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– ¿Oyes a las lechuzas?

– No, el motor hace mucho ruido.

Gabriel rió.

– El signo del buen músico es saber escuchar muchas cosas al mismo tiempo y ponerle atención a todas ellas.

Que oyera bien a las lechuzas. Eran no sólo las vigías nocturnas del campo, sino sus afanadoras.

– ¿Sabias que las lechuzas capturan más ratones que cualquier ratonera? -afirmó, más que preguntó, Gabriel.

– Entonces para qué trajo Cleopatra sus gatos del Nilo a Roma -dijo ella sin énfasis.

Ella pensó que acaso valdría la pena tener lechuzas en casa como celosas amas de llaves. Pero ¿quién podría dormir con ese ulular perpetuo del ave nocturna?

Ella prefirió entregarse, durante el trayecto de Londres al mar, a la visión de la Luna que brillaba plenamente esa noche, como para auxiliar a la aviación alemana en sus incursiones. La Luna no era desde ahora excusa romántica. Era el faro de la Luftwaffe. La guerra cambiaba el tiempo de todas las cosas pero la Luna insistía en contar el paso de las horas y éstas no dejaban, a pesar de todo, de ser tiempo y acaso tiempo del tiempo, madre de las horas… Si no hubiera Luna, la noche seria el vacío. Gracias a la Luna, la noche se iba dibujando como un monumento. Cruzó la carretera un zorro plateado, más veloz que el automóvil.

Gabriel frenó y agradeció la carrera del zorro y la luz de la luna. Un viento pausado y murmurante corría por el páramo de Durnover y mecía ligeramente los alerces derechos y delgados cuyas hojas blandas de color verdegay parecían señalar hacia la espléndida construcción del circo lunar de Casterbridge.

Le dijo a ella que la Luna y el zorro se habían confabulado para detener la velocidad ciega del automóvil e invitarlos -descendió, abrió la puerta, le ofreció la mano a la mujer- a llegar juntos al coliseo abandonado por Roma en medio del yermo británico, abandonado por las legiones de Adriano, abandonadas las bestias y los gladiadores que murieron olvidados en las celdas subterráneas del circo de Casterbridge.

– ¿Oyes el viento? -preguntó el maestro.

– Apenas -dijo ella.

– Te gusta este sitio?

– Me sorprende. Jamás imaginé algo así en Inglaterra.

– Podríamos ir un poco más lejos, al norte de Casterbridge, hasta Stonehenge, que es un vasto círculo prehistórico, con más de cinco mil años de edad, en cuyo centro se levantan, alternados, pilares y obeliscos de arenisca y cobre antiguo. Es como una fortaleza del origen. ¿Lo oyes?

– ¿Perdón?

– ¿Oyes el lugar?

– No. Dime cómo.

– ¿Quieres ser cantante, una gran cantante?

Ella no contestó.

– La música es la imagen del mundo sin cuerpo. Mira este circo romano de Casterbridge. Imagina los círculos milenarios de Stonehenge. La música no los puede reproducir porque la música no copia el mundo. Tú escucha el perfecto silencio de la llanura y si aguzas el oído convertirás al Coliseo en la caja de resonancia de un lugar sin tiempo. Créeme que cuando dirijo una obra como el Fausto de Berlioz, renuncio a medir el tiempo. La música me da todo el tiempo que necesito. Los calendarios me sobran.

La miró con sus ojos negros y salvajes a esa hora y se sorprendió de que la Luna volviese transparentes los párpados cerrados de la mujer que lo escuchaba sin decir palabra.

Acercó los labios a los de la mujer y ella no se opuso, pero tampoco lo celebró.

Él había alquilado la casa -bueno, el cottage- desde antes de la guerra, cuando empezaron a solicitarlo para dirigir conciertos en Inglaterra. Fue una decisión oportuna -sonrió con una mueca el director-, aunque ni yo ni nadie pudo prever la velocidad con que Francia caería rendida.

Era una caseta normal de la costa. Dos pisos estrechos y un techo de dos aguas, sala y cocina, comedor abajo, dos recámaras y un baño encima. ¿Y el ático?

– Una de las recámaras la uso como desván -sonrió Gabriel-. Un músico va juntando demasiadas cosas. No soy viejo, pero mi parafernalia ya acumula un siglo entre partituras, notas, croquis, dibujos de vestuarios, escenografías, libros de referencia, qué sé yo…

La miró sin pestañear.

– Puedo dormir en la sala.

Ella estuvo a punto de encogerse de hombros. Se lo impidió la visión de la escalera. Era tan empinada que parecía, casi, una escala vertical, abordable no sólo con los pies, sino con las manos, barrote tras barrote -como una hiedra, como un animal, como un mono.

Apartó la mirada.

– Si. Como gustéis.

Él guardó silencio y dijo que era tarde, en la cocina había huevos, chorizo, una cafetera, quizás un pan duro y una rebanada de Cheddar más endurecida aún.

– No -negó ella, quería mirar cuanto antes el mar.

– No es gran cosa -él no perdía por nada del mundo su sonrisa afable, pero siempre con una punta de ironía-. La costa aquí es baja y sin drama. La belleza de la región está tierra adentro, por donde pasamos esta noche. Casterbridge. El circo romano. El viento pausado y murmurante, aún las partes más áridas me gustan, me gusta saber que detrás de mi hay toda una vértebra de canteras, colinas de creta y siglos de arcilla. Todo ello te empuja hacia el mar, como si la fuerza y hermosura de la tierra inglesa consistiese en moverte hacia el mar, alejarte de una tierra celosa de su soledad sombría y lluviosa… Mira, aquí, del otro lado de donde nos encontramos, mira la isla sin árboles, un islote de pura roca, imagina cuándo surgió del mar o se separó de la tierra, calcula no en miles sino en millones de años.

