, el soldado permaneció muy quieto, mirando su espada, tinta en sangre. Lisio seguía allí, como si jamás fuerza alguna, ni aun la misma muerte, pudiera apartarlo de aquel lugar, mientras oía el correr y manar del agua, en riachuelos y fuentes que anunciaban la primavera y el deshielo; y el batir de alas, que anunciaban la muerte.

– ¿Por qué has hecho eso? -preguntó quedamente al Capitán. Y el soldado respondió:

– No eran como nosotros, Lisio.

Y tornó a su lugar, y se dejó caer de nuevo, recostado en el árbol. Y así quedaron los dos, mirando las espadas, la sangre, la hierba que nacía; oyendo el rumor del agua, el batir de las alas y el suave balanceo de la hierba bajo la brisa.

Fue entonces cuando Gudú creyó llegado el momento adecuado. Envió a Yahek, con un grupo de sus más hábiles y escurridizos hombres, a internarse sigilosamente en los puestos claves del Desfiladero. Si posible era entrar en él, avisarían a los que apostó en lugar visible, de modo que, en caso contrario, pudieran retirarse.

Ninguna resistencia hallaron: sólo, entre la hierba naciente y hermosa, cadáveres, hedor, muerte y gusanos. Y así, avanzaron ellos, y tras ellos muchos más. Y cuando llegaron allí donde tan sólo hombres tan inmóviles como piedras quedaban, Yahek lanzó un grito, y envió a sus hombres sobre los supervivientes. Y tras sus hombres él, mientras terminaban con la vida de los que aún quedaban, sin resistencia alguna. Así, fueron muchas las espadas que se unieron en su color a la que poco antes contemplaran el Capitán y Lisio.

Al fin, Yahek se dirigió hacia el único que, al parecer, se mantenía en pie, y le atravesó con su espada. Era el último, y gozoso, se volvió a proclamarlo. Pero alguna interna, misteriosa orden, le obligó a mirar a aquel a quien acababa de dar muerte. Y cuando contempló, a sus pies, aquel último hombre que tenía la cabeza vuelta hacia él, y abiertos los ojos, le reconoció.

Jamás Yahek, en su larga vida de soldado, que a tantos hombres atravesó con su espada, que a tantos hirió y aun maltrató, había sentido como sintió en aquel momento -y su vista se nubló, y sus rodillas se doblaron, hasta caer sobre la hierba, junto a Lisio-. Pues era su hijo, más hijo que surgido de sus entrañas, hijo por amor. Ésta era la primera vez que lo veía como tal, y viéndolo, sentíalo, y sintiéndolo, una daga más aguda que cualquiera atravesó sus propias entrañas: puesto que, verdaderamente, por primera vez veía un hombre muerto, lo que significaba un hombre muerto. Seguramente, quiso decirle algo. Tal vez, deseó preguntarle o recriminarle, o suplicarle perdón, lágrimas, tristeza, horror, soledad. Quería hablarle o escucharle. Pero, Lisio era toda la muerte del mundo, la muerte de la hierba, la muerte del recuerdo, de los deseos, a la que él miraba. Y era su mano quien había llevado aquella muerte, y por eso no sabía ni podía decir nada, y se moría él también sin saberlo, aunque sí lo sentía.

Más tarde, ninguno de sus hombres, ni Gudú mismo, creyeron reconocerle, cuando le encontraron. Porque Yahek, desde aquel día, jamás volvió a ser ni el soldado ni el hombre de antaño.

– En verdad -dijo Gudú, a los decepcionados Cachorros-, no es ésta una victoria ejemplar. Os reservo algo mucho mejor. Pero no está de más que conozcáis y veáis todas estas cosas.

Y los Cachorros, y aquellos dos que fueron hermanos y compañeros de Lisio, pasaron junto a él, y sobre él pisaron. Y ninguno de ellos, excepto Yahek -que lo guardó en su pecho, con su primer horror y sus primeras lágrimas-, lo reconoció.

Como el hecho de enterrar tanto desastre resultaba tan arduo como pestilente, Gudú ordenó apilar los restos de quienes quisieron, por una parte, encarnar la venganza, por otra, la codicia y, finalmente, la inútil y desesperada ilusión de libertad. Mandó hacer con todo grandes piras, prenderles fuego y, acto seguido, regresar. Así lo hicieron. Tras su marcha, por largo tiempo el fuego y el viento se llevaron fragmentos de horror, esperanza, e incluso muerte. Tan sólo calcinados huesos perduraron aún, tiempo y tiempo, entre la hierba. Y entre tanto hueso, y tanta muerte, y tanto humo, y tanta ausencia, algo resplandecía. Algo que era como una piedra pequeña, tan brillante que diríase una llama que no podía apagarse entre las cenizas: eran las brasas de un muchacho que se llamó Lisio.