Indicó con el brazo alargado.

– Ahora, debido a la guerra, el faro de la isla está apagado. To the Lighthouse! No más Virginia Woolf -rió Gabriel.

Pero ella tenía otra impresión de la noche de invierno y la belleza ardiente del campo helado pero intensamente verde, boscoso; agradeció las avenidas arboladas porque la protegían del aire incendiado, de la muerte desde el cielo…

– La costa verdaderamente bella es la del oeste -continuaba Gabriel-. Cornwall también es un páramo empujado por un campo de brezos al océano Atlántico. Lo que sucede en esa costa es un combate. La roca empuja contra el océano y el océano contra la roca. Como lo supondrás, acaba ganando el mar, el agua es fluida y generosa porque siempre está ofreciendo forma, la tierra es dura y deforma, pero el encuentro es magnífico. Los muros de granito se levantan hasta trescientos pies sobre el mar, resisten el embate gigantesco del Atlántico, pero toda la formación de los acantilados es obra del ataque incesante del gran oleaje del océano. Hay ventajas.

Gabriel colocó el brazo sobre la espalda de la cantante. Esta fría madrugada frente al mar. Ella no lo rechazó.

– La tierra se defiende del mar con su piedra antigua. Abundan las cuevas. La arena es plateada. Dicen que las cuevas fueron guaridas de contrabandistas. Pero la arena delata sus pasos. Sobre todo, el clima es muy suave y la vegetación abundante, gracias a la corriente del Golfo de México, que es la calefacción de Europa.

Ella lo miró separándose un poco del abrazo.

– Yo soy mexicana. Me llamo Inés. Inés Rosenzweig. ¿Por qué no me lo habías preguntado?

Gabriel amplió la sonrisa pero la unió a un ceño fruncido.

– Para mi, no tienes nombre ni nacionalidad.

– Por favor, no me hagas reír.

– Perdóname. Eres la cantante que se aisló del coro para entregarme una voz bella, singular, sí, pero aún un poco salvaje, necesitada de cultivo…

– Gracias. No quería sentimentalismos…

– No. Simplemente una voz necesitada de cultivo, como los páramos de Inglaterra.

– Vieras los mezquitales en México -se apartó Inés con despreocupación.

– En todo caso -prosiguió Gabriel- una mujer sin nombre, un ser anónimo que se cruzó una noche en mi vida. Una mujer sin edad.

– ¡Romántico!

– Y que me vio orinar en un callejón.

Los dos rieron abiertamente. Ella se serenó primero.

– Una mujer a la que se trae de fin de semana para olvidarla el lunes -sugirió lnés soltándose la mascada y dejando que el viento de la aurora agitase su cabellera roja.

– No -Gabriel la abrazó-. Una mujer que entra en mi vida idéntica a mi vida, equivalente a las condiciones de mi vida…

¿Qué quería decir? Las palabras la intrigaron y por eso Inés no dijo

nada.

Tomaron el café en la cocina. El amanecer era lento, como corta seria la jornada de diciembre. Inés comenzó a percatarse de lo que la rodeaba, la simplicidad de la casa de adobes crudos, enjalbegada. Los pocos libros en la sala, en su mayoría clásicos franceses, algo de literatura italiana, varias ediciones de Leopardi, poetas del centro de Europa. Un sofá desvencijado. Una mecedora. Un hogar y en la repisa la fotografía de Gabriel muy joven, adolescente o quizás de veinte años, abrazado a un muchacho exactamente opuesto a él, sumamente rubio, sonriendo abiertamente, sin enigma. Era la foto de una camaradería ostentosa, solemne a la vez que orgullosa de si, con el orgullo de dos seres que se encuentran y reconocen en la juventud, reconociendo la oportunidad única de afirmarse juntos en la vida. Nunca separados. Nunca más…

En la sala también había dos taburetes de madera apartados por la distancia -calculó instintivamente Inés- de un cuerpo tendido. Gabriel acudió a explicarle que en las casas campesinas de Inglaterra siempre hay dos taburetes gemelos para posar sobre ellos durante la velación el féretro del ser desaparecido. Él había encontrado así, al tomar la casa, esos dos taburetes y no los había tocado, no los había movido, bueno, por superstición -sonrió- o para no perturbar a los fantasmas de la casa.

– ¿Quién es? -preguntó ella, acercando el vaho del tazón de café a sus labios sin dejar de mirar la fotografía, indiferente a las explicaciones folclóricas del maestro.

– Mi hermano -contestó con sencillez Gabriel, apartando la mirada de los taburetes fúnebres.

– No se parecen nada.

– Bueno, digo hermano como podría decir camarada.

– Es que las mujeres nunca nos decimos hermanas o camaradas entre nosotras.

– Amor, amiga…

– Si. Supongo que no debo insistir. Perdón. No soy fisgona.

– No, no. Sólo que mis palabras tienen un precio, Inés. Si tú quieres (no insistes, sólo quieres, ¿verdad?) que yo hable de mi, tú tendrás que hablar de ti.

– Está bien -rió ella, divertida por las maneras como Gabriel le daba vuelta a las cosas.

El joven maestro miró alrededor de su cottage costero tan despojado de lujos y dijo que, por el, no tendría un solo mueble, un solo utensilio. En las casas vacías sólo crecen los ecos: crecen, si sabemos escucharlas, las voces. Él venia a este lugar -miró con intensidad a Inés- para escuchar la voz de su hermano…

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