Luego, las lluvias de primavera las sepultaron en el barro; y en el barro fue lentamente hundida y conducida su pequeña luz hasta la zona donde habitan los trasgos y los gnomos, los que sí saben horadar el mundo con martillos de diamante sin pulir. Así, la halló aquel trasgo curioso y demasiado joven que apenas si contaba cuatro siglos. Y juzgándola más rara y valiosa que la anterior, se apropió de ella; y la contemplaba y acariciaba, a escondidas, en la oscuridad que alienta las entrañas del mundo. Y como por más tiempo y tiempo que pasara, la llama no se extinguía, la acariciaba más aquel trasgo. Al fin, un día, la mostró al más anciano de los gnomos. Éste la observó con detenimiento, y al fin dijo: «Guárdala en buen lugar. Pues no es fácil que esta llama se extinga, y por contra, acaso llegue un día en que prenda grande y viva. Pues he aquí uno a quien nadie conocía, y sin embargo no será olvidado».

El trasgo obedeció aquella orden, y la llama que cuidaba no se apagó: y acaso la vio crecer un día, o la está viendo crecer hoy, o la verá prender mañana, con tal fuerza, y tan extendida, que podría cubrir la corteza del mundo. Pues algunas victorias no son ni gloriosas ni recordadas; pero algunas derrotas pueden llegar a ser leyendas, y de leyendas pasar a victorias.

XIX. TAL VEZ AMOR

Gudú no regresó de inmediato a Olar. A pesar de que Ardid envió un emisario con la noticia del nacimiento de Gudulín, el Rey no mostró excesivos deseos por conocer a su hijo. Antes bien, ya sabedor del hecho, se mostró satisfecho: especialmente porque tratábase de varón. Con tal noticia pareció conformarse. Como su padre, si bien no llegaba en su exageración a confundir los niños antes de los doce años con conejos o gallinas, lo cierto es que las criaturas de tan corta edad no excitaban ni su curiosidad ni su entusiasmo; aunque se tratara de su propio hijo. Mucho más le atraían las andanzas y progresos de sus Cachorros -en quienes parecía depositar más esperanzas que en su propia dinastía, al menos mientras no advirtiera que los miembros de ésta estuvieran capacitados para desengañarle, enorgullecerle o decepcionarle.

En tanto, con sus soldados, decidió celebrar la victoria y solución del problema de los Desfiladeros. Mientras aún humeaban los restos de quienes tan denodada como inútilmente habían resistido y muerto allí dentro, creyó oportuno conducir a sus muchachos al linde de las estepas, pues suponía que su contemplación, unida a las lecciones con que les preparaba para tal empresa, les haría compartir su sueño.

– Ahí tenéis, ante vuestros ojos, el llamado Mundo Desconocido -dijo, adentrándoles hasta las orillas del Gran Río-. Pero tened por seguro que para vosotros no habrá, si no lo hay para mí (y no lo habrá), ningún Desconocido posible. Os aseguro que hasta todo cuanto alcance, y abarque, la mirada de Gudú, de Gudú será; y, por tanto, también vuestro. Porque vosotros sois la parte más importante de mi ejército, y mi ejército es la parte más sustancial de mí mismo… y de Olar.

Cuando oyeron la segunda parte de este discurso, tanto capitanes como soldados creyeron que sus oídos les engañaban. jamás a Volodioso se le había ocurrido decir algo parecido a soldado alguno, mucho menos a muchachos aún sin experiencia. Pensaron que Gudú rompía muy viejas tradiciones e iniciaba otras cosas, muy distintas y sorprendentes para ellos. Gudú no era ignorante de lo uno ni de lo otro. Y si bien en esto procedía por astucia y aun por cautela -sin menoscabo de que, llegado el momento, cumpliese lo que con tanto aplomo prometía-, lo cierto es que sus soldados no eran tratados como la mayoría de los soldados, ni su ejército como la mayoría de los ejércitos. Era Rey espléndido, generoso, aunque severo con sus soldados, y no es raro que contara día a día con más adictos, buenos guerreros, como menguaban sus enemigos. Por lo menos, en el Reino de Olar y sus tierras conquistadas.

Entretúvose en las fortalezas y guarniciones de las estepas más de lo que parecía natural en tan reciente padre como victorioso Rey. Y los días pasaban, y el verano iba aproximándose, y Gudú no regresaba a Olar.

Aún no se habían apercibido totalmente, ni el sagaz Rey ni sus compañeros de armas, del cambio operado en Yahek. Como éste era, al fin y al cabo, hombre de pocas palabras y ruda expresión, aunque su rostro y ademanes hubieran sufrido, tras dar muerte a Lisio, un cambio notable, pronto se acostumbraron todos a su nuevo aspecto y, por tanto, no llegaron a extrañarlo demasiado. Pero sí lo notaba él mismo, de suerte que, a partir del instante en que vio a aquel que había considerado y amado como hijo -tanto o más que al propio, a quien apenas veía-, no podía apartar de su mente la imagen del valiente muchacho muerto a sus pies. Y no podía mirar el filo de su espada -que continuamente afilaba, ante las chanzas de sus compañeros- sin un estremecimiento. Un dolor tan vivo le atravesaba en el curso de estos recuerdos, que su ánimo decaía de día en día, aunque quienes le rodeaban no se apercibiesen cabalmente de ello. Aunque no todos: pues alguien sí había notado tales cosas en Yahek. Alguien que siempre, de lejos o de cerca, le seguía a donde fuera, aun a costa de la fatiga y de la ancianidad.

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